EDITORIAL PARA TEBEOSFERA, TERCERA ÉPOCA. Nº 1

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Editorial Tebeosfera/ Editorial Tebeosfera
MÁSCARAS Y CULTURA POPULAR

 

En la actualidad solemos asociar el concepto de máscara con dos de sus manifestaciones únicamente: el carnaval y los superhéroes. Pero las máscaras y los enmascarados son rasgos culturales muy antiguos de la humanidad. Ya desde el Paleolítico los hombres cubrían una parte del cuerpo, sobre todo la cara, para abordar un ritual con garantías. Hacerlo era ventajoso porque confería anonimato y también podía otorgar una cuota mayor de poder, porque una máscara irradia miedo. El enmascarado gozaba por lo tanto de cierto grado de invulnerabilidad contra la adversidad. Todavía hoy existen culturas primitivas que se pintan el rostro o lo cubren para superar mejor un apuro o cumplir un rito de transición, como el de la madurez. Los chicos de allí se convierten en hombres poniéndose un “disfraz de héroe”, y no es arriesgado trazar un paralelismo con el comportamiento de los adolescentes urbanitas que usan gafas llamativas, se hacen tatuajes vistosos, cubren parte de su cara con peinados imposibles o se calzan sombreros o gorras que les confieren “autenticidad”. Es su rito de transición. Se enmascaran y con eso cimentan en parte su identidad futura.

Este salto de lo primitivo a lo civilizado puede parecer exagerado, pero no lo es tanto. Después de miles de años usando máscaras básicas para ocultar y atemorizar, los griegos y los romanos las incorporaron al teatro añadiendo una simple modificación que lo cambió todo. Esta consistía en un dispositivo que potenciaba la voz de los actores sobre el escenario; hacía que sonaran mejor. Era una máscara, dicho en latín, “per sonare”. De ahí surgió la equivalencia etimológica de máscara con “persona”, que no deja de ser una asignación moderna si se compara con los miles de años en los que se venía usando la máscara para borrar la personalidad de un individuo y asociarlo con algo indefinido. Lo fascinante de esta mutación conceptual es que ha sobrevivido cientos de años hasta hoy, preludiando la transformación sufrida por el mismo concepto en el final de la modernidad. Si antes la máscara ocultaba la identidad para convertir al individuo en “otro”, o bien en algo funcional, con la llegada de la Modernidad y el empoderamiento de la cultura popular pasó a representar la identidad del individuo. Todos recordamos ese momento escalofriante en el que Rorschach, el personaje de Wachtmen, declara que va a colocarse su “cara” cuando realmente va a ocultar su rostro...

En el ámbito de la cultura popular, las máscaras han cambiado la naturaleza humana hasta el punto de reconstruir la noción que se tiene de uno mismo. Por eso seguimos disfrutando en el carnaval con el rito tradicional de disfrazarnos, fingiendo anonimato, pero también usamos las máscaras para ejercitar nuevos modos de ser. Hoy en día usamos máscaras de género, hasta llegar al fetichismo, que en su aplicación rutinaria definen qué es lo masculino y qué lo femenino. Llevamos máscaras sociales, figuraciones de apariencia, que no nos damos cuenta de que lo son (el maquillaje, la pintura de labios, la máscara de pestañas, precisamente así llamada…). Utilizamos máscaras ideológicas, irradiando ciertas preocupaciones intelectuales que en lo privado resultan ser otras (y que en las encuestas demoscópicas generan sonoros fracasos de pronóstico). Vivimos con máscaras metafóricas, simulando propósitos o personalidades que no tenemos ocultos tras una pantalla, un apodo o cierto perfil virtual que no corresponde con nuestra auténtica personalidad. Vivimos, en fin, más que nunca enmascarados.

Por eso resulta tan interesante analizar la función de la máscara en los seres de ficción que hemos creado a lo largo de la historia porque con ellos hemos ido dando forma al corpus de elementos mitopoéticos que son los pilares de nuestra realidad. Observar el atractivo de un ente imaginario popular dice cosas de nosotros mismos porque su estructura arquetípica despierta la proyección imaginativa del espectador o lector, que termina identificándose con el ser irreal. Hay que recordar a esta altura que los personajes inventados para correr aventuras o sufrir dramáticas experiencias no solo llevan un antifaz, una careta o una capucha, sino que ellos son en sí mismos una máscara. Gran parte de los héroes de ficción van siempre enmascarados en tanto que son sujetos actanciales provistos de rasgos definidos y únicos, los que describe su autor. Al crear un personaje, sobre todo en el ámbito de la caricatura, la ilustración, el teatro, la televisión y también en el cine, se escoge un único vestuario, el mismo tocado capilar, un afeitado concreto, ciertos movimientos y dejes, una entonación, y se mantienen de acuerdo con lo esperado por el público. Luego actúa la regla del etcétera y los personajes quedan fijados en el imaginario popular. De Charlot y Groucho recordamos el bigote, pero todo en ellos era máscara. Turandot, Carmen o Isolda siempre muestran la misma apariencia. ¿Quién no recuerda al protagonista de la ópera Pagliacci, a Bozo o a Charlie Rivel? Y no nos engañemos: Indiana Jones, Luke Skywalker y Harry Potter van “enmascarados”; quítales una parte de su atuendo y no los reconocerás. Con los personajes del cómic o los televisivos el proceso es más que obvio, porque el rostro ya se crea sobre la base de la simplificación de elementos, hasta la iconización. Prince Valiant, Tintin, Dick Tracy, Ric Hochet o Torpedo no ocultan su rostro al lector, pero es que todo en ellos constituye su “máscara”. Lo mismo pasa con Ben Cartwright (Bonanza), Ralph Hinkley (El gran héroe americano), Michael Knight (El coche fantástico) o Walter White (Breaking Bad). Sus rostros eran corrientes, cierto, pero en nuestra memoria son icónicos.

El presente número de TEBEOSFERA ahonda en algunos de los mitos enmascarados de la historieta y de la cinematografía para intentar explicar una vez más el enorme poder que emana del simple acto de cubrir un rostro. José María Conget, un gran conocedor de los clásicos de la historieta, redescubre el magnetismo de The Phantom, que aquí conocimos como El Hombre Enmascarado. José Joaquín Rodríguez, doctor en superhéroes, nos indica el viraje del peso propagandístico de Captain America y la fluctuación de su popularidad. Ricardo Vigueras y Juan Bravo se encargan de revisar una de las figuras míticas de la cultura popular que iban siempre encapuchadas, la de Santo, luchador mexicano de carne y hueso, héroe fotografiado para los cómics y también actor en filmes de series B y Z, todo un fenómeno digno de análisis, y Juan Agustí revisa algunos personajes enmascarados como Fantomas, Diabolik, o Arlequín para completar nuestro repaso. Otros colaboradores tocan en este número asuntos tangenciales, como la dimensión cultural del personaje chileno Condorito, las campañas contra los cómics violentos o de horror en Canadá, y una entrevista a la brillante autora Una. El número se completará con alguna reseña más añadida tras su lanzamiento, que contribuirá a enriquecer esta mirada sobre las máscaras en el cómic y en el cine.

 Con este número iniciamos una etapa nueva de nuestra revista, con mayor aval académico y con renovado interés por el rigor y por abordar una mayor diversidad de temas y enfoques.

Creación de la ficha (2016): Félix López
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
(2016): "Editorial para Tebeosfera, tercera época. Nº 1", en Tebeosfera, tercera época, 1 (15-XII-2016). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 18/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/editorial_para_tebeosfera_tercera_epoca._n_1.html