DE LA FASCINACIÓN A LA MISOGINIA: |
Pocos ámbitos rurales mejor documentados (y no por la feracidad de sus cultivos sino por la miseria de quienes los habitaban) que el de los empobrecidos campesinos norteamericanos en la década de los treinta del siglo pasado.
Migrant mother (Dorothea Lange, 1936). |
La administración Roosevelt contrató algunos magníficos fotógrafos de la época para registrar un impresionante archivo testimonial de los efectos de la depresión en la América profunda. Ben Shahn en Arkansas, antes de concentrarse en los detritus urbanos, Eudora Welty en su Missouri natal, Dorothea Lange entre la población de inmigrantes atraídos por los falsos reclamos de trabajo en California y el desgarrador desvalimiento de los jornaleros de Alabama con que Walker Evans ilustró la obra de su amigo James Agee, Let’s Praise Famous men, de tan sarcástico título, dejaron ejemplos inolvidables del poder de concientización social de la fotografía y todavía hoy permanecen como expresión más convincente del crack financiero del 29 que muchos tratados de economía. Durante esos duros años John Steinbeck está redactando la que sería su obra maestra, Las uvas de la ira, que se publica en 1939 y relata cómo los bancos se apoderaron de las tierras de los agricultores de Oklahoma y la epopeya de sufrimientos y hambre que vivieron esas familias en su desplazamiento hacia la mentira de un paraíso laboral al oeste del país. Reproduzcamos en la memoria, y retengámosla ahí, la tal vez más conocida instantánea de Lange, Madre emigrante, tomada en Nipomo, California, en 1936: una mujer joven pero envejecida, vestida con una chaqueta harapienta por la que asoma una camisa de cuadros, está sentada dentro de lo que parece una tienda de campaña y sujeta en su brazo izquierdo a un bebé dormido de mejillas sucias; otros dos niños algo mayores ocultan su cara tras los hombros de la madre, que apoya levemente el rostro en los dedos de la mano derecha. La mujer mira al frente pero no a la cámara, mira a un futuro sin horizonte, su expresión es seria y resignada. Reproducido mil veces, ese podría ser el icono que sintetizara la imagen de la mujer americana de campo en esa época. Tendremos ocasión de compararla con las saludables campesinas que dibujó Al Capp (o sus ayudantes) en la tira de cómics más festejada –y una de las escasas que se ubican en el medio rural– de la prensa estadounidense durante muchos años.
Anuncios promocionales de estas dos series iniciadas en 1934. | |
Si la fotografía, la literatura y el arte –recordemos las pinturas del propio Shahn o las de Jacob Lawrence– se ocuparon de apoyar al New Deal rooseveltiano con su interés por los humillados y ofendidos, los cómics, distribuidos por agencias de tinte abrumadoramente conservador o, en el mejor de los casos, apolítico, no secundaron los planes de reforma y control del presidente. Lo que no significa que no hubiera respuestas tácitas a los programas del gobierno, solo que respuestas negativas. Dos de las series más importantes de la era, Little Orphan Annie, de Harold Gray, y Dick Tracy, de Chester Gould, se oponían de manera furibunda al mensaje liberal –peligrosamente izquierdista, en su opinión– de Roosevelt. Gray pone en boca de Annie, o de su padre adoptivo, el millonario Mr. Warbucks, unos discursos tan reaccionarios como podrían ser hoy en día los del Tea Party; de hecho, leyendo ahora las tiras de Annie de los años treinta me ha sorprendido su actualidad y lo persuasivas que resultarían para ciertas mentalidades la vigorosa irracionalidad y simpleza de sus diagnósticos sociales. En cuanto al implacable detective, la violencia feroz con la que despacha a los fuera de la ley (o les vaticina su destino de cadalso) supone una reacción contra los ideólogos oficiales que explicaban la criminalidad, algún tipo de delincuencia al menos, como uno de los muchos profundos desajustes que la crisis había provocado. Pero hubo dos creadores de cómics que irrumpen a mitad de la década con una, para muchos, insuperable serie de aventuras y una insuperable serie de humor y que se identificaban plenamente con las propuestas del New Deal: me refiero a Milton Caniff y su Terry y los piratas, Al Capp y Li’l Abner (donde no se ahorrarían parodias implacables a las historietas conservadoras). Ambos fueron amigos, estrenaron sus tiras por las mismas fechas de 1934, tras años de incertidumbres y estrecheces tuvieron idénticos comienzos profesionales marcados por los titubeos, adoptaron una óptica de izquierda democrática para sus historietas, favorecieron un tipo de mujer tan atractiva como libre y a la larga evolucionaron, como el propio Steinbeck, que los admiraba, hacia un conservadurismo que los alejó tanto de sus estimulantes etapas primeras como de sus lectores.
