BLAKE Y MORTIMER: LA EDAD DE ORO DE LA LÍNEA CLARA
LOS HÉROES NUNCA MUEREN
Los grandes héroes del cómic nunca mueren. Esto es evidente no sólo al otro lado del charco sino también a éste: los nombres míticos del tebeo europeo de siempre prosiguen su andadura aventura tras aventura, álbum tras álbum, de forma más continuada o más espaciada, de manos casi siempre distintas de las que les dieron la vida, en la mayoría de los casos con resultados artísticos y solvencia narrativa muy por debajo de aquellos con los que conquistaron la fama y el favor del público.
Cada nuevo álbum de Blueberry, de Astérix, de Barbarroja, de Valerian, de Buck Danny, entre otros muchos, es recibido con alborozo y alcanza cifras de venta millonarias, pese a que casi siempre su interés y calidad palidecen ante las historias clásicas de esos mismos personajes; unas veces porque los dibujantes históricos de la serie se empeñan en escribir ellos mismos unas historias que sólo guionistas de la talla de sus compañeros ya fallecidos serían capaces de escribir; otras, porque los autores de toda la vida, aún al pie del cañón, han perdido la inspiración y el interés por su criatura y sólo continúan trabajando en ella únicamente por razones crematísticas; y otras, sencillamente porque los nuevos autores no están, casi nunca lo están, no pueden estarlo, a la altura de los míticos y ya desaparecidos creadores de la obra que les ha tocado en suerte continuar.
Y es que es muy difícil emular y continuar una obra genial: primero, porque los genios son pocos, y segundo, porque cada genio tiene su forma personal de realizar su obra, que se convierte en lo que es por la impronta de ese autor, cuya personalidad es única e inimitable. Otro autor quizá genial puede a su vez crear una obra nueva y genial, pero muy difícilmente podrá continuar la de otro.
Toda regla tiene su excepción, pero cuando esa excepción lo es por partida doble, es para lanzar las campanas al vuelo. Es el caso que nos ocupa, peculiar además porque no se trata en rigor de la continuación de un clásico, sino de un revival, ya que hablamos de una serie que había dormido el sueño de los justos, con un breve interludio, durante casi tres décadas.
Hablo de una serie tan emblemática como Blake y Mortimer, obra de Edgar P. Jacobs, uno de los clásicos incontestables del tebeo francófono y máximo exponente, junto a Hergé, de lo que allí conocen comúnmente como la Escuela de Bruselas y aquí, simplemente, como línea clara.
Este revival, comenzado a partir de 1996, se ha materializado, hasta ahora, en ocho historias repartidas en diez álbumes obra fundamentalmente no de uno, sino de dos equipos diferentes: los compuestos por Ted Benoit y Jean van Hamme, por un lado, y por André Juillard e Yves Sente, por el otro. Sorprendentemente, ambos han rivalizado entre sí logrando realizar, cada cual mejor, unas historias que no sólo mimetizan casi a la perfección las constantes argumentales, el estilo de dibujo, los personajes y la atmósfera de la serie clásica, sino que, en algunos aspectos, incluso la superan.
Su éxito ha sido tal, y las cifras de ventas tan altas, incluso para un mercado donde, al contrario que en el nuestro, las tiradas de un álbum se escriben con números de cinco, seis y a veces hasta siete cifras, que han provocado un renovado interés, allí e incluso aquí, por la obra original de Jacobs.
Una obra que comenzó su andadura en los años cuarenta, y que en España no hemos llegado a conocer hasta bien entrados los ochenta. Quizá porque nos llegó tarde, porque se trataba de un tebeo ya muy antiguo, muy pasado de moda, y sin el carisma ni la significación de Tintín, que todos conocíamos desde pequeños. Lo descubrimos aquí de la mano de Grijalbo, en una edición que aprovechaba el tirón de la línea clara, que en aquel momento hacía furor en nuestro país; probablemente demasiado furor, con posicionamientos desmedidos y a ultranza a favor o en contra, que olvidaban que los tebeos no se dividen en línea clara o línea oscura, sino en buenos y malos, y que hicieron mucho daño al entonces pujante mercado nacional de historietas. Ni los tebeos adscritos a la dichosa línea clara son ni tienen por qué ser, por el simple hecho de seguir ese estilo y esa forma de hacer historietas, la octava maravilla del mundo, ni hay por qué despreciarlos, como se ha hecho, como infantiles, decadentes y reaccionarios.
Han pasado los años y, de mano de este revival, Norma ha retomado los derechos de la serie y reedita ahora uno tras otro los álbumes de Blake y Mortimer, a gran formato y con ediciones que dan veinte vueltas a las de Grijalbo, esta vez con una vistosidad y un color que muchos desconocíamos. Para muchos, se trata de un clásico ignorado que ahora es posible conocer en una edición inmejorable. Para otros, incluyendo el que suscribe, es el reencuentro con uno de los mejores tebeos europeos, que sólo ahora podemos apreciar en todo su esplendor.
EDGAR PIERRE JACOBS, BARÍTONO Retrato de Jacobs realizado en 1954.
Edgar P. Jacobs, como todos le conocen, no llegó a la historieta sino muy tardíamente. En realidad, si bien el dibujo le había interesado desde siempre, su incorporación al mundo del tebeo profesional fue puramente accidental y por razones alimenticias. Esto, refiriéndose a quien se refiere, dicho aquí y ahora, en un país donde hay, habíamos, cientos por no decir miles de pardillos que sueñan, o soñábamos hace años, con convertirnos en profesionales del cómic, es decir, en vivir de esto, y donde sabemos que no sólo es un sueño imposible, sino que cientos de auténticos profesionales antes que nosotros acabaron dedicándose a otra cosa o muriéndose de asco, suena increíble y además nos llena de envidia; como se suele decir, Dios le da pan al que no tiene dientes.
Jacobs, nacido en Bruselas en 1904, tuvo dos pasiones en su vida: el dibujo y la música, pero sobre todo la música, y concretamente la ópera. En 1921 debutó como figurante en el Teatro Real, convirtiéndose algún tiempo después en barítono, y actuando sobre todo en la Ópera de Lille. Ya entonces demostraría el carácter polifacético de sus dotes artísticas realizando diseños de vestuario y escenografías teatrales. Durante veinte años simultanearía su carrera lírica con la de dibujante, especialmente en el campo publicitario, realizando anuncios, catálogos e ilustraciones diversas, así como juegos, recortables, puzles... Sin embargo, la razón de ser de su existencia iba a ser la ópera. Visto retrospectivamente, es fácil relacionar esa pasión con el tono grandilocuente y espectacular de buena parte de su obra, los ademanes y expresiones quizás en exceso teatrales de sus personajes y los escenarios luminosos y repletos de color o por el contrario siniestros, fantasmales y envueltos en la bruma, pero siempre grandiosos, en los que se desarrollan los momentos culminantes de sus historias. El título de su autobiografía, en español Una ópera de papel, nos indica ya con claridad que su obra historietística debe mucho a todo ello.
La prometedora carrera artística de Jacobs, sin embargo, iba a verse truncada, brusca y definitivamente, en 1940, a causa de la guerra y la invasión alemana. No sabemos adónde habría llegado, ni si habría conseguido alcanzar la fama y la gloria de los grandes cantantes de ópera. Para él aquello supuso el fin de un sueño, y una gran frustración. Los que conocemos su obra como autor de historietas no podemos por menos que congratularnos, pues ese cambio de rumbo que le obligó a dedicarse exclusivamente al dibujo como medio de subsistencia iba a abrirle, después de todo y con el tiempo, las puertas de la gloria, aunque no la misma con la que sin duda él había soñado.
UN FLASH GORDON APÓCRIFO
Sería su amigo Jacques van Melkebeke el que le ayudaría a entrar en la revista Bravo, donde, a partir de 1940 y durante dos años, dentro de las restricciones propias de la guerra y de la censura impuesta por los ocupantes alemanes, se volcaría en la ilustración de cuentos infantiles, relatos, novelas... trabajo en el que aprovechó su ya larga experiencia en la publicidad. Fue su colaboración en la revista la que le abriría el camino al mundo de la historieta, y ello a raíz de la publicación en Bravo de las páginas dominicales de Flash Gordon.
Sin duda los ocupantes nazis debían considerar muy anodinas esas historias, al permitir su publicación: es curioso que muchos han considerado la larga saga de la lucha del legendario héroe de Alex Raymond contra el tirano Ming, precisamente la saga que se estaba publicando en Bravo, como una clara parábola del combate de la democracia contra el fascismo. Parece evidente que los alemanes, quizá muy obtusos, no lo veían así, al menos mientras los Estados Unidos se mantuvieron neutrales en el conflicto. Pero en 1942, con su entrada en la guerra, la cosa cambió, y todas las series estadounidenses quedaron proscritas. Flash Gordon quedó interrumpido, y la redacción de la revista tomó la decisión de continuar, o al menos terminar, la historia inconclusa, pidiéndole a Jacobs, que nunca había hecho un tebeo, que se hiciera cargo de la serie y le diera un final decente[1]. La última de las planchas de Flash Gordon dibujadas por Jacobs (Bravo!, número 50, de 1942).
