TEBEOSFERA \ SECCIÓN  

PALOS DE CIEGO / 1

 

por JESÚS JIMÉNEZ VAREA  


Lecturas y degluciones


Uno de los grandes tópicos de la discusión sobre lo que se podría denominar la “validez relativa” de los medios es el clásico del grado de participación del lector que exige uno u otro de ellos. Habitualmente aquellos que incorporan la representación visual suelen salir perdiendo en tales evaluaciones en favor de la literatura escrita o su variante leída del medio radiofónico, algo inferior éste por eliminar la libertad de la imaginación en lo tocante a efectos sonoros o rasgos suprasegmentales de la voz.

El argumento de la pasividad del lector de tebeos –aplicable al espectador cinematográfico o al televidente– ha sido esgrimido a lo largo de décadas por autores y editores de literatura infantil así como por libreros, maestros, padres y bibliotecarios. De hecho, en EE UU, antes de que se añadiese a la ecuación una posible conexión con el incremento de la delincuencia juvenil, y en paralelo con los posibles perjuicios para la vista derivados de la escasa calidad de la impresión, una de las tesis fundamentales de la cruzada anti-comic books era el peligro de atrofia mental debido al “mensaje mascado” de las historietas. La receta contra ese mal la proporcionaba Sterling North al final de su celebérrimo editorial: «El antídoto contra el veneno de las revistas de ‘comic’ puede hallarse en toda biblioteca o buena librería. El padre que no adquiera tal antídoto para su hijo es culpable de negligencia criminal» (“A National Disgrace”, en Chicago Daily News, 8 de mayo de 1940). Permítanme un breve inciso para señalar que, en tan tempranas fechas para el comic book, la percepción pública del mismo ya había asumido dos características que lo han marcado generalmente durante toda su existencia, así como a otros formatos de publicación de historietas: primero, que bibliotecas y librerías no son el lugar para un tebeo; segundo, que están destinados a un público infantil. Pero éstos son temas para otro día.

Volviendo a lo que nos ocupa, probablemente sea verdad que los sistemas de narración que integran la imagen pueden reducir los grados de libertad de recreación de una realidad por el receptor: si Escarlata O'Hara toma el cuerpo de Vivien Leigh, hay una infinidad de rasgos físicos, estáticos y dinámicos, que nos están siendo proporcionados y que el texto escrito de Mitchell no nos proporciona, pero es que no podría hacerlo ni falta que le hace. El cine no puede –sin esfuerzo adicional– evitar acarrear ese lastre de información por defecto, y en ello tiene simultáneamente una de sus virtudes y una de sus debilidades.

Es común oír a alguna persona que dice que una novela le permite imaginarse por sí misma lo que un tebeo le muestra. No es mentira, y eso que la historieta puede sustraerse con toda facilidad de ese lastre del que hablaba en el cine, pero ha de saber esa persona que todo aquello que el escritor no le deja más libertad que el historietista o el cineasta para imaginar lo que es funcionalmente relevante para el desarrollo de los acontecimientos, de lo contrario estará utilizando elipsis y deícticos que cómic y cine pueden también emplear a su propio modo.

Por otra parte, los historietistas han hecho buen uso de la independencia del estuche situacional del cómic para reducir su representación del mundo a un mínimo de detalles que sugieren al lector todo un entorno. A Bushmiller le bastaban un par de piedras y un árbol para activar en la mente del lector la ilusión de un escenario campestre en Nancy. Un pequeño garabato que recordaba lejanamente a un pupitre y un rectángulo negro en la pared eran suficiente para situar a los personajes de Miss Peach en un aula. Tales mecanismos mentales, aún automatizados, no quedan demasiado lejos de la decodificación de palabras y no concuerdan con esa idea de pasividad del lector de historietas.

Sí ocurre que muchos autores –en cualquier medio– suministran datos irrelevantes en la trama o así puede parecernos. Si Moore instruye a Lloyd para que dibuje a V saltando un muro de un cierto modo, está reduciendo enormemente las posibilidades de interpretación de dicha situación por el lector, y si el dibujante nos muestra un muro de ladrillo visto no cabe ya imaginar que el muro esta enjalbegado o que se trata de una verja o de una empalizada, y ello no afecta realmente a la historia pero la narración sería distinta de haberlo hecho de otro modo. A diferencia del cine, aportar toda esta información supone para el historietista un trabajo extra y al hacerlo, conscientemente o de modo intuitivo, el historietista está apelando con esa orquestación de detalles a lo que Barthes denominó “efectos de realidad” para engendrar una ilusión óptica de verdad. Estas estrategias no son exclusivas de los medios visuales sino que pueden emplearse análogamente en textos escritos, con la correspondiente merma de iniciativa del lector.

¿Puede entonces afirmarse con rigor que el lector de historieta sea por definición más pasivo que el lector de literatura? ¿No dependerá el grado de implicación del receptor más bien del contenido y la estructura de lo que se le está contando?

Y ni siquiera hemos hablado de cómo la historieta es capaz de sugerir cambios, emociones e información procedente de cinco sentidos exclusivamente a través de imágenes fijas.


  Jesús Jiménez Varea es licenciado en Ciencias Físicas. Ejerce como profesor del Departamento de Comunicación Audiovisual, Publicidad y Literatura de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla. En diciembre de 2001, defendió el proyecto de investigación "Apuntes para una narratología de la historieta", que ha convertido en tesis doctoral en 2002.  


  [ Página web publicada en  Tebeosfera 020123 ]