La imaginación de Alan Moore
En un cuento de Borges, un profesor de literatura inglesa adquiere la memoria de Shakespeare. Podríamos imaginar que durante apenas un par de páginas el que esto escribe ha logrado implantar en su consciencia un sucedáneo de la imaginación de Alan Moore con el que afrontar el horror vacui que se siente al dar comienzo a un texto (un texto que, entre otras cosas, trata de eso: de palabras inefables y horror cósmico). Una vez inyectada en su cerebro esa actualización neuroquímica, comprada a un psicotraficante especializado en voces literarias a un precio equivalente al trabajo de varias vidas, decidiría escribir como el doctor Moreau. Aun a riesgo de precipitarse en un abismo en el que se disolviera su yo: alguien escribiendo como Alan Moore escribiendo como el doctor Moreau. En lugar de un ensayo o un artículo ortodoxo, optaría de inmediato por la creación de un híbrido, algo a lo que daría un nombre como pictoensayo o graficartículo. Y después de unos torpes primeros párrafos que le sirvieran de coartada, introduciría en el texto dos imágenes acompañadas de una pregunta.
¿Cuál de estas dos fotografías ocupó en España la portada de cuatro de los seis periódicos con tiradas a nivel nacional el 22 de mayo del año 2010?
Absolutamente ninguno de los futuros lectores de ese texto improbable y destinado al fracaso erraría en su respuesta eligiendo la imagen de la izquierda. Pese a reconocer los paralelismos estructurales entre ambas y apreciar la superior calidad estética de la fotografía de la izquierda, todos ellos serían conscientes de que jamás podría llegar a ocupar ese lugar de honor en la prensa diaria, donde la otra fue mostrada sin pudor alguno.
Es posible que Alan Moore hubiera dado comienzo de este modo a un texto como éste. Jugando al científico loco, convirtiendo la pornografía en un recurso retórico al situarla dentro de una captatio benevolentiae, que, a su vez, propone implícitamente una reflexión sociológica sobre la semiótica de lo políticamente correcto: ¿Por qué sí resulta tolerable en nuestra sociedad explicitar la violencia y no el sexo?
Con esta introducción no sólo se pretende despertar el interés de los lectores por este (picto)ensayo o (grafic)artículo, que a partir de aquí sí se convierte en un texto posible, humano y alcanzable; su principal intención es dar comienzo al desvelamiento de una poética personal, de una filosofía creativa, que Alan Moore ha convertido en seña de identidad, en una marca de agua identificable en muchas de sus obras. Relacionándola con el propio sistema de creencias del autor, esta fórmula se podría considerar el resultado de someter la cultura popular a un proceso alquímico en el que a una primera fase en la que se disuelven elementos icónicos de la mitología pop hasta quedar reducidos a sus partículas elementales le sigue una segunda fase de coagulación, en la que esos elementos, sin ninguna relación aparente, se funden en un mismo texto donde se haría patente algún tipo de vinculación esencial que hasta ese instante de creación hubiera pasado desapercibida.
Esa fusión nuclear a nivel semiótico utilizaría como catalizadores la fuerza de carácter atractivo que ofrece la intertextualidad y la energía subversiva de las estrategias críticas propias de la deconstrucción. Su fin sería obtener un compuesto cuya función última implicara la intervención social directa, algo que Alan Moore considera el sentido fundamental del arte entendido como magia. El arte, según Moore, debe perseguir la alteración de la realidad mediante manipulaciones semióticas[1].
Aludiendo de este modo a la deconstrucción nos aproximamos peligrosamente a esa lectura errónea en la que se incurre al considerarla como poética en lugar de cómo perspectiva crítica. Pero en la obra de Moore la función desestabilizadora, característica de esta corriente de pensamiento, adquiere primacía sobre esa otra que pretende simplemente alcanzar la originalidad estética. En sus textos, la deconstrucción aparece incorporada con la misma intención crítica que en otros que no son de carácter literario, por lo que sí podría hablarse de una poética deconstructiva entendida como subversión intertextual, de una filosofía creativa que cuestionaría la estabilidad de los cánones estéticos y de los parámetros determinantes de los géneros.