En realidad, Jacobs ya estaba familiarizado con Flash Gordon, pues era el encargado de colorear las páginas, que llegaban a Bélgica en blanco y negro, y además tenía que realizar algunos retoques en la vestimenta de las heroínas que aparecían en la serie cuando aquélla era considerada demasiado sugestiva —diría que más por el conservadurismo propio de la Europa occidental en aquella época que por los nazis, a los que posiblemente eso les daba igual—. Aquél fue el primer contacto de Jacobs con la historieta; ni siquiera había leído Tintín, y de buenas a primeras se encontró dibujando tebeos.
El caso es que nuestro hombre salió más que airoso de la prueba. Fueron sólo cinco páginas, todas ellas con las mismas proporciones de dos tercios de página de las planchas dominicales de Raymond que ocupaban cada semana la portada de la revista. Realizó los dibujos copiando personajes, posturas, expresiones faciales y fondos del material que tenía a mano del maestro americano, con tal habilidad que el cambio de dibujante pasó prácticamente desapercibido.
ENSAYO GENERAL: “EL RAYO "U""
Acabado Flash Gordon, la redacción de Bravo solicitó a Jacobs, para llenar el hueco que dejaba, la creación de una nueva serie de características similares. Jacobs se puso manos a la obra, y así nació Le rayon "U", historia que, durante aquellos años de 1943-1944 dio semanalmente un poco de alegría y evasión a los jóvenes lectores belgas en medio de las tinieblas de la ocupación alemana.
El formato de la nueva serie fue idéntico al de Flash Gordon, es decir, a base de dos tercios de página cada plancha, compuesta por dos tiras con, en principio, tres viñetas en cada una, todas del mismo tamaño, excepto cuando la acción o la espectacularidad de la escena recomendaba una viñeta doble. Desde el primer momento, el diseño de los trajes, vehículos, fondos, incluso los mismos rostros de los personajes principales, estaban casi literalmente extraídos de Flash Gordon: el mayor Walton —no deja de resultar curioso un protagonista anglosajón en la Europa ocupada, donde el enemigo eran precisamente los anglosajones— adquirió los rasgos de Flash Gordon, el profesor Marduk no era otro que Zarkov, y, naturalmente, la chica del grupo, Sylvia, era un clon de Dale Arden; ni que decir tiene que, en la primera página, el malo de turno era idéntico, traje incluido, a Ming el Cruel. Por otro lado, la capital del futurista país de Norlandia, donde comenzaba la acción, en nada se distinguía del Mingo de Mongo; y, en esas primeras páginas, hasta las poses de los personajes estaba copiadas del tebeo americano. Los principales personajes de la historieta en la portada de este número de Bravo! de 1943.
Abajo, Le rayon U de nuevo en la portada de la revista (1944).
Sin embargo, ya en ellas nuevos personajes, más originales, se unen a la acción: el heroico, rubio, apuesto y bigotudo lord Calder, que, sin acaparar el protagonismo colectivo, va a eclipsar muy pronto al gordonesco Walton, y el malvado capitán Dagón, villano con bigotito negro que, junto con el anterior, van a tener una importancia clave porque prefiguran los de Blake y Mortimer, como también es el caso del criado hindú del primero, Adji. La acción pasa enseguida al lejano archipiélago de las Islas Negras, donde los héroes van a buscar el misterioso mineral conocido como uradium, imprescindible para desarrollar el famoso rayo U del título, con el que podrán enfrentarse al enemigo país de Austradia. Allí atravesarán selvas alienígenas y escarpadas montañas muy parecidas a las del planeta Mongo, se enfrentarán con monstruos prehistóricos, serpientes y tigres gigantescos y hasta con una tribu de hombres-mono. La aventura, sin embargo, irá incorporando nuevos elementos del gusto del autor, como pterodáctilos, un reino precolombino subterráneo, aviones futuristas, y, aún un poco de pasada, al aparecer el famoso uradium, una referencia a la energía atómica acompañada de una advertencia del peligro que entraña. En efecto, el príncipe Nazca entrega en un cofre el uradium a los protagonistas, advirtiéndoles: "Ésta es la piedra de la Vida y la Muerte. El que la posee se convierte en el igual de los dioses... Pero tened cuidado: ¡Puncha Taloc es un dios terrible!". Tal frase, escrita en 1944, en una época en que muy pocos sabían lo que era la energía atómica y aún menos preveían el horror de Hiroshima, resulta asombrosa, y sobrecogedora si se lee con la perspectiva histórica que tenemos hoy.
La historia, recopilada en álbum sólo treinta años después, y leída hoy en día, resulta, pese a todos sus convencionalismos y lo esquemático de sus personajes, un tebeo muy logrado y entretenido, que no sólo da una idea de lo que Jacobs iba a ser capaz de hacer, sino que prefigura muchos de los elementos de Blake y Mortimer.
AYUDANTE DE HERGÉ
El encuentro con el creador de Tintín, ese mismo año de 1944, había de tener una repercusión considerable, no sólo porque fue la puerta que le condujo a la creación de la obra que le daría la fama, sino porque el trabajo que hicieron en común ambos autores iba a sentar las bases de lo que nosotros conocemos como línea clara, en torno a la cual se movería, durante al menos los siguientes veinte años, todo el tebeo franco-belga.
Jacobs pasa a ser el primer ayudante de Hergé, colaborando con él en el remontaje y conversión al formato álbum de varias de las primeras historias de Tintín, dibujando además los fondos y coloreándolas: “Tintín en el Congo”, “Tintín en América”, “El Loto Azul” y “El cetro de Ottokar”. Igualmente, su contribución será decisiva en el resultado final de “El tesoro de Rackham el Rojo”, “Las siete bolas de cristal” y su continuación posterior, ya en la posguerra, “El templo del sol”, álbumes en los que, sobre todo en este último, los maravillosos decorados, la prodigiosa ambientación y el lujurioso color son parte esencial de la historia y contribuyen a hacer de Tintín el clásico incontestable que es en la actualidad. Historieta inédita realizada por Jacobs y Hergé bajo la firma conjunta Olav (1944, aproximadamente). Se trató de un intento de realizar historietas comerciales.
Su fructífera colaboración no se limitará al mundo de la historieta, pues realizarán juntos muchas láminas para la enciclopedia Voir et savoir, láminas sobre la historia de los medios de locomoción y del traje, dibujadas en su mayor parte por Jacobs, en las que se incluían dibujos de Tintín a cargo de Hergé. Es curiosamente aquí donde se producirá finalmente la ruptura entre ambos, al negarse Hergé a que la firma de Jacobs apareciese en las láminas, al lado de la suya... Actitud inconcebible hoy en día pero desgraciadamente por completo normal entre casi todos los grandes autores del tebeo a ambos lados del Atlántico durante la mayor parte de la historia de este medio de expresión.
Esa ruptura no supuso, sin embargo, el fin de una buena amistad, ni tampoco el de una relación profesional, que no había hecho sino empezar. Aquí conviene recordar que Jacobs acudió en ayuda de su amigo cuando, tras la Liberación, Hergé fue acusado de colaboracionista y se encontró en una delicadísima situación personal y laboral. Realizaron al alimón las primeras páginas de varias historias de aventuras con el seudónimo de Olav, pero no lograron interesar a ningún editor, por lo que quedaron sin continuación.
Es entonces cuando las aguas van volviendo a su cauce. La Liberación tiene como consecuencia el resurgimiento de las revistas de historietas tras un prolongado período de penuria y férrea censura: a la renovación de la revista Spirou se une, entre otras, la aparición de la revista Tintin, de la mano del editor Raymond Leblanc. El nuevo semanario tendrá como plato fuerte, naturalmente, al héroe de Hergé; es en sus primeros números donde se publica la esperada “El templo del Sol”, cuyo impacto visual, como ya se ha dicho, debemos en gran medida a Jacobs. De hecho, Hergé va a ser, durante veinte años, el redactor jefe de la nueva revista, que irá reuniendo un creciente grupo de colaboradores, muchos de los cuales pasarán también a formar parte de su estudio: Jacques Martin, Paul Cuvelier, Albert Weimberg, Bob de Moor, Jean Graton... Pero el primero, y acaso el más grande de todos, el primero en colaborar en la nueva revista desde su primer número, no será otro que su amigo Jacobs.
Doble página central de "Le temple du Soleil" publicada en el número 45 de Tintin (6-XI-1947). Esta secuencia con el jaguar fue eliminada de la versión en álbum.
En principio, éste propuso una historia de corte medieval, Roland le Hardi, de la que llegó a escribir el guión completo. Sin embargo, la revista ya tenía previsto un buen número de historias de época, así que nuestro hombre, pese a su pasión por la historia —que iba a sacar a relucir de todas formas, muy a menudo, en los años siguientes, como pronto veremos—, se vio obligado a buscar una alternativa, y se decantó por un relato de ciencia-ficción.
