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Entrevista a Jorge Zentner, por Jorge García ( segunda parte ).

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[ Página interior del cuadernillo de la colección El lado oscuro -una edición especial realizada con motivo de la Semana Negra de Gijón- cuyo guión fue elaborado por Jorge Zentner. Haga clic para ampliar la imagen. ]


[ Entrevista dividida en cuatro partes. Leer parte:     1      |     2      |     3      |     4    ]

EB- Sí. Y sobre todo, de cómo eso aparece reflejado en tu trabajo de escritor.

JZ- Por supuesto. Mi aclaración anterior viene al caso porque hace ya varios años, aprovechando una reunión familiar, me tomé el trabajo de realizar una pequeña encuesta. Uno a uno, le fui preguntando a mis parientes qué era para ellos ser judío. No hubo dos respuestas que coincidieran.

Esto, en cierto modo, ya empieza a responder a tu pregunta: el tema de la “identidad” está en muchos de mis trabajos. Pero estaremos de acuerdo en que ese tema no es una exclusividad de los autores judíos...

Entonces, como decía, sin duda lo que ha incidido mucho en mí ha sido el modo en que mi familia ha vivido su judaísmo. Lo más “característico” de ese tipo de judaísmo es que... excluía por completo cualquier instancia religiosa o espiritual. Y no es que en mi casa “Dios no existiera”. Es que “el tema” no existía. Alguna vez, según recuerdo, ante nuestras insistentes preguntas al respecto, mi padre se declaró “socialista y ateo”; más para cerrar la charla que para explicar nada. Mi madre dijo que nunca se había hecho ese tipo de preguntas... “No sabe no contesta”. Mi abuelo materno, el único que conocí, iba todas las tardes a la sinagoga: un hábito, a mis ojos de niño, completamente críptico, incomprensible. Las fiestas judías (Pascua, Día del Perdón, Año Nuevo Judío) eran una buena cosa para nosotros, porque faltábamos a la escuela. Nos endomingaban y nos enviaban a jugar al patio de la sinagoga, con la excusa de “saludar a los abuelos”. El “guardián del templo” acababa por echarnos a patadas porque hacíamos un ruido infernal.

Mi padre, “socialista y ateo”, sólo iba a la sinagoga una vez al año, media hora, en Iom Kipur, el Día del Perdón. Se ponía traje y sombrero y presenciaba el “kadish”, la plegaria por los muertos. Era la única “concesión” que hacía, en memoria de su padre muerto.

Creo que todos estos datos pueden transmitirte, Enrique, una idea acerca de la “escala de valores” que en ese orden de cosas he recibido... Algunos de mis amigos católicos iban a misa, no todos. Algunos iban a catecismo... Nunca entendí de qué se trataba. Otros eran “alemanes del Volga”, es decir rusos de muy antiguo origen alemán. Eran familias, en su mayoría, protestantes. ¿Qué significaba eso para el niño o adolescente que yo era...? Nada de nada. En aquel contexto, todo lo que sabíamos era que judíos y cristianos... no éramos “iguales”. La “diferencia”, además, se hacía evidente en la escuela, cuando íbamos a mear. Por supuesto, la realidad cotidiana estaba plagada de prejuicios, pero no de carácter religioso. Hoy se diría... “prejuicios étnicos”. Culturales.

Muchos de nosotros, los judíos, tras cumplir con nuestras obligaciones escolares, asistíamos además todos los días a clase en la escuela idish. Algunos de mis amigos judíos no iban, o iban sólo de vez en cuando. Pero mi padre, en eso, era inflexible: por allí, por esa escuela idish y laica, pasaba realmente, para él, la tradición judía. Insisto: era una tradición secular. Y es que su padre, un hombre muy culto y politizado, militante activo del radicalismo irigoyenista, había sido uno de los primeros maestros argentinos en lograr la doble titulación docente: en castellano y en idish. De modo que nosotros íbamos cada tarde tres o cuatro horas a la escuela idish, sobre todo a jugar. Los viernes se hacía un “cabalat shabat”, una pequeña fiesta para recibir el “shabat”. Se encendían velas y se recitaba: «baruj atá adonai eloeinu...» Nos teníamos que poner una “kipá” en la cabeza, nunca supimos la razón, y repetíamos la plegaria sin entender una sola palabra... Año tras año, los maestros nos iban relatando, en castellano (porque no entendíamos nada cuando nos hablaban en idish)... el Antiguo Testamento. ¡Pero la asignatura se llamaba “Historia del Pueblo Judío”! Otra vez: de “religión”, ni una palabra. O sea que la cosmogonía judía nos era transmitida como Historia, “desde la Razón”, no desde la Fe. Ya te puedes imaginar el tipo de formación que uno puede recibir con ese método, y la idea que un niño puede llegar a hacerse de la realidad... cuando te cuentan que provienes de un antiquísimo encadenamiento de guerras, milagros, éxodos, mensajes del cielo... y que todo eso es “Historia”... y que todo eso “está escrito en un libro”.