Esta consideración afectaría a sus obras sobre todo a nivel macroestructural, pero es posible detectar sus proyecciones a menor escala. Así, una de las prácticas más frecuentes en los textos críticos deconstructivos, consistente en demostrar la artificiosidad de ciertas jerarquías instituidas entre opuestos binarios, se puede ejemplificar utilizando un personaje de Watchmen.
Durante el capítulo seis de esta serie, Rorschach, tras ser finalmente capturado y encarcelado, asiste con total indiferencia al brutal acoso y a las amenazas constantes del resto de presidiarios. La lógica de la situación parece instituir una relación de poder en la que la fuerza de la multitud de presos acabará finalmente imponiéndose, la masa aplastará al individuo. Pero en un giro narrativo magistral, Rorschach ejecuta una deconstrucción de sí mismo y demuestra la falsedad de esa percepción con una frase que alcanza un valor paradigmático: «Ninguno de vosotros comprende. No estoy encerrado aquí con vosotros. Vosotros estáis encerrados aquí conmigo»[2].
Las palabras y las cosas que provocan horror cósmico
En The Courtyard encontramos uno de los estilemas definitorios de esa filosofía creativa en la forma en que Moore se aproxima a la concepción del lenguaje que Lovecraft planteó en sus relatos.
La lingüística de Lovecraft se podría resumir utilizando una célebre cita de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»[3]. Esta limitación que el lenguaje impone sobre nuestro conocimiento de la realidad implicaría la aparición de lo inefable, de aquello que no se puede categorizar, que resulta inexpresable mediante palabras.
En la obra de Lovecraft lo inefable lingüístico se relaciona con otros sistemas cognitivos como la percepción espacial, dando lugar a las geometrías no euclidianas o a los colores imposibles tan apreciados por el autor de Providence, y estableciendo una relación sintomática con el núcleo conceptual alrededor del que giran sus relatos: el horror cósmico, un miedo con tintes existencialistas, producto de adquirir súbitamente una clara conciencia de lo contingente y limitado que resulta el ser humano en un universo infinito, de percibir el inabarcable volumen de lo inefable. En sus relatos, el detonante de esa horrible epifanía suele ser el descubrimiento de la existencia actual de las mismas criaturas aberrantes que habitaron la Tierra mucho antes de la aparición de la humanidad, procedentes de dimensiones imperceptibles o regiones remotas del espacio exterior. La recomendación que subyace a todas estas narraciones defiende la necesidad de asumir una postura conservadora, que condene cualquier búsqueda de conocimiento fuera de unos parámetros estables, ya que no sólo no traerá ningún beneficio, sino que arrastrará a la locura una vez se entre en contacto con lo inefable.
En ese sentido se podría considerar al horror cósmico como el negativo fotográfico del concepto romántico de lo sublime, aunque su antecedente fundamental se encuentre con toda seguridad en la mística, como los siguientes fragmentos parecen demostrar:
«Su yo había sido aniquilado; y no obstante, él –si es que efectivamente podía, ante aquella absoluta falta de existencia individual, decir él con entera propiedad– tenía conciencia de ser igualmente una legión de yos. Era como si su cuerpo se hubiese transformado repentinamente en una de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que se adoran en los templos de la India, y contemplase el conglomerado resultante de un atolondrado intento de distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, si es que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un original distinto de las infinitas encarnaciones.»[…] El tiempo –siguieron informándole aquellas ondas– es inmóvil y no tiene principio ni fin. Es erróneo considerarlo como movimiento y causa de todo cambio. En realidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción de la visión estrecha de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo en tanto que significa cambio; ahora bien, el cambio también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente.»[…] Ante él –y dentro de él– resplandecía una entidad que era Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idéntica a sí misma. No pertenecía a un solo continuo espacio temporal, sino que formaba parte de la misma esencia animada del torbellino caótico de la vida y del ser; del último, del absoluto torbellino de confines y que rebasa tanto el campo de la fantasía como el de la matemática. Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos secretos de la Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth»[4].