“EL SECRETO DEL ESPADÓN”
Curiosamente, la epopeya que nació con aquel histórico número uno de Tintin tenía muy poco, por no decir nada, que ver con las fantasías de Flash Gordon y El rayo U. Se publicaría al ritmo de una página por semana a lo largo de casi tres años, y había de convertirse en una de las historias míticas del tebeo franco-belga, y en todo caso en la historieta clave de la posguerra. No sólo por haber supuesto un entretenimiento apasionante en unos tiempos todavía difíciles en que las heridas de la guerra estaban aún por cicatrizar, sino porque, argumentalmente, viene a ser un reflejo, fantasioso pero muy vívido, y muy influido por el cine de la época, de la recién acabada conflagración mundial.
La historia ocurre no en un hipotético futuro, sino en el presente, esto es, al menos sobre el papel, en el de la época en que se realizó; en cualquier caso, el mundo que aparece en él es el nuestro, o casi. Arranca de forma apocalíptica con el ataque aéreo simultáneo del Imperio Amarillo, un remedo del imperio japonés recién derrotado en el mundo real, contra todos los países occidentales y su aplastante victoria y conquista del mundo en una sola noche. La victoria es tan fulgurante que los protagonistas, el capitán Blake y el profesor Mortimer, que huyen poco antes del ataque a bordo de un avión y, tras duros combates aéreos con los cazas enemigos, acaban estrellándose, lo hacen en un Oriente Medio que para entonces ya está ocupado por los ejércitos amarillos. Dicho sea de paso, los soldados y oficiales en nada se diferencian, en uniformes, armamento, ademanes ni comportamiento, de los malvados nipones que hemos visto en tantas películas americanas. Comienzo de la aventuras de Blake y Mortimer en el primer número de Tintin (1946).
Este arranque inverosímil lo es aún más visto desde nuestros días, en cuanto que el Imperio Amarillo no es otro que el del Tíbet, que el tiránico Basam Damdu tiene su capital en Lhasa, y su palacio no es sino el Potala, el hogar del Dalai Lama. Todos conocemos los prejuicios que se tenían en Occidente en aquella época sobre los asiáticos, prejuicios en los que los recién derrotados y vituperados japoneses, Fu-Manchú y todos los orientales de ojos rasgados venían a ser lo mismo; sin embargo, no deja de chocarnos que los malvados orientales de turno sean precisamente gente a posteriori con tan buena prensa como los pobres y sufridos tibetanos[2].
A lo largo de 143 páginas, probablemente una de las historias más extensas de todo el tebeo franco-belga, al menos de la época, mucho antes de que se pusieran de moda las macrosagas interminables que prolongan la aventura álbum tras álbum[3], los héroes, el profesor Philip Mortimer y el capitán Francis Blake, del Intelligence Service británico, serán perseguidos por el malvado coronel Olrik, mercenario occidental a sueldo de Basam Damdu y mano derecha de éste, que busca a toda costa apoderarse de la prodigiosa invención del primero, el avión supersónico sumergible conocido como Espadón, arma definitiva que es al mismo tiempo el último recurso de los resistentes que aún quedan del Mundo Libre —es decir, Gran Bretaña y Occidente— para derrotar al Imperio Amarillo. Tras un sinfín de peripecias trepidantes mejor hilvanadas a medida que avanza el relato —tras aquel principio un tanto improvisado, Jacobs demostró que era capaz de escribir una historia sólida y coherente—, mezcla de hazaña bélica, aventura exótica y ciencia-ficción, a lo largo y ancho del Pakistán y de Irán, nuestros héroes recalarán en una sofisticadísima base secreta británica —al parecer, lo único que subsiste de la Gran Bretaña— bajo el estrecho de Ormuz, donde a marchas forzadas construirán el famoso avión y, a punto de ser aniquilados por las tropas enemigas, lograrán ponerlo a punto por los pelos y no sólo acabarán con sus asediantes, sino que, en un ataque inmediato y fulgurante, destruirán apocalípticamente a Basam Damdu y su orgullosa capital con una bomba atómica. Acción trepidante en las páginas finales de la historia (Tintin número 31, 4-VIII-1949)
Así, de esta forma tan brutal, inaceptable, pienso, para la mentalidad del hombre de hoy, pero al parecer muy asumible, sin problemas de conciencia, para el público de la época, acaba la gran aventura y la guerra mundial versión Jacobs[4].
Destaquemos que, a excepción de Mortimer, los demás personajes importantes de la saga están extraídos, con variaciones mínimas, de El rayo U. Así, el flemático, heroico y marcial Blake no es otro que lord Calder, incluso con su bigotito rubio; el malvado Olrik es un Dagón más elegante, refinado, astuto y canallesco, y Nasir, el aguerrido servidor bengalí de Blake, una puesta al día de Adji, aún más aguerrido, pero con barba. En cuanto a Mortimer, su modelo fue el ya mencionado Van Melkebeke, en la época primer redactor jefe de Tintin.
A reseñar la aparición en “El secreto del Espadón” de un sinfín de aviones de corte futurista, empezando por el que da título a la saga, primos hermanos de aquellos que ya introdujo en las últimas páginas de El Rayo U, así como toda una parafernalia de artefactos y maquinarias vistosos y bastante plausibles, que hacen mucho más creíble la epopeya[5]. La primera página publicada en la revista se convierte en la segunda en la edición en álbum, y es redibujada por el autor.
Para acabar, añadiremos que Jacobs, al completar la historia, y poco satisfecho de las primeras dieciocho páginas, que desentonaban muchísimo con el final de la aventura, decidió redibujarlas y remontarlas, lo que redundó no sólo en una considerable mejora y en reforzar la unidad de aquélla desde el punto de vista estético, sino también narrativo. No obstante, al observar ”El secreto del Espadón” en su conjunto, se advierte la evolución experimentada por el estilo de Jacobs durante su realización: las claras influencias iniciales de Raymond, tanto en el dibujo como en la composición de la página —en un principio tres tiras idénticas cada una con tres viñetas del mismo tamaño— se irán puliendo y estilizando, aproximándose al modo de hacer conciso y sin florituras de Hergé, mientras que el esquema de tres tiras, aun conservándose hasta casi el final, se verá matizado por la inclusión progresiva de infinidad de viñetas más pequeñas, unas debajo de otras, en el espacio que antes se reservaba a una sola, haciendo el relato más denso, pues cada página pasaba a tener un mínimo de doce viñetas cuando antes no pasaba de nueve.
ESCENARIO Y PERSONAJES
Las nuevas aventuras que comenzaron inmediatamente después suponen un cierto punto de ruptura con la saga inicial, cuya última viñeta describía el comienzo de la reconstrucción de Londres, símbolo de la civilización occidental, reducida a un amasijo de ruinas. El mundo que se describe a partir de la primera viñeta de la siguiente aventura, “El misterio de la Gran Pirámide”, no es sino el nuestro, tal y como lo conocemos, un mundo más o menos ordenado en el que no se hace apenas la menor referencia a Basam Damdu y a la guerra que supuestamente ha devastado parte del planeta. Poco después, en “La marca amarilla”, ambientada en su totalidad en un Londres maravillosamente recreado por Jacobs, no hay la menor huella de la susodicha destrucción. Es cierto que se hace una brevísima referencia, muy de pasada, a la guerra, indicando discretamente, a pie de página, que hablan de la Tercera Guerra Mundial, pero esa indicación parece forzada, como un intento de dar más consistencia a la serie entera en su conjunto, ya que en la viñeta en cuestión se hace mención a las bombas de la Luftwaffe, es decir, a la auténtica guerra que Inglaterra, y la humanidad, acababan de sufrir. Obviamente, Jacobs, agotado el asunto de “El secreto del Espadón”, quiso dar otro enfoque a las historias de sus héroes, para lo cual obvió en buena medida la primera saga, que viene a ser una historia aparte de la serie. A partir de ese momento, es el mundo real el que van a pisar los protagonistas, y así va a seguir siendo. Al menos en vida de Jacobs, pues volveremos a este tema más adelante.
Con las nuevas aventuras, la personalidad de sus protagonistas, forjada en “El secreto del Espadón”, quedará definitivamente establecida, como también lo estará la de su enemigo y rival, pues Olrik, como gran villano que es, escapará —no sabemos muy bien cómo— de la destrucción de Lhasa y del Imperio Amarillo, para seguir amargando la vida a sus antagonistas.
Vistos con ojos de hoy día, pueden parecer personajes muy convencionales, muy de una pieza, y en buena medida lo son. Son héroes a la antigua usanza, como lo son las historias que protagonizaron, empezando por “El secreto del Espadón”, y la forma y el estilo con el que fueron narradas, y por ello quizás pasados de moda. Todo eso es cierto, pero no lo es menos que se trata, dentro de sus convencionalismos, de historias muy sólidas, y ellos, personajes igualmente bien construidos y con mucha fuerza.
