DE ESTEREOTIPOS VECINOS: MEMÍN PINGUÍN COMO UNA OPORTUNIDAD PERDIDA
HÉCTOR FERNÁNDEZ L'HOESTE

Resumen / Abstract:
Este texto analiza la controversia desatada en torno a la emisión de estampillas conmemorando al personaje mexicano Memín Pinguín y propone lecturas de las reacciones de los respectivos gobiernos. En este contexto, la crítica de Estados Unidos denota las preocupaciones de una cultura regida por intereses de raza, mientras que la argumentación mexicana en defensa del personaje ratifica un orden de clase social. En últimas, ambas respuestas figuran como óptimos ejemplos de los efectos nocivos del etnocentrismo. / This text discusses the controversy surrounding the issuing of a series of stamps commemorating the Mexican character Memín Pinguín and proposes a reading of the reactions of the parties involved in the dispute. Within this context, criticism of the United States response denotes the concerns of a culture focused on issues of race, whereas the Mexican argument in favor of the character validates a classbased order. Ultimately, both attitudes serve as select examples of the noxious effects of ethnocentrism.
Notas: Texto publicado en el número 23 de la Revista Latinoamericana de Estudios sobre la Historieta en septiembre de 2006.

DE ESTEREOTIPOS VECINOS: MEMÍN PINGUÍN COMO UNA OPORTUNIDAD PERDIDA

 

Al mediodía del jueves 3 de junio de 2005, tan solo pocas semanas después de que el presidente mexicano Vicente Fox cometiera el desacierto de afirmar que los ciudadanos aztecas en Estados Unidos laboraban en puestos hasta despreciados por la comunidad negra, el Servicio Postal Mexicano (Sepomex) emitió una colección de estampillas destinadas a conmemorar la tradición historietista nacional. Tal serie contaba con  cerca  de  un  millón  de  sellos –750 000, para ser exactos– dedicados a Memín Pinguín, personaje de la difunta escritora Yolanda Vargas Dulché, creadora de numerosos guiones de historietas («Bolillo», «Lágrimas y risas») y telenovelas («Rubí», «María Isabel»). El personaje, un niño negro con facciones exageradas–labios protuberantes y mejillas abultadas, muy al estilo de las blackfaces o los sambos de a comienzos del siglo XX– no tardó en despertar protestas por parte de organizaciones activistas negras en Estados Unidos. El episodio desencadenó reacciones patéticas, como que voceros de la presente Casa Blanca, una administración empecinada en conflictos bélicos a partir de lecturas reductivas de culturas ajenas, se apresuraran a declarar que «los estereotipos raciales no deben existir en el mundo moderno»[1]. El 30 de junio del mismo año, Steve Hadley, asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, reiteró el desagrado gubernamental ante la emisión de los sellos de Memín Pinguín. Incluso reporteros especializados en temas raciales, tales como Darry Fears, del Washington Post, dictaron sentencia en contra del estamento azteca, tildándolo de ignorante e insensible[2]. Las declaraciones, se supone, intentaban aplacar los ánimos encendidos de coaliciones propagandistas como las del reverendo Jesse Jackson, quien condenó la emisión postal de manera inmediata[3]. El gobierno mexicano, a su vez, se empecinó en defender la medida. El vocero de la embajada azteca en Washington, Rafael Laveaga, destacó el que en México no se le diera una lectura racial a personajes como Speedy González que, mediante la sagaz estrategia de explicitar la excepción, culpaban a los mexicanos de somnolientos y perezosos. Carlos Caballero, del Sepomex, defendió la inclusión de Memín, dada su supuesta encarnación de valores encomiables[4]. El intercambio diplomático, que ocupó las primeras planas de medios de los respectivos países, no pasó a mayores, puesto que los sellos destinados a las ciudades más importantes de México se agotaron en cuestión de un día. Haciendo gala de infinito oportunismo, la casa editorial de la historieta publicó una redición del cómic, agotada en un santiamén. Al poco rato, el episodio fue olvidado y todo transcurrió cual si nada hubiera acontecido. Al año siguiente, en otro alarde publicitario, la misma casa editorial anunció el lanzamiento de un álbum musical y un eventual largometraje dedicados a Memín, sin despertar grandes pasiones en el público[5].