Como sabe todo aficionado a los cómics, la serie Li’l Abner está protagonizada por una familia de hillbillies (pueblerinos o catetos sería una traducción aproximada), los Yokum, y sus amigos y vecinos, que viven en el villorrio perdido de Dogpatch. Por diversos motivos Li’l Abner ha disfrutado de escasa difusión en España; sí fue leída en varios países latinoamericanos: en México otorgaron el protagonismo, no con mal criterio, a la señora Yokum y titularon la historieta Mamá Cachimba, mientras que en Argentina se llamó Sinforoso Peloduro. En los años cuarenta y cincuenta más de 900 periódicos publicaron sus aventuras sólo en Estados Unidos. Su popularidad fue tan inmensa que cuando en 1952 Capp decidió celebrar el matrimonio del héroe y su novia Daisy Mae, la revista Life dedicó su portada a esta boda de ficción, algo insólito antes y después en la historia del famoso semanario. Paul Bowles cuenta en sus memorias, con un punto de escándalo, que una amiga y compatriota que lo visitó en Tánger apenas podía reprimir la ansiedad por leer la prensa atrasada de su país… para seguir las peripecias del pequeño Abner. Quienes por razones de edad y falta de reimpresiones de las décadas anteriores conocieron los avatares de la saga Yokum a finales de los sesenta, no pueden hacerse idea de la audacia, mordacidad y lucidez que caracterizaron unas viñetas que en esos últimos años atacaron a hippies, estudiantes progresistas y al feminismo en todas sus variantes, sobre todo al feminismo, verdadera bestia negra de Capp en su decadencia. Pero no siempre la libertad e igualdad de la mujer tuvo tan pobre predicamento entre los habitantes de Dogpatch.
Al Capp en artículos de portada de Time (6-XI-1950) y Life (31-III-1952). |
Al Capp había sufrido en carne propia el desempleo y el hambre, y de ninguna manera ignoraba la penosa situación de tantas zonas rurales, especialmente del sur. Pensemos que la primera tira de Li’l Abner aparece el 13 de agosto de 1934 y sólo el año anterior se había creado el Tennessee Valley Authority que instaló la electricidad en el área donde suponemos que se ubicaba Dogpatch. Todavía en su discurso de reelección de 1937 Roosevelt se vio obligado a subrayar que una tercera parte de la población continuaba sin vivienda, ropa ni alimentación mínimamente dignas. Pero la estrategia de Capp no consistía en la exhibición de la desgracia. Por el contrario, aunque al principio la familia Yokum carece de calzado, sus prendas están hechas jirones y salpicadas de zurcidos y su hogar es una humilde caseta de una sola habitación, Capp decidió que Dogpatch era una especie de Arcadia feliz protegida de la desdicha por la inocencia de sus personajes. No en vano el primer episodio es una variante del topos literario “menosprecio de corte y alabanza de aldea” (o una versión no reaccionaria de la españolada La ciudad no es para mí), con Abner visitando a su tía millonaria en Nueva York; el buen salvaje o el ingenuo palurdo desata sin pretenderlo todos los prejuicios y la hipocresía de sus parientes ricos.
"Menosprecio de corte y alabanza de aldea" en la primera aventura de Li'l Abner. Tiras de los días 23 a 25 de octubre de 1934. |
Mujeres de armas tomar en esta selección de tiras de Li'l Abner fechadas respectivamente: 11-VIII-1936, 3-VII-1939 y 19-IV-1941. |
La familia Yokum al completo en los años sesenta. |
El pequeño Abner enamorado en esta secuencia publicada entre el 19 y el 21 de marzo de 1951. |
Como acabo de indicar, la pasividad es la actitud más señalada en la conducta erótica de Abner y en general de todos los “machotes de sangre caliente” (pero escasa osadía sexual) de Dogpatch. Regresamos al comienzo de la serie que trazará un patrón en las relaciones entre Abner y la hermosa Daisy Mae. Los dos pasean a orillas del río, Daisy con el corazón destrozado ante la noticia del inminente viaje de Yokum junior a Nueva York, y Abner, que ha ido tras Daisy a instancias de su madre, silbando indolente mientras tira al aire una pelotita. En el momento en el que el joven anuncia que debe marcharse y dice adiós a su admiradora, ésta lo besa en la boca en un arrebato de amor desesperado provocando un acceso de ira en Abner que la persigue furioso hasta hacerse la siguiente reflexión: “Bueno, tal vez no lo haya podido evitar, ya que al fin y al cabo es una chica”. La iniciativa femenina y el pudor reticente masculino, cuando no el abierto rechazo, diseñan el esquema de sus usos amorosos que se repetirá con infinitas variaciones por lo menos hasta que Marrying Sam declare marido y mujer a los dos protagonistas.