Podríamos decir, entonces, que provengo de una familia judía argentina bastante “representativa”. Al abandonar el “shtetl” (pequeña aldea) de Europa del Este y emigrar a la Argentina (en 1900), esa gente empieza a “entrar lentamente en la Modernidad” y a secularizarse. Les ocurrió lo mismo que les había ocurrido a otros judíos alemanes, rusos, rumanos, húngaros, checos, polacos... algunos años antes. El ingreso en la Ilustración, en la “religión de la Razón”, puso en crisis sus valores más profundos. Hubo continuidad en muchas tradiciones (comidas, fiestas, etc.) pero fue total la ruptura con la tradición religiosa.

Dado que el hombre tiene, debido a su conciencia de la condición de mortal, lo que podríamos llamar una necesidad, una “pulsión de trascendencia”, esos individuos que ya no profesaban fe en el Dios de sus abuelos... tuvieron que buscar otras respuestas para las preguntas fundamentales, y otras vías de trascendencia. Es lo que explica, a mi entender, la presencia de tantos judíos en los movimientos revolucionarios de corte marxista, en las ciencias, en las bellas artes, etc. A mí me gusta pensar que es de ahí, de esa crisis, de ese “vacío espiritual”, que vienen tantos pintores y músicos y escritores de vanguardia, y Freud, y Einstein... Y también el movimiento político moderno llamado sionismo, de corte nacionalista, que tiene sus orígenes en la misma época y en personas que no destacaban por su fervor religioso...

La literatura de Isaac Bashevis Singer es, me parece, la que mejor aborda y plasma esta problemática del judío de Europa del Este y su entrada en la Ilustración y en la Modernidad. Su “dilema” ante lo religioso y lo secular. También la escritura de Joseph Roth gira muchas veces en torno a lo mismo. De otra manera, si se quiere más “abstracta”, también la obra de Kafka trata de lo mismo o, tal vez es mejor decir: surge de lo mismo.

En cualquier caso, lo cierto es que, aunque yo no me “diera cuenta” en ese momento, para mí la literatura fue desde el principio percibida como el “lugar de trascendencia”. Fue lo que venía a ocupar el vacío dejado por la religión ausente. Fue lo percibido como “dador de sentido”. Ya lo he dicho antes con otras palabras, al hablar de lo recibido en las narraciones paternas: un lugar de integración. Hay una frase de Kafka, con la cual yo me he sentido muy identificado a lo largo de muchos años: “Escribir como quien reza”. Es decir: escribir como quien practica un acto ritual, mediante el cual establecer contacto con una profunda instancia espiritual. El deseo de escribir sería, en ese contexto, buscar la articulación de un diálogo íntimo con lo universal. Y, puesto que esa instancia espiritual es “escurridiza” y tiene por característica fundamental el no dejarse atrapar por “la forma”, ese deseo de escribir llevaría implícito el reconocimiento de la “imposibilidad escrituraria”. “Escribir como quien reza” equivaldría a ir, todavía mediante la palabra, al encuentro del silencio, de lo impronunciable... Toda la obra de Samuel Beckett, pienso, podría ser leída desde esta perspectiva. Y también la obra de Edmond Jabès, y de tantos otros...

Entonces, Enrique, para resumir la respuesta a tu pregunta: yo creo que en todo lo que escribo aparece mi “condición de judío”. Es decir: del judío que soy yo: un individuo que se ha criado en la carencia de un camino espiritual nítido y bien señalizado; un individuo al que no le ha sido dado caminar por la senda de la Fe de sus antepasados, sino por una de las aceras sustitutas que le ha ofrecido la Modernidad. Si observamos con atención, veremos que la mayoría de mis historias son perfectamente legibles. La forma es “transparente”. Y, sin embargo, al mismo tiempo “el sentido” jamás es evidente ni unívoco. En mis libros Mertov e Informes para Mertov todo esto está bastante claro.

JG- En Mertov puede leerse: «Escribir es construir, con palabras, un silencio inexpugnable. Escribir es ocultar, no decir. [...] escribo para no decir nada. Por más que lean y relean mis palabras, y cuántas más veces las lean, menos sabrán de mí. Todo consiste, simplemente, en escribir un texto».

JZ- Todo, en ese libro, es un esfuerzo por, pese a todo, hacer literatura desde una escritura que se sospecha “imposible”. En El silencio de Malka nombrado por Enrique encontramos en “la anécdota” a mi familia judía llegando a la Argentina, desde el imperio del Zar, a principios del siglo XX. Esa anécdota sirve de vehículo, de soporte a la preocupación por el choque de dos tradiciones espirituales (la criolla y la judía) que deben convivir en un mismo territorio, en un mismo espacio físico que es la Pampa. Y, dominándolo todo, encontramos una profunda “nostalgia” por la Fe que se apaga, que se pierde, de generación en generación.

Como seguramente recuerdas, en ese cómic un “personaje” de la Biblia, el profeta Elías, se le presenta al tío de Malka, identificándose con su nombre bíblico; cumple su función tradicional: le transmite un mensaje de Dios (el que, en la tradición judía, no se puede nombrar). Pero el mensaje, fabricar un Golem, es perfectamente herético visto desde la ortodoxia judía. Años después, cuando Malka se ha convertido en pintora y vive en Buenos Aires (la gran ciudad moderna) el profeta Elías se le aparece frente al Teatro Colón, templo de las artes. Pero ahora sólo se identifica como “un viejo amigo de tu tío”. Al día siguiente el profeta Elías vuelve a aparecer ante los ojos de Malka, en un bar, ya completamente banal, bajo el aspecto de noble ruso exilado que trabaja de lustrabotas...