El siguiente texto propone este intercambio como ejemplo meritorio de los efectos nocivos del etnocentrismo en materia de percepción cultural. El etnocentrismo, o la predisposición, por lo general inconsciente, a juzgar nuestra cultura de manera superior, tiende a encuadrar nuestra percepción de lo propio y lo ajeno dentro del marco de matrices culturales legitimadoras de nuestros recuentos históricos, sociales y económicos de índole nacional. De esta manera se imposibilita la apreciación de la diferencia –por lo general, el elemento imprescindible en la organización de cualquier cultura– según pautas ajenas en sociedades vecinas. En otras palabras, dado que nos habituamos a la diferencia según nuestro paradigma –asimilado mediante el correspondiente ejercicio identitario nacional– nos desacostumbramos a percibir cómo se construye la diferencia en otras latitudes y desaprovechamos oportunidades de enriquecimiento mutuo. Mi conjetura es la siguiente: este tipo de altercados plantea un ejemplo proverbial de un choque de imaginarios, por lo que dice mucho del accionar identitario estadinense y mexicano[6]. Todo imaginario –es decir, la serie de ideas, conceptos e imágenes empleados al actuar nuestra identidad– se vale de una serie de variables: raza, clase, género, etc. En algunos imaginarios prima la clase, por cuestión de prioridades institucionales; en otros, prima la raza o el género, y a veces hasta comulgan. Por consiguiente, los estereotipos patentes en una cultura tienden a ratificar la visión de las cosas según el orden fundamental del imaginario. Si en el imaginario priman construcciones raciales, los estereotipos de la cultura correspondiente tenderán a enfatizar matices raciales. De igual manera, si prevalecen intereses de clase, el capital de preferencia en cuestión identitaria será de índole social y económica. El episodio de Memín Pinguín, sustentado en percepciones de raza –los estadounidenses tildando a los mexicanos de racistas– y clase –los mexicanos quejándose del paternalismo del vecino rico y poderoso–, dice casi lo mismo de ambos países: ninguno de los dos se esfuerza por practicar la autocrítica y entender cómo este incidente devela aspectos significativos y explotables de ambas sociedades.

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Memín Pinguín nació en la década del cuarenta –hacia 1947, afirma Carlos Monsiváis– de la pluma de Alberto Cabrera y la imaginación de Vargas Dulché. Se conjetura que el personaje fue modelado en un niño cubano que habitaba en la colonia Guerrero del Distrito Federal, en donde vivía la autora en aquella época. En un principio apareció bajo el título de «Almas de niño», y se publicaba en Pepín, el diario de novelas gráficas que alimentó los ánimos de lectura de millones de mexicanos recién alfabetizados y urbanizados a mediados del siglo XX. Posteriormente, al confirmarse el éxito del título, con ventas semanales de hasta un millón y medio de ejemplares durante su mejor momento, el dibujo pasó a manos de Sixto Valencia Burgos. Memín llegó a exportarse a buena parte de Latinoamérica, en particular, a países del litoral caribeño, como Colombia y Venezuela, e incluso se popularizó en naciones antípodas como Filipinas e Indonesia. De hecho, fue a raíz de la comercialización en el extranjero que se evidenció la necesidad de un cambio en el nombre de la historieta, pues en otras latitudes el apellido del personaje se asemejaba al apelativo del miembro genital masculino. Por ello, hay quienes conocen a Memín en Latinoamérica como Pingüín, y no Pinguín, que en buen mexicano significa diablillo.

Según Monsiváis, dos de las principales influencias de la historieta son «Corazón», el relato de aprendizaje del italiano Edmondo De Amicis, y la serie estadounidense «Our Gang», que celebra las aventuras de una pandilla de niños. En Memín, sin embargo, prima con mayor fuerza el melodrama, redimiendo los aprietos infantiles. Los personajes de la serie, Carlangas, Memín, Ernestillo y Ricardo, son unidimensionales y predecibles. Carlangas es un personaje de acción, temerario y callejero, con una martirizada madre obrera. Pese a su padre alcohólico y a la pobreza circundante, Ernestillo personifica al joven noble, inteligente y trabajador. Ricardo, rubio y afortunado, viene de una familia rica, y su padre le ha matriculado en una escuela pública para incentivar su conciencia social. Según la coloración de la historieta, y a diferencia del protagonista, este trío de personajes tiende a ser de tez clara. Eufrosina, la madre de Memín, es el vivo retrato de la Tía Jemima, la de los panqueques. Trifón Godínez, la bonachona víctima de muchas travesuras de Memín, es un personaje posterior y ha sido el único en haber «fallecido» en la serie. Luego, en materia de clase y raza, la historieta plasma una realidad convencional y verosímil, apta para su público, por lo general de clase obrera o media baja. En la actualidad, se habla de ventas de hasta 100 000 ejemplares de Memín a la semana. Los datos de la industria editorial mexicana a este respecto no son claros, dada, por decirlo de alguna manera, su naturaleza insondable.