A la luz de esta relación resulta lógico inferir que el horror cósmico es el resultado de afrontar la experiencia mística desde una perspectiva nihilista, que daría lugar a un antiéxtasis aterrador. A Lovecraft, la existencia de la ciudad sumergida de R’lyeh, donde duerme y espera Cthulhu, le producía un vertiginoso pavor cuyas implicaciones lanzaban su conciencia hacia abismos infinitos en los que perdía sentido cualquier percepción materialista o positivista de la realidad. Sin embargo, Juan de la Cruz hubiera buceado por ella sonriente, dejándose llevar y disfrutando de esa experiencia inenarrable.
Podemos delimitar entonces dos posturas opuestas en su enfrentamiento a la condición inefable del lenguaje. Por un lado, Juan de la Cruz, representante de la mística unitiva de tradición cristiana, afronta la experiencia de forma gozosa y obtiene como fruto algunos de los poemas más bellos de nuestra lengua. Por otra parte, Howard Phillips Lovecraft, a comienzos del siglo XX, podemos decir que sufre la ansiedad de lo inefable como un efecto secundario de la crisis existencial de la modernidad, y a partir de una experiencia similar elabora relatos de horror cósmico que darán lugar a una tradición continuada hasta nuestros días y que ha creado una mitología ficticia que seguramente pueda considerarse la religión más auténtica y representativa de la posmodernidad: el ciclo de los mitos de Cthulhu.
¿Cómo se enfrenta Alan Moore al problema lingüístico de lo innombrable? Siguiendo el modelo planteado por Lovecraft, en cuyo universo literario se integraría directamente la obra The Courtyard, a la que vamos a referirnos, asume una vía de aproximación mística de tintes particularmente oscuros y que desemboca, como no podía ser de otro modo, en el abismo de la locura. Sin embargo, introduce un giro radicalmente novedoso que consigue producir una desfamiliarización total con el universo lovecraftiano.
En la narración, el detective Aldo Sax investiga una serie de brutales descuartizamientos en los que el torso de las víctimas aparece abierto en forma de flor o estrella de mar y las manos les han sido amputadas. Todos ellos parecen estar relacionados con un club de música punk llamado Zothique[5] y un traficante de droga, Johnny Carcosa[6]. Sax se introduce en el local y consigue acercarse a Carcosa con la excusa de que le suministre una dosis de Aklo, la sustancia que distribuye. Tras darle a esnifar un polvo blanco, por fin le transmite ese Aklo, que no es una droga, sino un lenguaje primordial. Una gramática primigenia que amplía su percepción de la realidad gracias a la adquisición de nuevas palabras que aluden a categorías muy diferentes a las manejadas normalmente por los seres humanos mediante el lenguaje común. Ese lenguaje original le abre las puertas del vacío que conducen al horror cósmico, y la vertiginosa experiencia toma cuerpo en una impresionante representación figurativa (difícil de equiparar a nada que aparezca en los relatos de Lovecraft) con tres magníficas splash pages dobles que demuestran la genialidad del artista Jacen Burrows. El dominio del Aklo convierte a Sax en un asesino psicópata y le conduce definitivamente a la locura. O a una cordura diferente a la de los humanos que sólo hablan español, o inglés, o francés.
Aldo Sax adquiere el lenguaje Aklo y experimenta el horror cósmico en las páginas 14 y 15 del número 2 de The Courtyard.
No es extraño encontrar autores que utilicen drogas psicotrópicas para acceder a estados alterados de conciencia con el fin de producir textos. Esa experiencia trascendente inducida afecta al empleo del lenguaje común, metabolizando la desviación que señala las cualidades estéticas de lo literario. En este sentido, a partir del romanticismo, se podría seguir el curso de una tradición quimiopoética donde quedarían incluidos autores como Coleridge, Thomas de Quincey, Baudelaire o el mismo Alan Moore. Lo que quizá resulte más difícil de encontrar, excepto en la tradición mística judía, sean textos que incorporen la visión que nos presenta Moore. En su obra The Courtyard propone que la vía para acceder a una realidad trascendental no sea la droga, sino el lenguaje, que, actuando como tal, deja en este caso de ser efecto para convertirse en causa.