¿Dónde estábamos...?

JG- En el principio.

JZ- Entonces volvamos... Como he dicho, mi meta desde siempre era ser “escritor en París”. Pero... ¿de qué comía, en aquella época, un escritor? No de la literatura, claro. ¡Si hasta Cortázar trabajaba como traductor en la UNESCO!

Yo era un chico de 16 años, que cursaba el último año del bachillerato, ignoraba cualquier lengua fuera del castellano, y ni siquiera sabía dactilografía. Muchos escritores vivían del periodismo, y me pareció una vía posible. Un pariente me dijo que tenía buenos contactos con el entonces director del diario EL DIA, de La Plata, por entonces el más importante de los periódicos del interior del país. Me asaltó una convicción muy fuerte, de esas que sólo se amasan en la pasta de la ingenuidad: sería periodista de ese diario.

De modo que, al día siguiente de acabar el bachillerato, me marché a La Plata. Tenía 17 años. El “enchufe” en el diario funcionó. Comencé a trabajar y, al mismo tiempo, a cursar los estudios de periodismo. Estamos hablando de 1971-72.

JG- ¿En qué consistía tu trabajo en el diario? ¿Te encargabas de alguna sección en especial o hacías de todo un poco? ¿Y qué hay de tu labor en la radio?

JZ- Mi primer trabajo fue aprender. Para eso, Lagomarsino, un redactor jefe, me tomó bajo su tutela: él recortaba noticias de muchos diarios del interior de la provincia, y me las pasaba. Yo tenía que volver a redactar las noticias, y titularlas, como si fuera un corresponsal que enviaba la información desde ciudades como Tres Arroyos, Arrecifes, Tandil... en las que jamás había puesto un pie. Era, de hecho, puro trabajo de “la forma”. La realidad de las noticias se mezclaba, ya, desde el primer día, con la ficción de mi presencia en el lugar de los hechos...

Poco a poco me empezaron a enviar a la calle, cuando ocurría algo de escasa importancia y no había un redactor disponible. Yo recogía datos, escribía un informe y se lo entregaba al redactor jefe. Al día siguiente, nada más llegar a la redacción, abría ansioso el periódico y buscaba “mi noticia”. Comparaba lo que había salido con lo que yo había escrito en el informe. Cuando encontraba una frase o una palabra “mías”... sentía gran orgullo y felicidad. Muchas veces “mi noticia” ni siquiera aparecía publicada, “por falta de espacio”.

Hasta que un día uno de los jefes consideró que mis “informes” ya se parecían bastante a artículos publicables, y me convirtieron en redactor. Ese mismo jefe fue quien una tarde me dijo: «Te voy a prestar una novela, escrita por un amigo mío que vive en París. Es el escritor argentino contemporáneo más importante». Pensé en Cortázar, claro. Al día siguiente me trajo un ejemplar de Cicatrices, de Juan José Saer. La obra de Saer fue un gran impacto para mí. Sobre todo porque hablaba de la ciudad de Santa Fe, de un lugar del río Paraná llamado Rincón Hondo, donde un tío mío tenía una casita... Yo, de niño, había conocido bastante bien ese paisaje. ¡Y el tipo vivía en París!

Volviendo al periódico... me convertí en redactor de “páginas especiales”. Eran aproximadamente lo que ahora se llaman “publireportajes”. Auténtica mierda, con la que se rellenaban espacios en torno a anuncios de publicidad. Recuerdo haber escrito sobre calles o barrios de la ciudad, tras haber entrevistado a ferreteros, panaderos, amas de casa... o inventarme entrevistas con panaderos, ferreteros... Ese período de mi formación fue muy importante para mí, porque descubrí la escritura en cuanto oficio. Hacer frases, allí en el diario, perdía toda connotación artística o egocéntrica. Era algo así como una artesanía, con la cual se podía ganar un salario. O sea que desde que terminé el colegio secundario, para mí el escribir estuvo vinculado a lo nutricio, a lo profesional. Supongo que esa misma actitud respecto de la escritura es la que, con el tiempo, me ha permitido ser guionista de cómics.

Al año de estar allí aprendiendo el oficio, quedó vacante la sección de “Información Sindical”, y me tocó asumirla. Era a mediados del año 1972, fines de un gobierno militar, época de gran agitación social y política. Yo todavía no había cumplido 20 años. Me vi metido en unas “movidas” que... Recibí un gran impacto cuando tuve que cubrir, para el periódico, todo lo relacionado con una huelga del sector de la construcción, rica en movilizaciones y cargas policiales. Fueron varias semanas de seguimiento. Al final, el periodista termina siendo conocido por los abogados de ambas partes, por los huelguistas, por los jefes sindicales “leales”, por los jefes sindicales “traidores”, por los espías de la policía... Una tarde, un dirigente de no sé qué sector viene a la redacción a traerme un comunicado. Cuando abre la gran cartera negra... veo que allí dentro sólo hay una hoja, con el comunicado, y un revolver reluciente... La prosa del comunicado no brillaba, ni resultaba tan elocuente como el 38 largo...