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Se argumenta en ocasiones que México, al igual que otros países latinoamericanos de tradición esclavista, es un país que desconoce su ancestro africano. Al fin y al cabo, la narrativa posrevolucionaria ha ensalzado y glorificado el mestizaje –la desigual unión entre amerindios y peninsulares– hasta el cansancio, de manera que el legado africano ha sido extirpado de la memoria colectiva. De preguntársele a un transeúnte defeño cualquiera respecto a negritudes mexicanas, la respuesta habitual aludiría a poblaciones muy reducidas en las costas, apreciación que, si bien no es inexacta, jamás contempla el hecho de que, acogiéndonos a los censos de la era colonial, buena parte de la población nacional tal vez tenga algo de africano. Para la muestra, he aquí unos cuantos botones[7]. José María Morelos, el prócer independentista, y Vicente Guerrero, su subalterno y posterior presidente, fueron ambos de origen africano; sin embargo, esto se omite en los textos de historia nacional. Se sabe que hubo africanos en la mayoría de las expediciones de la conquista. De hecho, Juan Cortés, el primer esclavo en pisar la Nueva España, vino con Hernán Cortés. Se habla de seis negros en la conquista de Tenochtitlán. En plena época colonial, con una población en crisis, llegó a haber cerca de 450 000 negros en México. Entre 1521 y 1640, con el fin de remplazar la mano de obra indígena, asediada por el maltrato y las enfermedades,  se  trajeron  más  de 110 000 negros del centro y occidente de África. Hacia 1570, cerca del 35% de los trabajadores de las minas eran africanos. En las costas, los ingenios azucareros comenzaron a copiar el modelo cubano, pleno de esclavos africanos; sin embargo, las urbes novohispanas acapararon buena parte de la población, y hacia 1646 casi el 55% de los esclavos negros vivían en Ciudad de México.

Pese a la eventual reducción de la población africana, al mezclarse con otras razas, pues las leyes de la colonia dictaban la libertad de vientre (los hijos de indias nacían libres), llegaron a entrar 200 000 negros durante este período. Hacia 1810, poco antes de la independencia, el 10% de la población mexicana, aproximadamente 620 000 habitantes, eran pardos, mulatos o morenos. Aparte de todo esto, al abolirse la esclavitud en 1829, 4 000 negros llegaron a México de Estados Unidos, huyendo de las plantaciones sureñas. Como si fuera poco, a lo largo del siglo XIX, buscando trabajo en la construcción de ferrocarriles y minas, llegaron negros de todo el Caribe. Al contemplar este abreviado resumen de cuentas, la conclusión es obvia: en México hay mayor legado africano del que se admite; sin embargo, a la hora de hablar de negritudes las referencias públicas son casi nulas y la identidad africana no se destaca en el imaginario mexicano.

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Al igual que en buena parte de Latinoamérica, lo que prima en México es el orden de clase, es decir, la diferencia se construye de manera mayoritaria mediante matices de clase. Por tanto, el imaginario mexicano tiende a sustentarse en intereses de la clase más preponderante, la media, lo que no equivale a decir que no se contemplen delineamientos raciales. El orden de raza existe en México, mas encubierto bajo una fuerte preocupación social. En otras palabras, en México, al igual que en buena parte del mundo, hay racismo. Si bien no de manera personalizada, de seguro que sí de manera estructural: a mayor grado de negritud, mayor abandono estatal y menor visibilidad identitaria. El rol secundario de la raza en la fabricación de la diferencia explica, por lo tanto, su formidable interiorización: el hecho de que se lleve por dentro una valoración racial que se interpreta como materia ajena. Las diferencias se logran, de manera reiterada, a punta de capital económico, y no de genotipos. Lo no prioritario se interioriza y se esgrime solo cuando se exige de manera casi inconsciente. La raza, como divisa identitaria, tiende a problematizarse más en sitios en los que se explicita el pluralismo racial, como en Estados Unidos. En sociedades fundamentadas en mitos de homogeneidad, como el mestizaje mexicano o la blancura argentina, tiende a desconocerse y hasta a negarse. Es obvio: la diferencia no se construye a punta de raza. De ahí que al visitar la sede del Museo Nacional de Historia en Ciudad de México y apreciar representaciones del orden de casta legado por los españoles, con taxonomías como pardos, lobos, saltapatrases y no te entiendos, tienda a formarse una lectura de clase, y el racismo adquiera un manto de invisibilidad. Al fin y al cabo los ibéricos eran maestros en construir clases sociales a punta de disparidades étnicas. Por consiguiente, lo que a ojos de quien vive según un paradigma de raza es evidente racismo, a ojos de quien vive según un orden de clase puede encarnar flagrante clasismo.