El capitán Francis Blake es el típico y tópico militar británico, heroico, arrojado y fiel cumplidor de su deber, por la patria y por el rey —o, andando el tiempo, por la reina—, siempre dispuesto a arrostrar cualquier peligro si el deber lo requiere, con una acusada tendencia a disfrazarse de árabe o paquistaní claramente inspirada en el Kim de Kipling, sobre todo en las primeras historias de la serie. Su arrojo no le impide ser muy cuidadoso, precavido y reflexivo y estar en todo momento alerta frente a cualquier posible amenaza, lo que le ayuda, a él y a su amigo y compañero de aventuras, a salir con bien de todos los apuros en los que se ven envueltos.
El profesor Philip Mortimer, por su parte, es más temperamental que Blake, más expansivo y también más irreflexivo. No sólo es un científico genial, creador del avión fabuloso que inaugura la saga —en realidad, el único trabajo científico que ha realizado en toda la serie—, sino también un hombre de mente abierta, con una curiosidad insaciable, siempre deseoso de descubrir qué hay más allá, siempre dispuesto a desvelar misterios, lo mismo si se trata de un asunto puramente policiaco que si es un problema científico o arqueológico. Siendo como es el más humano y simpático de los dos héroes, no es nada extraño que, con el tiempo, haya ido arañando protagonismo en la serie, arrebatándoselo a Blake en algunos episodios, donde éste apenas aparece. Es precisamente la intervención de Mortimer, atraído por tal o cual asunto que despierta su atención, la que desencadena la mayoría de las veces el comienzo de la aventura, a la que antes o después se incorporará Blake, generalmente en ayuda de su amigo. Añadamos que nuestros dos héroes, al contrario que otras muchas parejas de ficción, llevan lógicamente vidas profesionales distintas y separadas, aunque compartan un apartamento en Park Lane, en Londres.
No es posible hacer una semblanza de los protagonistas de la serie sin mencionar a su archienemigo particular. Olrik es un mercenario de modales pretendidamente aristocráticos —aunque está claro que es un plebeyo, un arribista sin escrúpulos— que demostró desde el principio ser un antagonista de peso y de tanta fuerza como los héroes, y no un vulgar sicario más, ya que sirve a intereses ajenos cuando le conviene y a su manera, y actuará no pocas veces por su cuenta y riesgo. Lleno de recursos, con una habilidad y gusto por el disfraz y las dobles personalidades aún más acusados que en el caso de Blake, se rodea de una creciente cohorte de esbirros menos hábiles que él pero muy pintorescos, que le acompañarán en sus sucesivos enfrentamientos con sus sempiternos enemigos. Olrik es, en buena medida, uno de los sucesores del maquiavélico conde de Henzau de El prisionero de Zenda, con el que tiene muchos puntos en común. Uno de ellos es la relación de rivalidad y odio mutuo no desprovista de cierta admiración que mantiene con los héroes, a los que, en la mejor tradición del folletín de aventuras, no duda, cuando cree tenerlos a su merced, en contarles todos los detalles de sus malévolos planes, quizá por la necesidad de demostrarles, por un complejo de inferioridad inconfeso, que es aún más listo que ellos.
Los personajes secundarios de la serie no carecen tampoco de interés. El paquistaní Nasir, que había tenido bastante peso en la primera parte de “El secreto del Espadón”, aún, en cuanto que militar, en calidad de subordinado de Blake, su superior jerárquico, como hombre de acción lleno de recursos que salva una y otra vez a los héroes, se verá limitado en los episodios siguientes al papel de criado indio de aquéllos, y su importancia se irá reduciendo progresivamente hasta desaparecer de la serie al convertirse, con la desaparición del imperio colonial británico, en un personaje anacrónico. El inspector Kendall, de Scotland Yard; el comisario Kamal, de la policía de El Cairo, y, sobre todo, el comisario Pradier, de la Sûreté, ocuparán un puesto similar al del inspector Lestrade en Sherlock Holmes; estos esforzados representantes de la ley serán un importante punto de apoyo para nuestros héroes, pero, al mismo tiempo, serán Blake y Mortimer finalmente los que les sacarán las castañas del fuego y lograrán el triunfo de las fuerzas del bien. No hay que olvidar a los malvados, pues los hay de mucha fuerza a pesar del papel preponderante y casi sempiterno de Olrik, y entre ellos destacan los que podríamos catalogar como "sabios locos", es decir, el infame y peligrosísimo Septimus y el más frío pero no menos inquietante Miloch.
Por lo que se refiere a los personajes femeninos, no es que no cuenten, es que simplemente no existen, ni siquiera en el papel de comparsas; todo lo más, como figurantes, disimuladas entre las multitudes que llenan una estación de tren o una calle concurrida. Hay una excepción, ya muy avanzada la serie, con la dama medieval de “La trampa diabólica”, pero se trata de una intervención de apenas unas pocas páginas; de hecho, ¿cómo iba Mortimer a hacer el papel de caballero andante sin una dama a la que defender? Miento; me olvidaba de mistress Benson, la sexagenaria ama de llaves de Blake y Mortimer en Park Lane, que aparece en cierta ocasión sirviéndoles el té ¡una sola viñeta en diez álbumes y veinticinco años de aventuras! Esta casi total relegación del género femenino en la serie, notoria incluso para las historietas de aquellas latitudes y aquella época —después de todo, Tintín tenía al menos a la Castafiore, y los Pitufos a la Pitufita—, ha dado lugar, a posteriori, a muchos chistes a costa de la misoginia de los protagonistas, y a poner en tela de juicio la naturaleza de su estrecha relación personal, simbolizada en el piso que comparten en Park Lane.
LA EDAD DE ORO DE BLAKE Y MORTIMER
“El misterio de la Gran Pirámide”, comenzada a publicar en 1950, es, como queda dicho, una historia de talante muy distinto al de su antecesora. El hallazgo de un antiguo papiro arrastrará primero a Mortimer, llegado a El Cairo en calidad de arqueólogo aficionado, y luego a Blake, a una dramática aventura que los enfrenta nuevamente con Olrik, esta vez en el papel de simple gánster, en busca de la tumba del faraón Akenatón. Esta larga historia, que acabaría siendo reeditada en dos álbumes, permitirá a Jacobs dar rienda suelta a su pasión por la historia, sin que se resienta en absoluto el ritmo a veces vertiginoso de un relato donde la acción no se detiene ni un instante. Indiana Jones está muy cerca del espíritu de este relato, con la salvedad de que la epopeya de Jacobs cuenta con una apabullante autenticidad documental de la que la película de Spielberg carece. El clímax de la historia, desarrollado a lo largo de más de veinte páginas a lo largo de pasajes y cámaras secretas subterráneos en lo más profundo de la Gran Pirámide de Keops, es uno de los momentos cumbre de la historieta franco-belga de aventuras, coronado con un final antológico que muy pocas historias del género han conseguido.
De nuevo dos versiones de una misma página, la del número 13 de 1951 de la revista Tintin y la del álbum.
A partir de entonces, 1952, por imperativos editoriales, las historias serán más cortas, no superando en las dos décadas siguientes la extensión de un álbum, si bien el primero de éstos alcanzará la cifra record de 66 páginas. En cualquier caso, las historias, muy densas y repletas de acontecimientos, no sólo no pierden en interés, sino que rozan, si no alcanzan, la maestría absoluta. En este sentido, “La marca amarilla” no sólo es una obra maestra, sino que se convierte en la historia por antonomasia de Blake y Mortimer. Ambientada en la patria de los protagonistas, en un Londres calcado minuciosamente del real —con ayuda de guías turísticas de la ciudad y de numerosas fotografías realizadas por el autor— y al mismo tiempo envuelto en la bruma y el misterio, un Londres de calles y muelles oscuros donde el peligro parece acechar a la vuelta de cada esquina, nos relata la búsqueda y persecución de un misterioso criminal que mantiene aterrorizada a toda Inglaterra y en jaque a Scotland Yard. Un thriller fascinante en el que la tensión y el suspense van en aumento a medida que avanza la historia, entre investigaciones y persecuciones sobre y bajo la gran ciudad, que desemboca paulatinamente en la ciencia-ficción pura, con un tema tan sugestivo y a la vez tan desasosegante como lo es el control por medio de la tecnología del cerebro humano y la consiguiente reducción de las personas a meros robots sin mente. Esta historia ya mítica tuvo en vilo durante año y pico no, claro está, a la población británica, que no la conocía, sino a toda una generación de lectores de tebeos franceses y belgas, para la que el solo título de este relato es ya un icono incontestable de la cultura popular.
Media plancha de "La marque jaune", publicada en el número 5 de Tintin de 1954. |
“El enigma de la Atlántida”, por su parte, es el primer álbum de la serie en el que el elemento de ciencia-ficción predomina, desde su mismo comienzo, por encima de cualquier otro. En él, tras una breve referencia a los platillos volantes, tan de moda en la época, nuestros héroes descubren bajo la superficie de las islas Azores una civilización subterránea muy desarrollada que resulta ser descendiente del antiguo imperio de la Atlántida. Aquí Jacobs retoma muchos de los elementos de su Rayo U así como otros tomados prestados de Flash Gordon —¿quién con más derecho que él?—, solo que mucho mejor hilvanados e integrados en la narración: artefactos y vehículos de anticipación, edificios colosales a medio camino entre Mongo y Metrópolis —la de Fritz Lang, no la de Supermán—, trajes fantásticos salidos de los cómics americanos, con capas y adornos de la antigua Grecia, y hasta unos bárbaros que no son sino guerreros incas precolombinos, que no se entiende muy bien cómo vencen a una civilización, como la de los atlantes, mucho más evolucionada tecnológicamente. Cómo no, Olrik aparece por allí, como casi siempre, para seguir haciendo la vida imposible a Blake y Mortimer y animar una fiesta que ya de por sí estaba bastante animada sin él.