También en el periódico era época de reivindicaciones laborales. Intentamos organizar un sindicato y... a finales de 1973 me despidieron, por “incompatibilidad ideológica”. Yo era tan ingenuo, tenía tanto orgullo, y confiaba tanto en la “justicia final”, que ni siquiera pasé a cobrar la indemnización por los tres años de trabajo. Para mí la “justicia final” era cosa de pasado mañana, cuando tomáramos el poder...

Pocos días después entré a trabajar en la redacción de informativos de Radio Eva Perón, la radio de la Universidad Nacional de La Plata. La Universidad estaba, en esos momentos, dirigida por el ala izquierda de la izquierda peronista (es un eufemismo, claro, para nombrar a la organización Montoneros). Yo me sentía incapaz de militar orgánicamente en nada. Supongo que los “compañeros” me consideraban como un “intelectual simpatizante”

JG- Me permito sugerirte el término “compañero de viaje”.

JZ- No, no, se rechaza la moción del compañero entrevistador (así hablábamos en las asambleas): “compañero de viaje” tiene una connotación “comunista” y nosotros éramos muy cuidadosos en esto del lenguaje. No lo olvides: «ni yanquis ni marxistas». Todo lo que sonara a “bolche” nos producía urticarias. La palabra más adecuada sería... “colaborador”, que no tiene ningún contacto con el collabo francés en la época de la ocupación nazi de Francia. “Colaborador”, en el contexto argentino de la época, era alguien que “participaba” pero sin integrarse en una estructura orgánica.

A la semana de estar en la radio me ofrecen realizar un programa de tres horas, los domingos por la mañana. Por mi origen pueblerino había escuchado mucho la radio desde la infancia; era, de niño y adolescente, un gran fan de Hugo Guerrero Martinheiz y su Show del minuto, emisión diaria que duraba seis horas. Pero nunca había entrado en un estudio de radio...

Así, tan ignorante como caradura... hice mi primer programa, “El domingo y los hechos”, donde abordaba los temas importantes de la semana con entrevistas y música. Se ve que rápidamente le perdí el miedo al micrófono, porque quince o veinte días después llegué a la conclusión de que, por las tardes, nuestra emisora estaba completamente “desaprovechada”. Se limitaban a pasar discos.

Hablé, no recuerdo ahora si con el director o con el “comisario político” que daba órdenes al director... y le expliqué mi proyecto: era necesario hacer una emisión tipo magazine, de 15 a 18 [horas]. El título, hay que reconocerlo, no era muy original, pero fue aceptado: “Toda la tarde”.

La única “condición” que puse fue que se me permitiera elegir y emitir la música que a mí me gustaba. Puede parecer banal, pero no lo era en ese momento: las autoridades peronistas de la Universidad habían decidido que en esa radio sólo se podía emitir música “nacional y popular”. Eso, hablando en criollo, significaba tango y folklore argentino.

A mí, naturalmente, aquello me parecía desde cualquier punto de vista... una burrada, un atentado a la inteligencia. Para manifestarlo públicamente, ponía mucho Sinatra, Ornella Vanoni, Vinicius de Moraes... Como guinda, se me ocurrió crear un microespacio: todas las tardes, en mi programa, después del boletín horario de las 17 horas, en Radio Eva Perón se escuchaban dos temas de los Beatles. Naturalmente, gané mucha audiencia. Algún “compañero” me dijo que yo hacía una radio goebbelsiana.

La emisión, en la que hacía lectura comparada de periódicos y entrevistas de todo tipo, tuvo bastante éxito. Duró... algunos meses, hasta que el gobierno peronista de Isabel Perón intervino la Universidad, cerró la radio y nos puso a todos en la calle. Para entonces, época de los escuadrones de la muerte que actuaban, protegidos por el gobierno peronista, bajo la denominación Triple A (Acción Anticomunista Argentina), la organización peronista Montoneros ya había declarado públicamente la guerra al gobierno. Y no era una metáfora.

Tú me preguntas sobre el despertar de mi “conciencia política”. Creo que, como ya he dicho, en mi caso no es del todo justo hablar en tales términos. Diría más bien que yo era un “rebelde sin causa”, y que los movimientos políticos de esos inicios de la década de los setenta (protagonizados por gente joven e ilusionada; «imberbes retardatarios» nos llamó Perón en la Plaza de Mayo) brindaron un “formato”, una “causa” y un canal de expresión a mi “malestar en la cultura”.

El estrecho contacto con periodistas diez o quince años mayores que yo (muy politizados, algunos muy... alcoholizados, pero todos grandes lectores y en varios casos “escritores más o menos frustrados”) tuvo gran influencia en mi vida.