En Estados Unidos, en cambio, el orden es casi exactamente el opuesto. Lo que prima es la raza y lo que se interioriza es la clase. Buena parte de la población carece de conciencia de clase, pero reafirma de manera constante su entendimiento de raza. Para el capitalismo, la diferencia de clase es materia problemática, pues tiende a fomentar una conciencia de explotación, de ahí que se promueva la ilusión constante de formar parte de una gran clase media. Los ricos, como dijo Fitzgerald, son diferentes, así que viven en otros lugares y su estilo de vida, pese a los afanes publicitarios de los medios, es bastante remoto. La pobreza, en cambio, se convierte en el bastión de los parias, de quienes no han sabido acomodarse ni aprovechar las oportunidades del sistema: he aquí una muy buena excusa para desdeñar responsabilidades colectivas. La raza, a su vez, se convierte en el prisma según el cual se ve y entiende no solo lo propio, sino también buena parte de lo ajeno, de la infinita alteridad posibilitadora de la renovada construcción identitaria estadounidense.

Por esta razón, cuando los grupos negros de Estados Unidos vieron los sellos de Memín, independiente de su sinceridad o hipocresía, lo que vieron y entendieron fue una imagen que les remitió a aromas de sandía (esa fruta ostenta connotaciones raciales negativas en Estados Unidos), interpretados según matrices identitarias aprehendidas tras una maduración en la sociedad estadounidense –el consabido high school, la pugna por los derechos civiles, el hip hop, etc.– con las acostumbradas connotaciones peyorativas entre sus semejantes. Jamás se detuvieron un momento a pensar qué podría significar ese personaje en el contexto de la industria cultural de otra nacionalidad, según otras condiciones de producción asalariada. Jamás, tampoco, se detuvieron a pensar que, como parte de la población de Estados Unidos, les guste o no, forman parte de un proyecto de hegemonía y que, por ende, les cae en cuestión la responsabilidad de ver que los intereses de su nacionalidad no sean impuestos de manera arbitraria sobre otras culturas, como lo ha venido haciendo la administración gubernamental de los últimos años. En otras palabras, las negritudes norteamericanas está tan convencidas de sus roles de otredad, de sus papeles de víctimas, que no se plantean concebirse a sí mismas en el papel de opresoras hegemónicas, en el rol de quienes tienen el reparo –o la desfachatez, según se quiera admitir– de disputarle sus valores a otras naciones. La hegemonía, por decirlo de manera escueta, no solo se fundamenta en alteridades periféricas, ajenas. Hay también alteridades propias, internas. Esas alteridades –en este caso, las negritudes estadounidenses– siempre corren el riesgo de servir de cómplices, tácitos o conscientes, de la práctica hegemónica.

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En el caso mexicano, lo impugnable es la ausencia casi total de una conciencia de discriminación racial. En México a nadie le incomoda el que Memín y su madre, precisamente a raíz de su raza, vivan una existencia paupérrima, confinada al extremo inferior del orden social. Al parecer, la miseria es lo que le corresponde de facto a una persona de raza negra. Por otro lado, hay quienes argumentan que lo de la raza es tangencial (Monsiváis, por ejemplo). Según ellos, lo que diagrama Memín es la realidad social, que no un espectáculo de raza. En México, luego de la revolución, el paradigma organizativo fue de clase, pues la problematización de la explotación de ciertos sectores beneficiaba los intereses revolucionarios. Al capitalismo había que perseguirlo, a menos de que se tratara del estado mismo. De igual manera, la revolución glorificaba el pasado indígena e idealizaba el mestizaje, y promulgaba el mito de la democracia racial. Según la oficialidad, todos los mexicanos eran iguales: todos eran mestizos. En este sentido, la percepción de la diferencia racial fue anulada. La raza se convirtió en el factor aglutinante por excelencia. No era destacable ser negro o blanco; solo era factible celebrar lo mestizo –pues igualaba a la población– y concebir la diferencia mediante un prisma de clase. Las contradicciones de este modelo son ostensibles. No hay sino que encender un televisor o pasearse por las zonas más pudientes de cualquier urbe mexicana para caer en la cuenta de los límites de este paradigma identitario.

