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SOL PONIENTE 

Sol Poniente

Argumento: M.I. Santisteban

Guión: M.I. Santisteban y Joaquín López Cruces.

Dibujo: Joaquín López Cruces.


Editorial: Cajal, 1990

Cartoné,  56 páginas,  b/n

[ Página 2 de la historieta tal y como fue publicada en Los tebeos de Granada  © J. López Cruces ]


UN RUBÍ ARROJADO A LAS AGUAS DE LA MEMORIA, comentario por Jorge García


                 «Entregó su hermosa vida a una digna tarea, a una justa causa perdida» (Juan Eduardo Zúñiga)

Creo que fue Eduardo Haro Tecglen quien, a propósito de Max Aub, habló de la gran decepción que supuso para muchos de los exilados españoles su reencuentro con España al socaire del viento aperturista que soplaba en la dictadura a finales de los años sesenta. A pesar de la ficción de unas instituciones en el exterior (no olvidemos que la República mantuvo su propio gobierno paralelo en el exilio al que vinieron a dar la puntilla las componendas de Franco con EE UU y los países del bloque occidental al comienzo de la Guerra Fría), la España a la que llegaban distaba mucho de ser la patria que habían imaginado y mucho menos la que les habían obligado a abandonar veinte años atrás. Por tal motivo, muchos prefirieron dejarla de nuevo a arrastrar una existencia anónima por un país que ahora les resultaba tan ajeno.

María Isabel Santisteban, una joven estudiante de filología, había ido recomponiendo desde principios de los años 80 alguno de aquellos fragmentos de lírica tristeza en un conjunto de cuentos en torno a los Humet, una familia marcada (como tantas otras) por el signo trágico de la guerra. Aquellas hermosas ficciones –en las que Santisteban aún hoy sigue empeñada- encontraron eco en otra voz, la del gran dibujante Joaquín López Cruces, con quien compartía, al margen de los estudios, una cierta sensibilidad y la complicidad que les prestaba el haber mantenido una relación sentimental.

En 1983, a la vuelta del lectorado en Gales con que culminaba su especialización en filología inglesa, López Cruces fue seducido por sus amigos Paco Quirosa y Rubén Garrido para embarcarse en la aventura colectiva de un estudio que, en mi imaginación, respira el aire de eso que se llama “vida bohemia”: una densa atmósfera donde se entreveran luz, ideas y humo. Impregnados de aquel ambiente, dispersaron sus historietas en suplementos y revistas locales como Don Pablito o La Granada del papel, desde las que sus talentos llamaron pronto la atención, a punto tal que empezaron a ser reclamados desde publicaciones de ámbito nacional como Madriz o el mensual Cairo.

Al buen tino de dos coordinadores editoriales sucesivos de Cairo, Joan Navarro, primero, y Antoni Guiral, después, se debió el que este magnífico autor granadino comenzase a colaborar allí, en principio de forma un tanto esporádica (con algunas historietas cortas que serían recogidas, junto a buena parte de su obra dispersa, en la excelente monografía Obras encogidas) y, entre 1986 y 1987, con una serie que recuperaba un antiguo proyecto del que ya existía una primera versión en el libro de José Tito Rojo Los tebeos de Granada (Granada, 1984) y que sería recopilada en 1990 por un álbum de Editorial Cajal justamente galardonado en el Saló de Barcelona: me estoy refiriendo, claro, a Sol Poniente.

Son múltiples y complejas las coordenadas que se entrecruzan, sabiamente, a lo largo y ancho de sus páginas: la reflexión sobre el exilio y la condición de exilado, la rememoración de un periodo (el de entreguerras) en el que muchos han buscado las causas últimas de la guerra civil, el amor, la memoria, la belleza o la necesidad de conjurar ese espacio íntimo en el que ser, al menos por una vez, nosotros mismos. Pese a su número, y acaso porque nos encontramos ante una obra de madurez, tantas y tan dispares líneas maestras están entrelazadas con la mayor sencillez, pues sus autores tuvieron el acierto de darle ese aire, entre cómplice y emocionado, que le presta el testimonio a toda confidencia.

En efecto, mucho hay en esta ficción de testimonio, como mucho hay de cuento, pues los protagonistas, al encontrarse con objetos que tienen la exacta consistencia del recuerdo, suelen toparse de frente con su vida entera, como le sucede a Elías en “La última tarde en París” al dejarse inundar por el torrente de la memoria. ¿Qué otra cosa podrían hacer unos personajes cuya misión es, como bien señalan las palabras de Estela, Cubierta del libro de cómics“rescatar los pocos recuerdos que hubieran sobrevivido al paso del tiempo”?

Supongo que buena parte de la fascinación que me produce esta hermosa obra obedece, precisamente, al hecho de que, en última instancia, viene a dar cuenta del paso del tiempo, y a ese carácter se aprestan todos sus recursos, ya sea el hábil empleo del flashback (acentuado por la aplicación de matices de gris) y los encadenados de secuencias, el uso magistral de las elipsis y los tiempos muertos, la apuesta por una imaginativa composición de página en la que se dan cita los más diversos formatos de viñeta, la sabia dosificación de silencios, el montaje paralelo o el talento, innato o no, de Joaquín López Cruces para hermanar virtudes casi antagónicas como su capacidad para evocar las atmósferas más íntimas y, al mismo tiempo, iluminar las multitudes desde los planos largos como si de un Opisso redivivo se tratase. Y todo ello compuesto con la secreta armonía de una partitura.

No he sido el primero ni, seguramente, seré el último en advertir la profunda dimensión musical que impregna este álbum (y no me refiero sólo a la profesión que escogió el profético Elías) y obliga al lector, por medio de un muy especial ejercicio de sinestesia, a prestar oído atento a cuanto le sugieren las imágenes. Y es que en pocas historietas como en ésta se escucha con tanta fuerza eso que Felipe Hernández Cava llama “melodía silenciosa”: la música del baile, la soberbia secuencia donde se desarrolla el ensayo de un concierto de Bela Bartok, el violento crepitar de las llamas del avión en que Elías se encuentra con su muerte y, como recordarán quienes lo hayan leído, el casi secreto chapoteo del rubí de Abú Tálib Kalím al hundirse en las aguas del Danubio.

Aún sin haber querido hacer del exilio el sustrato último de su relato, los autores han ayudado a esclarecer dicha condición merced a unos personajes que han forjado su identidad dejando de lado la intensa nostalgia que invadió a muchos de los exilados españoles (como ha puesto de actualidad la exposición organizada por la Fundación Pablo Iglesias en los jardines del Retiro) y que condujo a algunos de sus más avezados intelectuales, como Barea, Sender o Andújar, a volver sobre sus pasos para comprender el origen de aquella maldita guerra, lanzándose tras la memoria de unos tiempos para evitar que, como dice Santisteban en su excelente prólogo, «nos convirtamos en exiliados de nosotros mismos».

A ratos me he preguntado qué tiene el recuerdo de la II República para que tantas gentes, sin haberla vivido, hayan entregado a la “justa causa perdida” de Zúñiga buena parte de sus vidas.

A ratos, leyendo este libro maravilloso, he dejado de preguntármelo.

Desde aquí, me gustaría agradecer a Joaquín López Cruces el tiempo que se tomó para departir conmigo acerca de  todas las dudas que yo albergaba. Sin esa ayuda, estas líneas no habrían sido posibles.


[ © 2003 Jorge García, para Tebeosfera 030716 ]