La verdad es que a mí la filosofía política, la política práctica, y los libros que se refieren a ella, siempre me han aburrido terriblemente. Si nunca he sido marxista, sin duda se ha debido a razones estrictamente literarias: la prosa de los tratados sobre materialismo histórico me parecía intragable. Además, por mi carácter escasamente gregario y nada proclive a la “acción”, me sentía incapaz de “militar” de manera orgánica en un partido. Estaba más cerca de ser una especie de “francotirador intelectual”, con gran simpatía por la izquierda peronista. Sin embargo, “lo político” parecía colarse en la vida de uno por todos los poros de la realidad... Yo tenía la impresión de que a todo el mundo le ocurría lo mismo. Me llevó mucho tiempo comprobar que no era así, y que mucha gente de mi generación, tal vez la mayoría, desarrollaba existencias dominadas por “discursos” muy diferentes: el rock, los estudios universitarios, el humilde trabajo diario para ganar un salario, el deseo de fundar una familia...

En la escuela de periodismo sólo duré tres meses. Veía que mis compañeros de clase estaban dispuesto a pasar cinco años en las aulas, con la ilusión de llegar, un día, a trabajar en lo que yo ya estaba trabajando, en un diario, gracias al “enchufe”. Así que me dediqué a ir al cine, aprovechando que en el diario me regalaban entradas, y a leer lo que me iban pasando mis colegas mayores.

Uno de ellos, Amílcar Moretti, había ganado, con un cuento, un concurso de narrativa breve en la ciudad de Bahía Blanca; el premio había sido un jugoso cheque destinado a la compra de libros. Su biblioteca era extraordinaria. No sólo la abrió a mi curiosidad, sino que además me fue guiando en la lectura. Fue así como conocí, por ejemplo, mucho de literatura italiana: Vittorini, Pavese, Fenoglio... y la literatura norteamericana: Fitzgerald, Saul Bellow, Truman Capote, Philip Roth, Bernard Malamud, Faulkner, Hemingway, Carson McCullers, o toda la “novela negra”: Chandler, David Goodis, Hammett... También Jorge Money, poeta, escritor y gran periodista (que luego pasó a La Opinión, donde lo asesinó la Triple A...)

JG- Ah, sí, creo haber leído su nombre en el libro La Opinión amordazada.

JZ- ...sí, claro, fue una de las primeras víctimas. Estaba escribiendo una serie de artículos sobre contratos petroleros cuando lo mataron... Jorge había conocido personalmente a Marechal y a mucha otra gente importante para la literatura argentina. Me prestó muchos libros... me “apadrinaba” en la redacción, me corregía los textos, me invitaba a pescar en el río...

Fueron, los del diario y posteriores, varios años de ávida lectura, y nunca un libro quedó sin comentar o ser objeto de debate. En esas charlas, toda obra leída remitía a otra que convenía leer... De manera que, poco a poco, la Literatura empezó a adoptar, ante mis ojos, la estructura de un paisaje “comprensible”, en el cual era factible establecer afinidades, itinerarios, tradiciones... Moretti (gran especialista y crítico de cine, por cierto) y Money supieron mostrarme que la lectura no sólo consistía en penetrar los sentidos de un texto o viajar hacia otra realidad; era, también y sobre todo, un instrumento extraordinario para observar, “leer” y articular los efectos que ese texto producía en nosotros, lectores. En otras palabras, la literatura como vía para la reflexión y el intercambio, y no un simple modo de pasar el rato. Todo lo contrario a lo que hemos descrito antes y llamado “adicción”. La lectura puede ser un puente extraordinario de “encuentro con el otro”. Seguramente por eso ahora, tantos años después, me duelen los ojos cuando veo que los medios (¡y muchos editores!) promueven la lectura como una actividad para los momentos de ocio.

Como bien has señalado, esta etapa de formación (como lector y como escritor de prosa periodística) convivió con los debates, públicos o íntimos, acerca del “compromiso” del intelectual. En mi caso, esa disyuntiva teórica se resolvió a favor del “compromiso limitado”. Digamos que, sin llegar a integrarme orgánicamente en un partido, fui arrastrado por esa energía que, bien mirada, no era estrictamente o sólo “política”. El fenómeno, visto con la perspectiva del tiempo, tuvo mucho de “generacional”, de “juvenil”, en el mejor y el peor sentido del término: fue algo confuso, gregario, veloz, pasional, romántico, violento... Se mezclaban muchas cosas: el deseo de “cambiar el mundo”, el deseo de compartir ideales, “la náusea”, la ambición de poder...

Según recuerdo, escribía muy poco en aquella época. Algún cuento corto. En todo caso, no he guardado nada. Tengo la sensación de que el compromiso social, para mí, llevaba implícito el “sacrificio” de la tarea literaria. Lo más probable es que, en mi caso, ese compromiso sólo fuera una excusa que me había inventado para evitar confrontarme a la dificultad de la escritura literaria...

Como sabemos, ese período de la historia argentina reciente degeneró muy rápido en matanza. Una dictadura militar agonizó matando en el 1972-73, con los fusilamientos de presos en Trelew; el regreso de Perón a la Argentina fue un baño de sangre en los alrededores del aeropuerto de Ezeiza; la muerte de Perón abrió una radicalización aún mayor, con la actuación de varias organizaciones guerrilleras y de diferentes escuadrones de la muerte financiados desde el Estado; el golpe militar de Videla se dedicó a aplicar la “solución final” a través de los crímenes que todos conocemos.