«[…] es el triunfo de haber situado al precursor de tal modo, en la propia obra, que pasajes concretos de su obra parecen ser presagios no de la venida propia, sino de la deuda con el propio logro, e incluso (necesariamente) parecen disminuidos por el propio esplendor mayor. Los muertos poderosos regresan, pero regresan con nuestros colores y hablando con nuestra voz, al menos en parte, al menos por momentos, momentos que atestiguan nuestra persistencia y no la suya»[8].
Alan Moore, al escribir The Courtyard, realiza una invocación originalísima con la que desata un regreso de muertos vivientes como el que describe Harold Bloom, construyendo uno de los «apophrades» más interesantes de la historia literaria. En la potencia de su voz resuenan ecos de muchos otros (y no sólo autores literarios) que a la luz de su relato parecen haberle leído antes de que ni siquiera llegara a nacer. Se inscribe así como precursor de una tradición personal que podríamos denominar ontolingüística. Con un solo gesto sitúa los relatos de horror de H. P. Lovecraft como precursores cronológicos de la hipótesis de Sapir-Whorf, que predica el condicionamiento impuesto por el lenguaje sobre la percepción; y también de la teoría de la gramática generativa de Chomsky, que descubrió el carácter innato de la capacidad lingüística humana[9]. Instalándose simultáneamente al final de la línea temporal de esa tradición y en su origen semiótico, Alan Moore utiliza las premisas de sus antecesores / epígonos para solucionar la cuestión de lo inefable de forma radical con la siguiente argumentación: si la gramática condiciona la percepción de la realidad y viene dada al ser humano desde su nacimiento, con la adquisición de una gramática “no-humana” se tendría acceso a las categorías lingüísticas necesarias para expresar lo inefable. Pero ¿dónde y cómo es posible encontrarla? En el lenguaje Aklo[10], que empleaban los adoradores de los Dioses Primigenios en los relatos de horror cósmico de H. P. Lovecraft.
Este razonamiento en torno a lo inefable que acabamos de presentar alberga la clave que da sentido a la narración The Courtyard y a su posterior adaptación al cómic, y volverá a aparecer en el universo lovecraftiano de Moore en su reciente Neonomicon.
El libro de los nombres nuevos
La ausencia total de alusiones eróticas en la obra de Lovecraft ha sido un tema ampliamente considerado y que ha llevado a algunos críticos a concluir que en realidad sus criaturas son manifestaciones de un simbolismo fruto de la represión sexual. La opinión más sensata a este respecto seguramente sea la que manifiesta Michel Houellebecq en su ensayo Contra el mundo, contra la vida, donde sostiene que esa premeditada ausencia en los relatos del autor de Providence se debe a que «intuye que tales alusiones no caben en su universo estético». La mezcla de horror cósmico y sexo estaría abocada al fracaso, ya que, según Houellebecq, resulta «intrínsecamente imposible»[11].
Y aunque puede parecer que la obra Neonomicon, al introducir numerosas escenas de sexo explícito, está contradiciendo esta afirmación, no es exactamente así. La posición que se mantiene en el texto refleja una dualidad en apariencia irreconciliable, al contradecir y reafirmar simultáneamente las palabras de Houellebecq. ¿Cómo puede llegar Moore a hacer esto posible? Sólo de un modo: gracias al recurso a la metaficción, la única solución infalible para enfrentarse a la imposibilidad lógica mediante la introducción deliberada de paradojas.