Una encuesta reciente de la Universidad de Duke, dedicada al estudio de percepciones raciales en el sur de Estados Unidos, la región con el mayor crecimiento de penetración demográfica mexicana en la actualidad, concluyó que buena parte de los mexicanos recién llegados esgrimen fuertes prejuicios contra la población negra[8]. Para el 58,9%, los negros no son buenos trabajadores; para el 32,5%, las relaciones con los negros son difíciles; y para el 56,9%, los negros no son dignos de confianza. Habiendo interiorizado el oblicuo imaginario de raza de su tierra, según el cual lo bueno se identifica con lo caucásico, cerca de tres cuartas partes de los mexicanos de la encuesta se identificaron con los anglos sureños. En estos tiempos de xenofobia, cabría esperarse lo obvio: la reciprocidad es nula. Cerca del 46% de los anglos sureños se identificaron con los negros, mientras que solo el 22,2% se identificaron con los latinos, quienes son percibidos como marcadamente diferentes.

De cualquier forma, el caso es que aparte de voces como las de Sergio Peñalosa, dirigente de una comunidad negra del Pacífico mexicano, quien reprobó la emisión de sellos y sugirió mayor cuidado al gobierno federal, o la de Elisa Velásquez, estudiosa de las negritudes aztecas, en México abunda la idea de que el racismo es una problemática ajena, exclusiva del vecino del norte[9]. De hecho, una de las escasas alusiones al racismo en Memín se ciñe a un percance experimentado al visitar Estados Unidos. Incluso personajes como Monsiváis –en su columna para El Universal– o el historiador Enrique Krauze –en su artículo para el Washington Post– llegaron a justificar el protagonismo de Memín, haciendo alarde de insensibilidad cultural[10]. Para Monsiváis, la temática central de la historieta es la clase social, evidenciando los confines de su mexicanidad. Para Krauze, el racismo es algo que solo existe en Chiapas, el estado más pobre de la unión mexicana, en donde los indígenas no se mezclaron con los peninsulares, o que alguna vez se dio durante la revolución, cuando se efectuaron matanzas de chinos y fueron deportados entre 1910 y 1930. Es más, según las declaraciones de Krauze para la radio pública estadounidense, su anécdota magistral en torno a la temática del racismo fue la de la visita de un abuelo a Texas hace años, al experimentar escarnios por cederle el puesto de autobús a una negra[11]. Para Krauze, eso queda bien claro: el racismo es algo que sucede en otra parte.

Ahora bien, debe quedar claro cómo se accionan estas percepciones. Para los estadounidenses, leyendo a punta de raza, el estereotipo preponderante de los mexicanos es el de una nacionalidad inmadura, con asuntos en casa aún por resolver, como los procesos electorales–amén de la corta memoria de los comicios del año 2000– y el buen juicio en el manejo de la economía –valga recordar la Depresión–. En otras palabras, los vecinos del sur quedan relegados al trillado papel de niños eternos, cual los indios en las reservaciones del oeste de Estados Unidos México es, a ojos de Estados Unidos, una nación en la que prima el ancestro indígena, con los estereotipos acompañantes. Para los mexicanos, en cambio, todos los estadounidenses, incluyendo los negros que en ocasiones vacacionan en las rivieras aztecas (tengamos presente que el racismo, si bien consta, no prevalece frente a los dictámenes de clase), son capital andante, fungen de encarnaciones latentes de un proyecto imperial, hegemónico, acostumbrado a violentar los intereses de la nacionalidad mexicana mediante despliegues monetarios incongruentes. Que una historieta permita que aflorezcan y se pongan en evidencia estas diferencias culturales habla muy bien de la viabilidad de un producto cultural. Cuando un objeto cultural genera este grado de arraigo y crítica simultánea, es porque su representación de un entorno particular, independiente de su exactitud, contempla el empleo de variables acertadas. Vargas Dulché puede que haya propuesto a Memín como herramienta didáctica, destinada a enseñar a sus lectores a comportarse en y a valorar el espacio urbano con el que recientemente se familiarizaba; mas la ironía radica en que muchos años después, luego de que México haya domeñado la urbe, su diagramación de la diferencia sigue suscitando exaltaciones. Lo verdaderamente triste, me aventuro a reiterar, reside en que esos exabruptos no vengan acompañados por la correspondiente examinación identitaria propia y ajena.