En ese fuego cruzado, a mí me tocó la “suerte” del exilio. Suerte, en el sentido de buena estrella que me permitió sobrevivir. Y suerte, también, en el sentido taurino del término, ya que el exilio es toro bravo que deja no pocas heridas por desgarro.

JG- Llegamos a la dictadura, y ahí me gustaría ser muy delicado; no quiero herirte ni tocar punto sensible alguno. Si no quieres hablar de ello, lo comprenderé perfectamente y pasaremos a tu llegada a España, a propósito, supongo que cuando llegaste, como otros tantos exilados, sólo te concedieron el permiso turista y tenías que salir del país cada tres meses para renovarlo.

JZ- Bueno, en alguna medida... ya estamos hablando de la dictadura... ¿no? Porque, para mí, la dictadura empezó bastante antes del golpe militar. Lamentablemente, no tuve la “clarividencia” para detectar, en ese momento, lo que ahora parece obvio: la necesidad de partir, de dejar el país cuanto antes.

En el momento en que cerraron la radio (no recuerdo si fue en el año 1974 ó 1975, pero se puede confirmar) yo ya no tenía nada más que hacer en Argentina. Y, sin embargo, permanecí hasta 1977, supongo que paralizado por los efectos de la “derrota político / existencial” y el horror que se desplegaba a mi alrededor.

JG- A tu llegada a España, supongo, lo más imperioso debió ser resolverte la vida; según el censo que elaboró Silvina Jensen, la mayoría de los exilados de la primera ola2 erais gente con una cierta formación, en muchos casos universitaria, que tuvisteis que trabajar en lo que surgiera. En tu caso, has comentado que comenzaste a escribir libros por encargo ¿Cómo entraste en contacto con la editorial Bruguera? ¿Cuáles fueron las directrices de aquel trabajo? ¿Cómo vivías la realidad española de la Transición? Al margen del trabajo de encargo, ¿escribías otras cosas más satisfactorias para ti mismo?

JZ- Sí, lo más imperioso era “resolver la vida”; era necesario conseguir papeles de identidad, trabajo... Pero, al menos en mi caso, “resolver la vida” no era tanto un problema de orden económico o legal, aunque también. A los 23, 24 años... para mí lo imperioso era volver a encontrar un “sentido” a la existencia. Estaba, como dirían los franceses, “desbrujulado”. La carencia de dinero, o de un documento de identidad en regla, representaba algo casi... “anecdótico”. Lo realmente grave era no encontrar razones ni fuerzas para vivir...

Como otras veces, ante la crisis existencial profunda... volvió a brillar en mi interior una pequeña luz, una ilusión: el deseo, el sueño de ser escritor. No sé si es posible explicar eso... Supongo que mi cabeza se puso a buscar razones para vivir... apretó la tecla de rewind y... viajó hacia los orígenes de la situación que estaba viviendo. Parecía claro: todo había empezado con mi partida de Basavilbaso a La Plata, para ser escritor. En La Plata, con el periodismo y la política... lo de la escritura quedó medio olvidado. Después del golpe militar de 1976, llegó el momento en que, en La Plata, yo ya no podía vivir; pero, seguramente a causa del pánico y la confusión, tampoco atinaba a huir. Ahí apareció, de la mano de mi amiga Mariángeles Fernández, una antigua compañera de la escuela de periodismo que es para mí como una hermana, un libro de Henry Miller: El coloso de Marussi. No sé si es la mejor obra de Miller; seguramente no. Pero, para mí, en esas circunstancias, ese libro fue una sacudida. Fue como una inyección de vitalidad aplicada directamente en la vena. Me mostró que había mucho por ver y por hacer. Me dio el empujón que necesitaba para emprender la huida, que como todo el mundo sabe... es un gran acto de vitalidad. Camino de España repasé ese encadenamiento de hechos y... me dije que, tal vez, si volviera a escribir algo... La literatura, aunque sólo fuera como ilusión, volvió a erigirse en la única cosa a la que yo podía ser realmente fiel.

JG- En cierto modo, a ti, como a Sherezade, la literatura también te salvó la vida.

JZ- Se podría decir, sí. Me instalé en Sitges, con el dinero que mi padre había obtenido al vender mi coche, decidido a “escribir algo” y demostrarme a mí mismo que todavía había razones para seguir adelante. Tenía para varios meses de vida muy austera. Era invierno, así que o caminaba por el paseo marítimo de Sitges o me encerraba en la biblioteca del pueblo, un lugar con buena calefacción gratuita y muchos libros. En ese tiempo escribí un cuento. Bueno... en realidad fueron dos.3 Uno muy breve, dos folios, porque esa era la extensión máxima que admitían las bases de un concurso de “cuentos cortos cortos” que organizaba la revista Estafeta literaria. Envié ese cuento, titulado “¿?”, en el que sólo se oía la voz de un torturador argentino, interrogando a un preso político hasta matarlo.

JG- Ahora que lo mencionas, y para el caso de David Viñas, él escribió un cuento en el que el ritmo lo marcan las hojas de una agenda de la que van “desapareciendo” las direcciones y números de teléfonos de sus amigos.