Efectivamente, el universo estético creado por H. P. Lovecraft en el nivel discursivo de la realidad que compartimos todos no tolera la introducción de contenidos sexuales, ya que resulta inviable conferirles un sentido funcional en ese tipo de narraciones que buscan el horror y el asombro. En nuestro mundo, Michel Houellebecq tiene razón y Alan Moore no le contradice. Pero en el momento que, con su obra Neonomicon, genera un nivel discursivo diferente a nuestra “realidad”, y además introduce en él a un Lovecraft metaficticio que ha escrito los mismos relatos que nuestro Lovecraft “real”, ya está abriendo la posibilidad de crear para él un universo estético diferente. Exactamente en ese momento en que la agente Brears, en las primeras páginas del segundo episodio de la serie, identifica todas las coincidencias entre los nombres de lugares y personajes de Neonomicon con sus referentes en la obra de Ambrose Bierce, Clark Ashton Smith y H. P. Lovecraft se dibuja el marco de un portal que permite generar el efecto especular que en ocasiones favorece lo metaficticio. Ese reflejo a un nivel distinto que produce en el lector una sensación de inestabilidad ontológica, que le hace sentir un temblor en el estrato de “lo real” donde habita[12]. Sin embargo, Moore se cuida de un modo muy sutil de delimitar la frontera con el universo narrativo de la ficción, empleando elementos diferenciadores como los domos antipolución que cubren algunas zonas urbanas, para subrayar la distinción: no es nuestro mundo, está marcado como algo “irreal”.
¿En que se diferenciaría ese nuevo universo estético del Lovecraft metaficticio del creado por el autor “real”? En el nivel discursivo encerrado en la obra Neonomicon, las criaturas lovecraftianas existen realmente y las relaciones de hibridación entre monstruosidades batracias y seres humanos, que aparecen mencionadas de forma soslayada en sus relatos (tanto en nuestro nivel como en el del cómic), no sólo se confirman, sino que se representan de forma explícita en el mismo momento de su consumación. Este deslizamiento que diferencia la realidad que nosotros compartimos de la que habitan los personajes del Neonomicon produce un movimiento similar en la relación creativa que el autor metaficticio mantiene con sus relatos. La poética lovecraftiana que aparece aquí no tiene nada que ver en sus motivaciones con esa supuesta represión sexual considerada desde una perspectiva psicoanalítica que mencionábamos anteriormente. Se ve transformada en una relación de mímesis realista, en la que la ausencia de alusiones sexuales se podría considerar un ejercicio de elipsis narrativa, una operación similar al abandono fuera de campo de algo demasiado horrible como para aparecer en primer plano de los relatos del Lovecraft metaficticio, pero no del Alan Moore de nuestro nivel discursivo.
Con este recurso, el autor consigue llevar a cabo una reformulación radical del universo estético de ese Lovecraft metaficticio, de ese reflejo especular que el lector asimila involuntariamente al escritor real de Providence, y lo convierte en un autor realista como podría ser el Pérez Galdós de nuestro mundo. Con esta operación sella la coherencia de ese nivel discursivo en el que la sexualidad puede convivir con los mitos de Cthulhu, otorgando al relato la verosimilitud necesaria para que funcione.
Y así Moore, al edificar un universo donde lo lovecraftiano se reproduce de forma concéntrica, da lugar a que pueda darse esa paradoja irresoluble y el sexo esté y a la vez no esté presente en las ficciones de horror cósmico dependiendo de la esfera a la que dirijamos nuestra mirada.
Después de considerar el sexo, la droga y el horror cósmico, sólo nos resta tratar la relación que la obra Neonomicon mantiene con los evangelios. Al comienzo de este ensayo hacíamos referencia al que seguramente sea el estilema más distintivo de la poética de Moore: su capacidad de fusionar elementos culturales de tradiciones divergentes para componer narrativas en las que conviven de forma armoniosa, articulando entre ellos nuevos vínculos estéticos que parecen haber estado siempre ahí. En Neonomicon podemos detectar este mismo procedimiento puesto de nuevo en práctica: Alan Moore disuelve en un mismo matraz los mitos de Cthulhu y los evangelios cristianos provocando su coagulación en un nuevo texto. Lo interesante en este caso resulta la forma en que incorpora los componentes propios de los relatos evangélicos, soterrándolos bajo el nivel semántico de la literalidad, y cómo con esta estrategia consigue fomentar el mismo tipo de hermenéutica empleada para interpretar los textos sagrados.