NOTAS

[1] Ver las declaraciones de Scott McClellan, vocero de la Casa Blanca, a este respecto en el sitio web de BBC Mundo. La información fue accesada el 27 de julio de 2006 a las 10:50 a.m. en http://newsbbc.co.uk/hi/spanish/misc/newsid_4653000/4653689.stm.

[2] Ver «Memín Pinguín» de Carlos Monsiváis en la edicióndominical del 10 de julio de 2005de El Universal. Accesada el 27 de julio de 2006 a las 10:55 a.m. en http://www2.elu- niversal.com.mx/.

[3] Ver «Civil RightsLeaders to Mexico: Remove Racially Offensive Stamps» de Chera Watson en la página 2 de la edición del7a 13 de julio de 2005 de The New York Amsterdam News.

[4] Las declaraciones de Laveaga y Caballeroaparecen en «New Racial Gaffe in Mexico; This Times It’s a Tasteless Stamp Set» de James C. McKinley Jr. en la página A3 de la edición del 30 de junio de 2005 de The New York Times.La respuesta oficial mexicana también es cubierta en la página web de BBC Mundo del 1 de julio de 2005, disponibleen http://news.bbc.co.uk/hi/spa- nish/misc/newsid_4638000/4638779.stm.

[5] Véase el artículo de Julio Alejandro Quijano, «Memín Pinguín, en la política»en la página

14 de la sección de espectáculos de la edición del 25 de marzo de 2006 de El Universal. Accesado el 27 de julio de 2006 a las 10:52 a.m. en http://www2.eluniversal.com.mx/.

[6] Según Lacan, el imaginario –léase como sustantivo– es una dimensiónde nuestra relación con el mundo mediante la cual aprehendemos lo real. Es una dimensión siempre agotadaa raíz de un constanteafianzamiento en el terreno de lo simbólico, es decir, de los códigosde una cultura que nombra y ordena. Mi interpretación del término opta por una acepción más flexible y utilitaria.

[7] Paraun análisis más pormenorizado del legado africanoen México, favor ver «Afroméxico», de Ben Vinson III y Bobby Vaughn (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2004), texto del cual saco buena cantidad de estos ejemplos.

[8] Ver«Mexican Immigrants BringNegative Image of Blacks»de Monroe Andersonen la edición dominicalde Chicago Sun-Times del 23 de julio de 2006.

[9] Verel artículo de McKinley en The New York Times.

[10] Ver «The Pride in Memin Pinguin» de Enrique Krauze en la página A21 de la ediciónde 12 de julio de 2005 delWashington Post. Accesada el 27 de julio de 2006 a las 12:50 p.m. en los archivos de http://www.washingtonpost.com/.

[11] Verla transcripción de las declaraciones de Krauze en la base de datos ProQuest bajo el título «Interview: Enrique Krauze Discusses Memin Pinguin, a Mexican FolkloreCharacter Whose Image is Seen as Derogatory by Many African-Americans» para el episodio del programa radial Weekend All Things Considered del6 de agosto de 2006.Accesada el 4 de agosto de 2006 a las 3:22 p.m. en http://wf2la2.webfeat.org:80/#fulltext.

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Creación de la ficha (2015): Héctor Fernández L´Hoeste. Edición de Félix López. · El presente texto se recupera tal cual fue publicado originalmente, sin aplicar corrección de localismos ni revisión de estilo. Tebeosfera no comparte necesariamente la metodología ni las conclusiones de los autores de los textos publicados.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Héctor Fernández L'Hoeste (2015): "De estereotipos vecinos: Memín Pinguín como una oportunidad perdida", en REVISTA LATINOAMERICANA DE ESTUDIOS SOBRE LA HISTORIETA, 23 (22-VII-2015). Asociación Cultural Tebeosfera, Ciudad de la Habana. Disponible en línea el 17/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/de_estereotipos_vecinos_memin_pinguin_como_una_oportunidad_perdida.html