JZ- No lo he leído, pero es muy oportuno mencionarlo. Los sobrevivientes estábamos muy obsesionados con esos temas... Se ha hablado mucho de “la culpa del sobreviviente” (respecto a los muertos) y “la culpa del exilado” (respecto a los presos). Te aseguro que es algo muy real, que se llega a experimentar incluso físicamente. Hay una antigua pregunta (ya la encontramos en la Biblia) que se hace carne cada día en quien sobrevive a la masacre como consecuencia de lo que es vivido como un milagro: ¿porqué yo...? La vida, para el que sobrevive, se vuelve completamente “inexplicable”. ¿Cuáles han sido los oscuros itinerarios del azar que me mantienen aún con vida...? Si en tiempos normales la vida ya es difícil de entender... en esos trances del destino... el despertar por la mañana, la propia respiración... se vuelven testimonios de lo profundamente incomprensible.

En mi sentir de entonces, el lenguaje argentino había sido “envenenado”, “podrido” por su uso en la tortura. Yo sentía que, como escritor, escribir en mi lengua sobre algo que no fuera la tortura... implicaba una blasfemia y una traición a las víctimas. Así que escribí ese cuento, como si se tratara de realizar un ritual. Una “amputación ritual”, debería decir, porque para mí se trataba de, con ese cuento, enterrar para siempre la lengua argentina. A partir de ese momento, si quería seguir escribiendo, lo que me quedaba era inventarme un nuevo lenguaje y, con él, un nuevo paisaje, un nuevo universo narrativo. Con la lengua, claro, también estaba enterrando la memoria...

Dada mi condición de sin papeles, firmé ese cuento con pseudónimo: J. Izeta, mis iniciales. No había más premio que la publicación, pero me emocionó mucho, meses después, verlo publicado en las páginas de la revista. Sobre todo por la compañía en que se encontraba mi cuentito: un texto de Antonio Di Benedetto, y otro de Onetti, que también habían participado del concurso. ¿Te imaginas lo que eso podía significar para mí, para el jovencito que yo era...? Al recordarlo... todavía me emociono.

JG- Claro que lo imagino ¡Qué envidia! Ahora, con respecto a lo que dices de “enterrar la memoria”, he creído percibir que, muchos años después, la fuiste reconstruyendo en su dimensión colectiva desde el terreno de la historieta. Ahí quedan obras como El Silencio de Malka o “El sueño de Buenos Aires”, que considero uno de tus trabajos más memorables.

JZ- “El sueño de Buenos Aires”... son apenas ocho páginas de cómic, pero... Los amigos de la Semana Negra, Ángel de la Calle, Paco Ignacio Taibo II... habían pedido distintas colaboraciones bajo el título genérico El lado oscuro. Fue en 1999. Pero los años transcurridos no modificaban nada: para mí, en mi historia personal, ‘el lado oscuro’ seguía (y sigue y seguirá siendo) la desaparición de personas en Argentina. Hablé con Rubén Pellejero, mi socio desde siempre en la realización de cómics, perfectamente convencido de que él haría suyo mi texto y sabría darle la forma gráfica adecuada. Por cierto: tú acabas de mencionar dos trabajos míos, en los que “reconstruyo mi memoria”, y resulta que ambos están dibujados por Rubén, alguien nacido en Cataluña y que nunca ha pisado la Argentina... Y, además, estamos hablando de dos de los mejores trabajos de Rubén en su ya larga carrera de dibujante... A mí esta “coincidencia” me resulta, ahora que la veo, muy significativa.

JG- Supongo que la empatía y la compasión son sentimientos universales. Partiendo de ahí, yo diría que un catalán es tan apto para hacer ese trabajo como cualquier argentino. Además, creo que es otra manera de escapar a esa idea de “singularidad” de la que hemos hablado antes: el creer que sólo otro argentino podría ser capaz de aprehender esa realidad.

JZ- Sí, el corazón no tiene pasaporte. Pero a lo que me estaba refiriendo, o mejor dicho en lo que estaba pensando, es en la manera de trabajar de Rubén. En cómo aborda los temas que le propone el guionista. Yo, si tuviera que definirlo de algún modo, diría que se trata de un abordaje “poético”. Cualquiera sea el argumento, siempre lo remite a su propia sensibilidad, por un lado, para apropiarse de la narración; y por otro lado lo remite a su constante diálogo con la forma, con la solución plástica. Hay muy pocos narradores, en general, y poquísimos narradores en el universo del cómic, en particular, que trabajen así. Es todo lo contrario a un tratamiento “mecánico”, en el que la forma, la manera de dibujar, el estilo, precede al argumento.

Perdón por esta digresión, surgida en medio de una frase... Vuelvo, pues, a lo de la memoria.

Por ese “entierro” que he mencionado, el trabajo de “reconstrucción de la memoria” ha sido y es, para mí, muy difícil. He hecho o estoy haciendo todavía esa reconstrucción de manera muy limitada, muy tímida... En realidad, y aunque no se note porque está muy “disfrazado”, creo que donde más he conseguido abordar ese trabajo de la memoria es en Replay, la trilogía que hice con el dibujante francés David Sala.