Si hiciéramos un corte estratosemántico al texto encontraríamos que, en un primer nivel hermenéutico, Neonomicon puede ser leído como un relato de horror cósmico que, aunque resulte innovador en muchos aspectos, se ajusta perfectamente a los parámetros del género establecidos por Lovecraft y continuados por sus seguidores. Pero bajo ese nivel existe otro diferente en el que una serie de elementos van componiendo una narración donde se subvierte la estructura de los textos evangélicos canónicos. La protagonista de Neonomicon, una agente del FBI adicta al sexo (en clara relación antitética con la castidad de la Virgen María), tras recibir el anuncio de la buena nueva de labios de un avatar de Nyarlathotep, el caos reptante emisario de los dioses (equivalente lovecraftiano del arcángel Gabriel), y de ser violada brutalmente en repetidas ocasiones por una criatura lovecraftiana (un estilo de concepción radicalmente distinto al virginal), concibe en su vientre al gran Cthulhu (el que duerme y espera, y regresará algún día como mesías). La separación entre este nivel semántico criptosubversivo que hemos representado entre paréntesis y el texto literal se lleva a cabo, manteniendo el paralelismo con algunos textos sagrados, mediante el empleo del lenguaje como máscara. Solamente cuando se alcanza el epifánico final en las últimas páginas del cómic se le otorga al lector la clave necesaria para acceder a esa capa subyacente del texto.
Sin embargo, durante la publicación original de Neonomicon, serializada en cuatro números mensuales en el blog Bleeding Cool, dedicado a la información y crítica sobre el mundo del cómic, tuvo lugar un curioso fenómeno. Un grupo de comentaristas establecieron una discusión exegética con la que consiguieron desvelar todas las maniobras empleadas por Moore antes de que se publicara el número final, convirtiéndose así, sin saberlo, en hermeneutas equiparables a los estudiosos de la Torá o a los cabalistas judíos.
En una viñeta del capítulo tercero, titulado El lenguaje en el umbral, el personaje Johnny Carcosa, que como ya hemos comentado es un avatar de Nyarlathotep, el mensajero de los dioses, establece un diálogo con la agente Brears dentro de un sueño en el que ella se ve transportada a la ciudad sumergida de R’lyeh. En ese diálogo, Carcosa, que presenta un defecto en el habla, pronuncia la siguiente frase: «What thit ith, ith you’re a nun, thee, athian merry?», que, tras descodificar el ceceo característico del personaje, podría interpretarse como: «What this is, is you’re a nun, see, asian merry?», frase que posee una sintaxis ambigua carente de sentido. Pero esas palabras pueden entenderse de un modo distinto si se prescinde de las comas y si algunos fonemas \th\ se leen como \c\ en lugar de cómo \s\. El texto que obtendríamos sería el siguiente: «What this is, is your annunciation, Mary?», traducible como: «Qué es esto, ¿es tu anunciación, María?». El significado de esta escena onírica en el plano de la literalidad correspondería a un momento de evasión que permite a la protagonista escapar de la realidad consciente y la monstruosa violación que está sufriendo en ese momento. Pero en el plano criptosubversivo se desvela como la anunciación del advenimiento del que duerme y espera en R’lyeh: el gran Cthulhu.
El habla de la criatura que viola a la protagonista, perteneciente a la raza lovecraftiana conocida como los “profundos”, constituye también uno de los elementos clave que utiliza Alan Moore para edificar esa máscara lingüística a la que estamos haciendo referencia. En los diálogos del profundo se realiza la misma operación de codificación encriptada que acabamos de describir.
Pero lo más interesante de toda la conversación que el profundo mantiene con la agente Brears, tras comprobar que está embarazada al saborear su orina, es la alusión constante al significado de una palabra específica del lenguaje Aklo: el término “Dho-nah”. En las últimas páginas de The Courtyard se hace referencia de la siguiente forma a la categoría lingüística no-humana que conceptualiza: «una fuerza que define, que otorga sentido a su receptáculo, similar a la mano en el guante o al viento en la veleta; el invitado o el transgresor que atraviesa un umbral dándole significado». En Neonomicon, Alan Moore retoma ese signo del lenguaje Aklo para ponerlo en boca del profundo cada vez que éste se refiere secretamente al nuevo estado de buena esperanza de la protagonista: la mano ya está en el guante, el viento atraviesa la veleta, Cthulhu descansa en R’lyeh, una ciudad sumergida metáfora del vientre materno.