TIEMPOS MODERNOS En el número 37 de Tintin (1960) se anunciaba así la vuelta de la serie de Jacobs a la revista.
Los siguientes tres episodios tendrán un punto en común: todos ellos se desarrollan en Francia, en París y alrededores, es decir, en un terreno mucho más próximo al autor, que le permite ir a documentarse in situ y ambientar sus historias todavía más convincentemente, así como mucho más familiar —y gratificante— para el lector original de la serie, que, en consecuencia, se involucra aún más en el relato. En la primera de ellas, “S.O.S. meteoros”, de modo parecido a “La marca amarilla”, un misterio policiaco desemboca nuevamente en una trama de ciencia-ficción: en esta ocasión, una conspiración a cargo de una potencia extranjera —obviamente se trata de la Unión Soviética, aunque nunca se la mencione por su nombre— altera artificialmente el clima para facilitar una invasión militar. ¿Hace falta decir que Olrik es el jefe de los espías extranjeros que montan el tinglado? En “La trampa diabólica”, en cierto modo una continuación de la anterior, Mortimer, en solitario, realiza contra su voluntad un viaje por el tiempo que le llevará primero a la prehistoria, luego a la Edad Media y finalmente a un lejano futuro donde todavía le sobrará tiempo para derribar al tirano local del momento antes de volver a casa. Increíblemente, en esta ocasión Olrik no aparece ni por el forro; es cierto que en aquel momento estaba entre rejas, pero eso para Jacobs era una minucia: si hizo escapar a Olrik de una explosión nuclear, ¿qué problema tenía en sacarlo de la cárcel? [6]
Ya a mediados de los sesenta, “El asunto del collar” nos relata un episodio en principio poco espectacular, simplemente una nueva trama policiaca, con el robo del collar de María Antonieta, cometido, cómo no, por Olrik, a quien ya echábamos de menos; no hay esta vez parafernalia fantacientífica de por medio, pero las idas y venidas de los personajes, las aventuras y persecuciones, especialmente por las catacumbas de París —no parece existir una historia de Jacobs en la que los túneles y cavernas subterráneos, cuanto más largos los primeros y grandes las segundas mejor, no ocupen un papel preponderante—, no tienen desperdicio. Sin embargo, aun estando admirablemente narrada y dibujada, a la historia le falta algo, quizá la atmósfera única que Jacobs supo imprimir a “La marca amarilla” y que aquí no es capaz de repetir. Es una historia más moderna, con un recurso mucho menor a los reiterativos y encantadores textos de apoyo que eran su marca de fábrica, y con un estilo de dibujo más evolucionado, quizá menos personal, mucho más realista, menos línea clara que en su edad de oro, una década atrás, en la que la influencia de Hergé era manifiesta.
Portada y página de una de las últimas ediciones en álbum de este episodio de la serie.
El exotismo volverá a la serie a comienzos de los setenta con “Las tres fórmulas del profesor Sato”, ambientada en un Japón moderno poblado de amables y no tan amables japoneses muy alejados, gracias a Dios y al paso del tiempo, de los estereotipos siniestros con que se comenzó la serie, donde Mortimer habrá de vérselas con una nueva maquinación a cargo de Olrik con robots de por medio capaces de suplantar a los seres humanos. La primera parte de la historia quedará acotada a un álbum estándar de 46 páginas, lo que hace que, de alguna manera, la aventura sea un relato "menor". Luego vendría un prolongado silencio, pues, aun con el guión acabado, la historia no sería terminada y publicada hasta 1990, con dibujos de Bob de Moor, también antiguo colaborador de Hergé y autor notable y muy emblemático de la línea clara, aunque poco original, que, sin hacer un mal trabajo, no sería capaz de estar a la altura del maestro.
Éste había fallecido poco antes, en 1987, tras un prolongado, cómodo y bien merecido retiro, dejando un poco huérfanos a todos sus seguidores.
RADIOGRAFÍA DE UN AUTOR Edgar P. Jacobs en 1946.
La llamada línea clara, o Escuela de Bruselas, tiene históricamente tres pilares fundamentales. Uno de ellos es, naturalmente, Hergé, y los otros dos son sus dos ayudantes más destacados. Ayudantes que lo fueron sólo durante un tiempo, y que siguieron luego por su cuenta carreras muy fructíferas: el primero de ellos es, por supuesto, nuestro amigo Jacobs; el segundo es Jacques Martin, el creador de Alix, de quien ya hablaremos largo y tendido otro día.
Volviendo a lo que decíamos al principio, nos encontramos ante un autor y una clase de historietas aparentemente muy pasados de moda, al tipo de tebeos que leían nuestros padres, si no nuestros abuelos. Se ha dicho, y es cierto, que los tebeos envejecen muy mal, pero no lo es menos que no todos lo hacen igual. Hay tebeos del montón y hay tebeos clásicos. Un clásico es aquel cuya capacidad para hacer disfrutar con su lectura se mantiene con el paso de los años, o incluso, como el buen vino, mejora, pues el encanto que emana de sus páginas aumenta con el tiempo. Es algo parecido a lo que ocurre con muchos clásicos de la literatura; un ejemplo lo tenemos en Conan Doyle, por mencionar a un autor con muchos puntos en común con el caso que nos ocupa: la relectura de cualquier historia de Sherlock Holmes o del profesor Challenger —personaje todavía más próximo a nuestros héroes— nos sigue resultando a muchos muy gratificante, a pesar de contar ya con un siglo de antigüedad y referirse a personas y estar escrito por un autor con una mentalidad muy diferente a la nuestra. Yo creo que ése es el caso de Blake y Mortimer, al menos si el lector es capaz de hacer el mínimo esfuerzo que implica ponerse en sintonía con la obra e introducirse en el mundo que se abre en sus páginas.
Los ingredientes de ese mundo son la aventura, el misterio, la historia y la ciencia-ficción, ingredientes que no son sino los tradicionales de la línea clara, porque son los que han cultivado sus creadores, y Jacobs el que más y primero de todos. Como hemos visto, unos elementos predominan unas veces más que otros en las historias de Jacobs. La aventura es el ingrediente básico de Tintín; la historia, el de Alix; el misterio y, la mayoría de las veces, la ciencia-ficción, los de Blake y Mortimer. Por encima de todo, las historias de Jacobs plantean casi siempre un misterio, un enigma, que nuestros héroes han de resolver. Un misterio arqueológico o histórico —“El misterio de la gran Pirámide”, “El secreto de la Atlántida”—, policiaco —“La marca amarilla”, “El asunto del collar”—, científico —“S.O.S. meteoros”, “Las tres fórmulas del profesor Sato”— , que se complican y/o resuelven mediante la aventura y, la mayoría de las veces, con explicaciones fantacientíficas, si no creíbles, sí al menos muy sugerentes.
Lo primero que salta a la vista cuando se hojea cualquier álbum de la serie es su presentación, su aspecto gráfico, lo elaborado que está. El dibujo es minucioso, y cada elemento está siempre en su sitio y perfectamente construido o reproducido, tanto los personajes como su vestuario, los objetos y los fondos. Todos los ambientes rezuman autenticidad, lo mismo si es el interior del Museo Egipcio como los muelles de Londres o la campiña francesa. Los laboratorios secretos y subterráneos, las maquinarias y artefactos fantásticos, los vehículos futuristas, toda esta parafernalia resulta convincente, al menos para el lector poco ducho en cuestiones científicas. Es evidente que el autor se ha tomado su tiempo y ha invertido una cantidad enorme de horas de trabajo para conseguir una perfección gráfica y ambiental casi total. Ilustración del autor basada en el argumento de "Le secret de l'Espadon".
Leamos ahora la historia. Si el dibujo es bueno, no es menos cierto que el guión está muy trabajado y cuidado en sus menores detalles, sin dejar cabos sueltos ni los típicos olvidos o incongruencias que nos irritan en casos de guionistas tan celebrados como, por ejemplo, Charlier. Salvo quizás en el arranque de “El secreto del Espadón”, es evidente en cualquiera de las historias de Jacobs que no es el clásico tebeo que el autor ha comenzado sin tener una idea clara de su desarrollo posterior y aún menos de su final, y que saldrá mejor o peor en función del talento del guionista. Su lectura deja entrever que sabe en todo momento adónde va a ir a parar la historia. Sus relatos pueden ser considerados anticuados, démodés, incluso ingenuos —todo ello bastante discutible—, pero lo que está claro, una vez aceptadas las reglas del juego, es que son muy sólidos y elaborados. Jacobs no deja nada al azar, cada elemento de la trama está en su sitio y tiene un propósito.