David me pidió una historia «en la que un personaje viaja todo el tiempo por los EE UU y vive en hoteles». Yo nunca he estado en los EE UU, así que aproveché su pedido para ocuparme de algo que “necesitaba” abordar desde lo literario: mi amigo Luli.

Mi amigo Luli, el mismo que en la adolescencia me había regalado La náusea de Sartre, murió a los 22 años, en el asalto a un cuartel del ejército que realizó la organización Montoneros en la provincia de Formosa. Luli era un hombre de acción, y un jugador. En muchas cosas fue el modelo del personaje Don Walden, de Replay.

En el año 1990 ó 1991, no recuerdo muy bien, pasé cuatro meses en la Toscana en compañía de quien era entonces mi compañera, Anne-Marie. Desde hacía mucho tiempo yo sentía la necesidad de “hacer algo” sobre Luli, y decidí aprovechar esa estancia en un pueblo tranquilo de Italia para escribir un libro. Esa necesidad se me presentaba bajo la forma de un sueño recurrente: en mis sueños, a lo largo de unos quince años, Luli siempre me sorprendía, porque aparecía con vida. En mis sueños, Luli me daba cada vez una explicación diferente acerca de cómo se había salvado de la muerte. El sueño nunca era exactamente el mismo. Las circunstancias cambiaban, pero siempre llegaba un momento en el que Luli me explicaba: sólo lo habían herido... en realidad el muerto no había sido él, lo habían confundido con otra persona... Digamos que yo, dormido, en sueños, siempre encontraba la manera de salvarlo.

Una vez, incluso, soñé que me encontraba con Luli y otros amigos de infancia en la puerta del bar que frecuentábamos siempre en el pueblo, en Basavilbaso. Allí, con una copa en la mano, nos dedicábamos a intercambiar sueños: cada uno contaba cómo soñaba a los otros. Yo, de manera disimulada, hice un breve “aparte” con Luli, para hablarle a solas. Le dije: «No puedo contar públicamente cómo te sueño; no puedo decir que te sueño vivo. Si los milicos se enteraran... iríamos presos. Vos... porque los milicos te mataron y no van a permitir que revivas; yo... porque los milicos te mataron y me he permitido revivirte.»

Así que, como te decía, en Italia me puse a escribir sobre Luli. En realidad, lo que hice fue recuperar momentos que habíamos vivido juntos. En la primera de esas escenas éramos muy pequeños, todavía no habíamos empezado la escuela. La última escena era un encuentro breve y fortuito en 1974, en un tren de cercanías, al salir del estadio de River Plate después de un partido espantoso bajo la lluvia, en el que River había perdido 4 a 1.

El libro nunca encontró su tono, ni su forma literaria. Se quedó en una simple recopilación de anécdotas, unidas por el “hilo conductor” de nuestro vínculo. Esa escritura me había permitido verificar que en realidad, entre los 5 y los 21 años... siempre habíamos protagonizado la misma escena. Éramos dos personajes muy “coherentes” en nuestra complementariedad. Nuestro contacto se producía siempre desde roles muy fijos y nítidos.

De modo que, tiempo después, cuando David Sala me pidió una historia... yo vi allí la posibilidad de dar, a una parte de esos recuerdos, un tono y una forma literarios. Yo no era gordo, como el Chuby de Replay, pero sí coincidía con él en mi papel de espectador, de “ideólogo cobardica” que soñaba y hablaba más que actuaba. Hay una escena en Replay, donde Don dirige a un grupo de estudiantes en el asalto al edificio del colegio para copiar las preguntas de los exámenes. En la vida ocurrió tal cual lo cuento allí. La “operación” fue ideada y dirigida por Luli, desesperado por las malas notas que arrastraba. Como en el caso de Don con Chuby, también a mí Luli me mantuvo completamente al margen de la operación, por considerarme (justamente) inapropiado para ese tipo de gestas; y también a mí me dio después, como a Chuby, las preguntas de los exámenes. Así salvé un año de colegio que ya tenía casi perdido culpa del billar y del futbolín. En Replay hay, lógicamente, mucha “literatura”, pero el origen está en algo muy autobiográfico: el tipo de vínculo que me unía a uno de mis dos mejores amigos de infancia.

En cuanto a lo que hablábamos de encontrar, en el nuevo país, una salida “práctica” o económica... ¿qué te puedo decir...? Yo llegaba a España “quemado” del periodismo, y no quería intentar nada en esa dirección. En realidad, no quería intentar nada en dirección alguna, pero el dinero del coche no era ilimitado... Yo había dejado, en casa de mis padres, restos de lo que había sido mi apartamento de La Plata: nevera, lavarropas... Según mis cálculos, en esa época mi padre debe haber vendido mi nevera unas... doce o quince veces. Cada tanto, alguien que llegaba de Argentina me traía dinero diciendo: «Lo envía tu padre... dice que ha vendido la nevera...»

2 Hubo una segunda que coincide con el desastroso legado de la política económica de Martínez de Hoz

3 Este segundo cuento se pierde en el hilo de la explicación


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[ © 2003 Jorge García, para Tebeosfera 031019 ]