Teniendo en cuenta todos estos detalles, uno de los internautas que participaron en la discusión del blog que mencionábamos antes llegó a una fascinante conclusión. Afirmó que con este capítulo Alan Moore podría estar pretendiendo enseñar Aklo al lector, intentando transmitirle ese lenguaje no humano para despertar así en él la nueva percepción de la realidad que conlleva[13]. Esta teoría, que encajaría a la perfección con su concepción estética del arte como magia semiótica, presupone que con Neonomicon nuestro autor podría estar tratando de ejecutar una de las más difíciles e infrecuentes piruetas metaficticias, esa que permite saltar de un nivel discursivo inferior al inmediatamente superior y que podemos denominar extrometalepsis. De ser así, esta obra sería equiparable al propio Necronomicon, que por derecho propio es una de las más logradas extrometalepsis de la historia de la literatura. Ese libro maldito escrito por el árabe loco Abdul Alhazred que con tanta frecuencia aparece en los relatos de Lovecraft ha sido considerado real por miles de lectores que lo han buscado infructuosamente en bibliotecas, llegando incluso a ponerse a la venta ediciones consideradas como auténticas.
En ese sentido, la introducción del proceso psíquico de los efectos gramáticos del Aklo en nuestra realidad no podría llegar a alcanzar el grado de perfección que permite la transferencia de un simple objeto físico, como puede ser un libro. Pero el efecto desasosegante que provoca en el lector la posibilidad de su somatización en nuestro nivel discursivo, al contemplar esa puesta en abismo metaficcional, sirve para desatar la temible catarsis que sintetiza la experiencia del horror cósmico.
Imaginación de imaginaciones (unas palabras para terminar)
La posibilidad de implantar una consciencia ajena en la propia, de establecer una simulación perfecta de todas las conexiones neuronales de otra mente, compartir lo almacenado en su memoria y su interpretación del mundo es (por el momento) sólo la posibilidad de una ficción. Ya lo avisamos al comienzo de este (picto)ensayo o (grafic)artículo: no es nada más que un juego. Aunque leyendo y releyendo la obra de Alan Moore puede empezar a adquirir foco la sombra de una sospecha inverosímil. Quizás Alan Moore, que es simultáneamente el Prospero ficticio, mago de La tempestad shakespeariana, y el John Dee histórico, alquimista al servicio de la reina Isabel[14], pueda por sus propios medios (mediante invocaciones a Glycon o rituales performativos) convocar el genio residual que todo autor literario implanta involuntariamente en su obra. Llevando a cabo durante décadas una lectura daemónica con la que hubiera conseguido dejarse poseer por esos genios impresos, instalándolos como si fueran legión en la topología de su consciencia para edificar en su interior la mayor urbe psicogeográfica jamás soñada, para reconstruir una nueva Atlántida a base de mito y ficción. Quizá todo aquel que alguna vez fue leído por Moore habita ahora en él, más vivo que nunca, y puede todavía hacerse escuchar en sus guiones.
Si fuera así, se podría seguir jugando.
Se podría soñar con escribir una carta a Alan Moore y dejar que se endemoniara de uno mismo y le absorbiera y le transportara a esa ciudad infinita. Y convivir allí, dentro de su mente, con Howard Phillips Lovecraft, y August Derleth, y Robert E. Howard, y Clark Ashton Smith, y Ramsey Campbell, y sus creaciones y las de muchos otros. Y hablar con ellos como Moore hace que hablen entre sí en sus obras, superponiendo las entidades ectoplásmicas que compusieron sus palabras para dar forma a nuevas criaturas moldeadas con esa misma sustancia de los sueños que es la sustancia de la que están hechos los hombres, como ya dijo Prospero, que también es Shakespeare, y es John Dee, y es Alan Moore.
Definitivamente, algo es real y posible.
Se puede jugar a jugar.