El argumento típico de una historia de Blake y Mortimer arranca con un comienzo impactante que atrae la atención del lector, un comienzo que plantea un misterio, una incógnita: el robo de las joyas de la corona en “La marca amarilla”, el hallazgo del pergamino de Manetón en “El misterio de la Gran Pirámide”, las perturbaciones meteorológicas en “S.O.S. meteoros”... Luego comienza la aventura, primero de forma lenta, tranquila, generalmente como una investigación que avanza poco a poco y que va intrigando más y más al lector y se hace más intensa y emocionante página a página. El ritmo es preciso, sin altibajos; no hay lugar para el cansancio ni el aburrimiento; luego se acelera en un crescendo de acción y persecuciones que acaba culminando en un final generalmente apoteósico, tras el que viene un epílogo más o menos breve y reposado que nunca defrauda al lector. Comienzo de "L'affaire du collier".
Añadamos que se trata de historias largas, por el número de páginas y de viñetas por página, alternando la página de tres tiras con la de cuatro de un álbum al siguiente, aunque incluyendo con gran frecuencia dos viñetas, una sobre otra, en el espacio de una sola. Todo ello con una profusión de diálogos y de textos de apoyo en cantidades ingentes que pueden resultar excesivos para el lector de hoy día. Blake y Mortimer no es la historieta que puedas leerte en un rato en el sofá después de comer. No, se trata de historias largas y densas, a las que tienes que dedicar toda la tarde; exactamente igual que si te pones a ver una película. Jacobs declaró en alguna ocasión que era incapaz de contar nada en 44 páginas. Para él, los estrechos márgenes del álbum tradicional no son suficientes. Por ello, sus historias más cortas nunca han tenido menos de las 62 páginas del álbum estilo Tintín, y eso aumentando las tiras de tres a cuatro, como en “S.O.S. meteoros” o “El enigma de la Atlántida”, historias que, sobre todo la segunda, merecían sin duda los dos álbumes para un desarrollo completo.
Es posible que en realidad Edgar Jacobs nunca fuera realmente un genio, sino sólo un creador muy hábil y puntilloso capaz de escribir y reescribir una historia, de dibujar y redibujar una escena, de reelaborarla y remontarla incluso una vez acabada su publicación por entregas en revista, antes de la edición en álbum. Jacobs sólo estaba satisfecho cuando había logrado, a su juicio, un trabajo perfecto, impecable, sin aristas, pulido al milímetro. Unió a su indudable talento una conciencia profesional como pocos de sus colegas llegaron a alcanzar. Éste es probablemente el secreto de su maestría, así como la explicación de su relativamente escasa producción desarrollada a lo largo de treinta años: sólo trece álbumes, pero cada uno de ellos una obra de arte.
¿De dónde salió la inspiración para esa obra? Es evidente que no surgió de la nada. Todo autor tiene una serie de influencias detrás. En el caso de Jacobs, éstas son fundamentalmente las de sus lecturas de juventud: Alejandro Dumas, Maurice Leblanc, Gastón Leroux, Julio Verne... pero, sobre todo, Conan Doyle y H. G. Wells[7]. Y, efectivamente, las historias de nuestros dos héroes tienen muchísimo en común con las andanzas de Sherlock Holmes y Watson y con los desasosegantes relatos del creador de La máquina del tiempo: de hecho, “La trampa diabólica” es casi un remake de esta última. Por lo que a la ciencia-ficción moderna se refiere, Jacobs reconocía, un tanto azorado, en una entrevista, que la desconocía por completo, porque su trabajo con Blake y Mortimer no le dejaba tiempo para leer. Añadamos que en su bagaje cinematográfico aparecen M, el vampiro de Düsseldorf, de Fritz Lang; Tres lanceros bengalíes, y muchas películas policiacas francesas, por referirnos a los ejemplos más significativos. Ilustración de Jacobs para la serie "La guerre des mondes", novela de Wells serializada en Tintin desde su primer número.
Ya que hablamos de cine, no es ocioso comparar a Jacobs con Alfred Hitchcock, con el que tiene muchos puntos en común. En una ocasión vio una entrevista que hacían en la televisión al genio del suspense; asombrado, advirtió que el genio inglés tenía exactamente sus mismas ideas sobre el guión y el montaje. Si no recuerdo mal, fue Hitchcock el que dijo que una película debía empezar con un terremoto y luego continuar de ahí para arriba: si observamos sus películas, y las comparamos con las historias de Jacobs, es fácil encontrar estructuras narrativas similares.
Pasemos ahora a su método de trabajo, un trabajo lento, prolongado y laborioso que ha hecho de su obra lo que es, y que ha influido en muchos otros autores, especialmente los adscritos a la línea clara. Desde luego, Jacobs no era como el típico aficionado al que se le ocurre una idea y empieza, sólo con ella, a dibujar una primera página y a ver qué sale. No, lo primero que hacía nuestro hombre era escribir una sinopsis de la historia. Después, se documentaba a fondo, leyendo todo lo que caía en sus manos que le pudiera servir, reuniendo información gráfica y fotográfica, y, si era posible, viajaba al lugar donde había de desarrollarse la historia. Luego escribía el guión propiamente dicho y buscaba un título. Ahí ya podía realizar un primer montaje de la historia mezclando textos y esbozos, al que seguía un segundo, más afinado, en el que lo acomodaba al número de páginas que había de tener el álbum. A continuación redactaba el texto definitivo. Luego dibujaba los decorados donde iba a tener lugar la acción, así como los planos de los aparatos, fantásticos o no, que aparecían. Después realizaba un primer boceto de cada viñeta de la historia, y luego un segundo en el que cada personaje era colocado en su decorado correspondiente. Finalmente, hacía el dibujo definitivo a lápiz, que luego pasaba a tinta.
Para sus historias desarrolladas en Francia o Inglaterra, Jacobs fue personalmente a realizar fotografías, dibujar croquis y, sobre todo, a impregnarse de la atmósfera del lugar de la acción, para poderla plasmar de forma convincente en el tablero de dibujo. Conviene añadir que ya en 1944 se había ido con Hergé de excursión en busca de fondos para “Las siete bolas de cristal”. Para “El misterio de la gran pirámide” se buscó un contacto en El Cairo para que le facilitara información gráfica y escrita sobre el país. Para “El secreto del Espadón” se leyó primero un libro sobre el Beluchistán y luego mantuvo correspondencia con el autor para que éste le diera información suplementaria; incluso logró que le sugiriera el emplazamiento ideal de la base secreta donde transcurre buena parte de la historia. Todo esto es más meritorio tratándose de una época en que no existía internet ni los medios enormes de información con los que contamos hoy en día.
Varias muestras del inmenso trabajo de documentación al que se sometía el autor.
Para dar credibilidad a sus extrapolaciones fantacientíficas, Jacobs se basaba siempre en la realidad del momento. A partir de los conocimientos que se tenían sobre un tema dado, dejaba volar su imaginación, pero siempre sobre una base sólida, cuanto menos, verosímil para el profano. Para “El enigma de la Atlántida” se basó en las teorías existentes en aquel entonces, que consideraban como muy probable que las islas Azores, donde tiene lugar la acción, fueran lo que quedaba del mítico continente desaparecido; posteriormente, cuando los nuevos descubrimientos geográficos invalidaron tal argumento, declararía que, de haber tenido esa información en su momento, habría rehecho completamente el guión de su historia para acomodarla a la realidad.
Más madera: nuestro hombre realizaba planos de los escenarios de las aventuras, trazaba sobre ellos las idas y venidas de los personajes, se iba de excursión cronómetro en mano para calcular el recorrido del héroe y comprobar si era posible ir del pueblo tal a la estación de tren cual en equis tiempo... Para “Las tres fórmulas del profesor Sato” hizo un viaje en un avión Piper para comprobar si era posible vaciar disimuladamente el contenido de una copa de sake, como luego hace Mortimer en la historia. Hacía maquetas de aviones, barcos, submarinos, para poderlos dibujar luego fielmente desde todos los ángulos. Para realizar convincentemente al famoso profesor Sato llegó incluso a modelar su efigie en arcilla... sin tener siquiera nociones de modelado. Cada personaje de importancia, cada objeto, era esbozado una y otra vez hasta conseguir el aspecto que él deseaba. Los robots de la historia en cuestión, por ejemplo, sufrieron mil versiones y modificaciones antes de tener el aspecto con el que aparecen en el episodio. Para los aparatos, confeccionaba croquis explicativos con su hipotético funcionamiento...
Además de los mil y un bocetos previos, cada dibujo era realizado primero a lápiz en tiras de papel cebolla, todas las veces que hiciera falta, hasta conseguir dar con el tratamiento y el encuadre definitivos. Cada página, una vez pasada a tinta, debía quedar impecable. Basta ver cualquier página de cualquier álbum de Jacobs para advertir hasta qué punto está cuidada la composición de página, de una simetría casi perfecta, el equilibrio entre las diferentes formas y volúmenes, entre los bloques de texto y el dibujo, y también, muy notoriamente, entre las diferentes manchas de color.
Por lo que se refiere a los famosos textos de apoyo, que muchos consideran farragosos y reiterativos y que no hacen sino hacer más fatigosa la lectura, Jacobs los consideraba como indispensables, como una especie de "banda sonora" que subraya la acción. Como he dicho al principio, en realidad se trata de ponerse en la onda apropiada para sintonizar con esta obra. Una vez te acostumbras, adviertes que es así, que el texto, incluso cuando describe reiterativamente la misma acción que vemos en el dibujo, lo que hace es subrayar ese momento, esa misma acción; a menudo suministra información adicional que el dibujo por sí solo no es capaz de reflejar, lo que ha ocurrido inmediatamente antes y a veces inmediatamente después de lo que ocurre en la viñeta —eliminando así viñetas innecesarias—, o lo que piensan o sienten en ese momento los personajes. De hecho, viene a ser el equivalente de la voz en off que oímos en tantas películas, antiguas y modernas, que le da a la historia un tono y una dimensión peculiares que no tendrían de otra forma.
¿Y por qué no? ¿Acaso Van Hamme es un guionista superior a Charlier porque el primero no usa apenas textos de apoyo y el segundo los empleaba a mansalva? Se trata, en mi opinión, de formas diferentes pero completamente válidas, cada cual a su manera, de contar una historia, y, en nuestro caso, la forma de contar esta clase de historia. En el caso de Jacobs, igual. Lo mismo se puede decir de los diálogos: probablemente los personajes de Jacobs sean los más charlatanes de toda la historia de la historieta, y en todo caso, sus bocadillos alcanzan a veces dimensiones quijotescas. Véase a modo de ejemplo la página 55 (plancha 51) de “La marca amarilla”, probablemente la de más texto de la historia: 793 palabras en el original, con más espacio para el texto que para el dibujo. Y, sin embargo, la historia no se resiente en absoluto. Dicho sea de paso, nuestro hombre fue cualquier cosa menos un escritor torpe o aburrido: sus textos son claros, ágiles y precisos, como lo son las historias que salieron de su pluma. Sí, muchas veces teatrales y grandilocuentes, como a menudo lo eran los gestos y expresiones de sus personajes, de los actores de su ópera de papel. Pero todo ello forma parte del atractivo, del encanto especial que tenían, tienen hoy día, las historias que minuciosamente, amorosamente, escribió y dibujó y dejó a la posteridad. 793 palabras en una sola página.
A este respecto, es de lamentar que Jacobs, al contrario que otros grandes dibujantes compatriotas suyos —como Jacques Martin, como Tillieux o muchos otros, la mayoría de ellos, como argumentistas, como fabuladores, como escritores, muy por debajo de él—, optase por ser en todo momento autor completo de sus obras en vez de dedicar aunque fuese algún tiempo y esfuerzo en escribir historias para otros dibujantes. Sin duda muchos lo habríamos agradecido.
EL RETORNO DE BLAKE Y MORTIMER
Es evidente que la publicación en 1990 de “Mortimer contra Mortimer”, la largo tiempo esperada conclusión de “Sato”, no acabó con el deseo de los lectores de leer nuevas aventuras de sus héroes. Cuando Dargaud se hizo con los derechos de los personajes, buscó, naturalmente, autores que fueran capaces de sacarlos adelante. Y los encontró. Probablemente la elección no pudo ser más obvia y afortunada: el guión fue encargado a Jean van Hamme, sin duda el mejor guionista de historieta de aventuras de Europa de las últimas décadas: los rotundos éxitos de Thorgal, XIII y Largo Winch ya de por sí atestiguaban que este autor todoterreno podía ser uno de los más adecuados.
Curiosamente, en vez de tratar de poner al día a los personajes, como se ha hecho con tantos héroes clásicos de la historieta, como Buck Danny o Barbarroja, con resultados, dicho sea de paso, a veces discutibles, Van Hamme optó, no por continuar la serie a partir de donde Jacobs y Bob de Moor la dejaron, ya en los noventa, sino por retroceder a la época dorada de Blake y Mortimer, es decir a los años cincuenta. Una elección genial o, si se prefiere, una simple cuestión de sentido común, pues ¿qué sentido tendrían unos Blake y Mortimer en la actualidad? Van Hamme, o sus editores, tuvieron el acierto de comprender que esa clase de aventuras, esos personajes, serían completamente anacrónicos ambientados en el mundo actual, como lo sería Indiana Jones, o como lo eran un poco también Holmes y Watson en aquellas entrañables películas de los años cuarenta con Basil Ratbone de protagonista. ¿Alguien se imagina a nuestros héroes persiguiendo a la Marca Amarilla por las calles del Londres de Dave Cameron, Torchwood y Rod Stewart? No contentos con eso, la elección del dibujante fue también muy acertada: Ted Benoit era, pese a no haberse prodigado mucho, probablemente el mejor exponente moderno de la línea clara, hasta el punto de no parecer un dibujante contemporáneo: su estilo detallista y puntilloso, además de absolutamente retro ha hecho que su obra haya sido muy reducida, y a la vez le convertía en el candidato perfecto para suplir a Jacobs. Como colofón, Van Hamme cogió el toro por los cuernos y, nueva decisión genial, adoptó camaleónicamente la forma de narrar de Jacobs, con páginas repletas de diálogos y constantes textos de apoyo, precisamente él, que había hecho de la ausencia de éstos su divisa personal desde su irrupción en el mundo de la historieta a finales de los sesenta. Cubierta del álbum que supuso el retorno de la serie.
Cuando en 1996 aparece “El caso Francis Blake”, está claro que estamos ante una nueva historia de Edgar P. Jacobs, al estilo Jacobs, pero sin Jacobs. Sí y no, porque el relato, en guión, espíritu y dibujo, es puro Jacobs al noventa y nueve por ciento, y la trama, absorbente y apasionante, poco tiene que envidiar a los relatos clásicos del autor. Sin embargo, hay elementos novedosos: la peripecia de espionaje, que nos recuerda, y mucho, a Los 39 escalones de Hitchcock, es más seria, más realista, menos festiva si se quiere, que las aventuras clásicas de Blake y Mortimer, es decir, tiene, pese a estar ambientada en el pasado, una visión más moderna; aparecen por primera vez mujeres en papeles de peso, y los héroes, sin dejar de ser ellos mismos, los de siempre, tienen más matices, son más vulnerables, son más humanos, más personas, más creíbles y convincentes.
Parece ser que Van Hamme no tenía pensamiento más que de realizar una sola historia de los héroes de su infancia; afortunadamente para nosotros, cambió de idea. Pero, mientras, Dargaud buscó nuevos autores para la serie, y escogió a un guionista desconocido que había presentado una sinopsis bajo seudónimo. Sorprendentemente, el elegido resultó ser nada menos que el nuevo director editorial de Lombard, la antigua editora de Tintín, precisamente el mismo que había escrito el guión de una página-test para buscar ayudantes para Ted Benoit. Se puede pensar que esta anécdota es ficticia, inventada para justificar el "enchufe" de un alto cargo editorial —no olvidemos que Dargaud y Lombard son socios desde hace varias décadas, desde los tiempos de Pilote—, pero lo cierto es que la elección de Yves Sente, que hasta entonces jamás había escrito nada, aparte de circulares y memorandos, resultó un acierto tan grande o más que la de Van Hamme.
Viñetas pertenecientes a "La machination Voronov", el relevo de Sente y Juillard a Van Hamme y Benoit.
Increíblemente, la nueva historia, aparecida en el 2000, “La maquinación Voronov”, con dibujos nada menos que de André Juillard, resultó una casi obra maestra del género de aventuras y de espionaje, superior incluso a “El caso Francis Blake”, cuyos aciertos retoma, incluyendo los nuevos personajes secundarios creados por Van Hamme. Otro acierto es la introducción como enemigos a los soviéticos, o mejor dicho a una fracción de éstos, con Olrik esta vez como agente del KGB —bien mirado, no es nada extraño cuanto que está claro que la potencia extranjera para la que trabajaba en diversos episodios de Jacobs no era sino la Unión Soviética, aunque sin nombrarla—. La conspiración con la que se trata de eliminar a los líderes occidentales por medio de un letal virus extraterrestre —que nos retrotrae a La amenaza de Andrómeda—, con la visita de nuestros héroes a Moscú y la fuga de Blake de la mismísima Lublianka, está maravillosamente narrada, con un sentido del suspense y un ritmo en crescendo a la mejor tradición de Jacobs. El álbum se cierra con la noticia del lanzamiento del Sputnik, que, por un lado, sirve para finalizar la historia con una nota optimista sobre el futuro, y por el otro, contribuye a hacer ésta más realista, al convertir a los protagonistas en testigos de un acontecimiento histórico real. Señalemos de paso el notable esfuerzo de Juillard, uno de los mejores dibujantes franceses, para amoldar su estilo, de las minuciosas reconstrucciones de época a las que nos tiene acostumbrados desde Arno y Las siete vidas del Gavilán, al del maestro Jacobs, sin por ello renegar, más bien al contrario, de sus cualidades artísticas.
Si “La maquinación Voronov” supera a “El caso Francis Blake”, Van Hamme y Benoit se tomarían la revancha con “La extraña cita”, soberbia epopeya de ciencia-ficción pura, en la que se vuelve a los orígenes de la serie, para sorpresa y gratificación de los lectores. Sin ánimo de desvelar la trama para no fastidiar a los que aún no han leído el álbum, diré que aquí Van Hamme cumple probablemente uno de sus sueños de adolescencia, al retomar los elementos que dieron origen a Blake y Mortimer y jugar con ellos para crear una historia moderna, ingeniosa y trepidante, y al mismo tiempo absolutamente fiel al espíritu original de la obra, incluso más fiel que el propio Jacobs, que, como ya vimos, había relegado las implicaciones de “El secreto del Espadón” poco menos que al limbo. Plancha del siguiente episodio, "L'étrange rendez-vous", de nuevo con Van Hamme y Benoit.
La ciencia-ficción será igualmente la protagonista de “Los sarcófagos del sexto continente”, larga epopeya en dos álbumes, de nuevo con Senté y Juillard, en una absorbente trama en la que incluso los autores se atreven a contarnos, mediante un largo flashback, nada menos que la juventud de Mortimer ¡y su primer amor! Reaparece el viejo amigo Nasir, cuyo estatus aumenta al ser ahora agente de los servicios secretos hindúes, pasando, de antiguo servidor, a igual de nuestros héroes. La historia nos llevará de los años treinta a los cincuenta, de la India a la Exposición Universal de Bruselas de 1958 y de allí a la Antártida, y todavía tendrá una especie de continuación en “El santuario de Gondwana”, que nos revelará no sólo la supervivencia en tierras africanas de una antiquísima civilización de millones de años de antigüedad, sino una increíble sorpresa que afecta a Mortimer, un imaginativo tour de force que no es sino otro ejemplo más de lo que unos guionistas con talento son capaces de extraer de unos personajes clásicos de los que parecía que no se podía contar nada más.
Si Senté se consideró lo suficientemente fogueado como para desarrollar una historia en dos partes —más una secuela—, Van Hamme no se amilanó y contraatacó, esta vez sin Ted Benoit, con “La maldición de los treinta denarios”, también en dos partes, en una trama de ecos spielbergianos en la que se mezclan hallazgos arqueológicos de los tiempos de Cristo con conspiraciones nazis, historia interesante que se ve perjudicada por el baile de dibujantes que se sustituyen unos a otros, no todos a la altura del trabajo, y entre los que destaca Antoine Aubin, que emula el estilo de Jacobs con una maestría igual o superior a las de Benoit y Juillard.
El último álbum hasta ahora de Senté-Juillard será “El juramento de los cinco lores”, enrevesado relato a caballo entre el misterio y el espionaje, con la figura histórica real de Thomas Edward Lawrence —el mítico Lawrence de Arabia— de fondo, que sin embargo no acaba de resultar convincente; al final, todo acaba siendo un tanto gratuito y rebuscado. Es más, incluso el dibujo de Juillard se ve en ocasiones algo descuidado, como si estuviese perdiendo interés en el trabajo que está haciendo, y que hasta hacía poco había realizado de forma tan brillante.
Van Hamme, que paulatinamente ha ido abandonando una tras otra las series que le dieron la fama, dejó su puesto en manos del prolífico Jean Dufaux, que ha escrito el décimo álbum del revival, “La onda Séptimus”, con dibujos de Antoine Aubin, nada menos que una secuela de la mítica “La marca amarilla” con claras —y declaradas— influencias de la clásica película británica de ciencia-ficción “Quatermass”. El planteamiento y arranque, muy atractivos, no evitan que la historia pierda fuelle y acabe saliéndose de madre en su último tramo, en el que además el hasta ese momento soberbio dibujo de Aubin se degrada considerablemente al ser entintado por Étienne Schréder. El mediocre resultado final hace temer que quizás esta segunda edad dorada de Blake y Mortimer haya llegado a su fin. Portada del último álbum, hasta la fecha,
de este afortunado revival.
Si es así, será una pena, pues es difícil decidir cuál de los dos equipos, si Van Hamme-Benoit o Senté-Juillard, ha realizado un mejor trabajo, pero no cabe duda de que difícilmente Edgar P. Jacobs habría podido soñar unos sucesores más brillantes, logrando la hazaña, si no el milagro, y por partida doble, de continuar hoy día, ya en pleno siglo XXI, con las aventuras de Blake y Mortimer, con una fidelidad absoluta a su espíritu y a su estética, y al mismo tiempo con mentalidad de hombres de hoy. Es indudable, además, que este notable revival ha contribuido como nada ni nadie a la reedición y relectura, para los lectores de siempre y los nuevos que van llegando, de los viejos y antológicos álbumes de la saga.
Por mi parte, confío en que sigamos teniendo Blake y Mortimer para rato, si es que los autores actuales siguen siendo capaces de seguir sacándole partido. Ojalá pudiera decir lo mismo de otros muchos héroes de la historieta que, sin renegar para nada de las historias maravillosas que protagonizaron en el pasado, o quizá por eso mismo, debían estar durmiendo el sueño de los justos desde hace ya muchos años.
Blake y Mortimer ya ancianos, según los imaginaron Convard y Juillard en un libro de ilustraciones de homenaje a la serie.
Notas:
[1] En España pasó lo mismo, sólo que unos cuantos años después, con la saga de Tropica, y el encargado de acabar la historia sería nuestro Jesús Blasco.
[2] Curiosamente, esa imagen siniestra, tan alejada de la extendida en los decenios siguientes, a partir de la invasión china y la fuga a la India del Dalai Lama, ha tenido su reflejo en otros tebeos de la época, como es el caso de Buck Danny, donde los habitantes del Tíbet en general y los lamas en particular son descritos, aún muy avanzados los años cincuenta, como gente bárbara e incivilizada; todavía quedaba mucho para que Hergé acabara de hacer cambiar ese cliché con “Tintín en el Tíbet”.
[3] Quizás influenciado por Jacobs, Jean-Michel Charlier iniciaría esa misma tendencia en las páginas de Spirou con su Buck Danny —donde los villanos eran los japoneses, idénticos a los amarillos de Blake y Mortimer—, que, entre 1948 y 1951, vivió una historia, dividida en tres álbumes, aún más larga, totalizando más de 150 páginas, que a su vez no era sino la prolongación de una epopeya bélica comenzada mucho antes, otros tres álbumes atrás, en 1946, casi a la vez que comenzaba “El secreto del Espadón” en Tintin.
[4] Muy poco después, Buck Danny acabaría su ciclo sobre la Segunda Guerra Mundial, fin de la saga antes aludida, frivolizando alegremente sobre las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, y quedándose tan pancho. Está claro que la mentalidad ha cambiado bastante desde entonces y, al menos en este tema, para bien.
[5] Una última observación. Viéndolo de forma retrospectiva, es imposible no advertir los muchos puntos en común, quizá demasiados para ser casualidad, entre, como se ha dicho, una de las historias clave del tebeo franco-belga de la época, “El secreto del Espadón”, precisamente con una de las más importantes del tebeo español también de posguerra, “Tragedia en Oriente”, publicada muy poco antes en las páginas de Chicos: también aquí se trata de un tirano oriental que, desde las montañas del Tíbet, intenta conquistar el mundo, con la ayuda de armas fantásticas, y cuyo intento acaba, después de un baño de sangre, con un final apocalíptico, que le aniquila, junto con sus hombres y su fortaleza, sin que quede bicho viviente. Es curioso cómo dos autores diferentes, desconocedores sin duda cada cual de la obra del otro, se hayan visto influidos de forma similar no sólo por un bagaje parecido de narrativa popular, sino por el impacto del horror de la espantosa guerra que el mundo acababa de sufrir.
[6] Olrik, como todo villano fijo que se precie, vuelve a aparecer una y otra vez, redivivo, sean cuales sean las circunstancias en que le perdimos la pista la vez anterior. Pero, en honor a la verdad, rara vez le hemos dado por muerto y, si exceptuamos su regreso tras “El secreto del Espadón”, Jacobs siempre lo ha vuelto a poner en escena de forma plausible. No podemos decir lo mismo de otros villanos como Lady X, la mala titular de Buck Danny, o de Arbacés, de Alix, personajes que siempre vuelven aunque se caigan por un barranco, destruyas el submarino o el avión en el que escapan o les tires una montaña, napalm o una bomba atómica encima.
[7] Jacobs realizó en 1947, para Tintin, unas sencillamente maravillosas ilustraciones en blanco y negro, con múltiples tonalidades en gris, de La guerra de los mundos, que no sólo es una perfecta recreación de la célebre y terrorífica novela de Wells, sino el mejor homenaje que le pudiera hacer el que tanto disfrutó con su obra en sus años de juventud, y una demostración de la talla de Jacobs como ilustrador.