Ya he dicho que Daisy Mae es hermosa y que su modelo no son las desfallecidas campesinas de la realidad, aunque sea igualmente pobre. Tan pobre que, una vez que abandona el raído vestido negro de las viñetas en que la conocemos, Daisy viste permanentemente una blusa de topos –no muy distinta de la modesta camisa de cuadros de la Madre de Lange— y una faldita corta. Lo que sí varía a lo largo de los años es su figura y el diseño de blusa y falda. Al principio las delicadas facciones de Daisy copiaban las de la actriz Madeleine Carroll que protagonizó dos películas británicas de Hitchcock, Los 39 escalones y Agente secreto, antes de trasladarse a Hollywood donde ornamentó unas cuantas producciones indiferentes. Daisy era estrecha de hombros, delgada y sin formas.
Capp afirmaba que "a todo americano le gusta mirar a una chica guapa", y su obra hacía fácil esa tarea. | |
Poco a poco su cuerpo se redondeó, la blusa se deslizó por unos hombros de nadadora hasta mostrar el nacimiento de unos pechos rotundos y la falda se acortó dejando “al aire el muslo bello”. Sin abandonar jamás la expresión de ingénue, el parecido con la Carroll dejó paso a otras semejanzas como Marilyn Monroe, incluso Anita Ekberg. El crítico Dave Schreiner opinaba que la evolución del físico de Daisy Mae era el barómetro de los gustos eróticos del americano medio. La colaboración de Frank Frazetta, que se hizo cargo de gran parte del dibujo de las planchas dominicales entre 1954 y 1961, fue decisiva para erotizar a Daisy Mae y todas las damiselas que asedian al monógamo Abner y su hermano quinceañero (Capp no se hacía demasiados problemas con la minoría de edad). Si en los años treinta se transigía con algunas audacias carnales en los cómics de prensa –aquella especie de deshabillé de la princesa Aura de Mongo en Flash Gordon, la espalda desnuda de Aleta en El Príncipe Valiente o las peculiares minifaldas de las piratas del aire que se pelean por el amor imposible del Phantom–, a partir de la autoimposición de un código de moralidad semejante al Hays que tanta pacatería forzó en Hollywood, las tiras de los periódicos se cuidaban mucho de no irritar la sensibilidad puritana que nunca duerme del todo en Estados Unidos y de hecho estaba bien alerta desde comienzos de la guerra fría y el conservadurismo recalcitrante de la era McCarthy. De forma que Al Capp situaba siempre sus tentaciones sicalípticas al borde del precipicio de lo prohibido, aunque tal vez los trazos caricaturescos de los personajes no femeninos quitaban relieve a lo que en otras series no se habría consentido, del mismo modo que el humor suavizaba (o camuflaba), como en Pogo de Walt Kelly, el veneno de sus dardos satíricos. El hecho es que las mujeres de Capp exhibían su cuerpo más que ninguna otra en las historietas del país, dejando a un lado las clandestinas Tijuana Bibles, y hasta mediados de los sesenta representaron de algún modo el paradigma de la belleza nacional en su versión descarada. No sorprende que los primeros nudies de Russ Meyer (The immoral mister Teas, por ejemplo) mimetizaran el erotismo de Capp e incluso trasladaran su acción a un medio rural (Lorna o Mudhouse, que desarrolla su loco argumento en la época de la Depresión), como si la dehesa fuera especialmente proclive a lo sexy.
Fragmento de tira más subida de tono de lo habitual. No se publicó en los diarios generalistas sino en la prensa militar durante la II Guerra Mundial. |
Ya he mencionado antes que las damas de ciudad también pierden la cabeza y el corazón por el amor del tanto-me-da Abner: Brenda, la aspirante a glamour girl, la millonaria Lucretia Revel, la gángster Queenie, la estudiante universitaria Noel que ayuda a su padre en fantásticos experimentos químicos, la periodista Miss Hazard o la impresionante aristócrata Appassionata Van Climax cuyo nombre no puede ser más revelador de un temperamento, y cito un poco al azar limitándome a la brillante década de los cuarenta cuando Capp no había enfatizado curvas y redondeces, o no tanto como en la década siguiente. Pero las campeonas de un erotismo espontáneo, agresivo y al mismo tiempo naïf, son
Arriba, Strange Gal en pleno Sadie Hawkins Day de 1938. Abajo, presencia de Wolf Gal en la plancha dominical del 25 de agosto de 1946. | |
las amazonas campestres que atraviesan la serie como relámpagos de deseo y de subversión de los roles del cortejo. Dejemos a un lado a la bellísima cuidadora de cerdos, indolente y nada higiénica Moonbeam McSwine, que merecería un ensayo para ella sola; aquí prefiero evocar a Strange Gal, una enfant sauvage que seduce al hijo de los Yokum no por sus obvios encantos sino porque sabe cazar, pescar y pelearse, o como dice el propio Abner, “es la chica más maravillosa que he conocido sobre todo porque no se comporta como una chica”; o Wolf Gal, una mujer-lobo de hermosura tan excepcional como su feroz sexualidad; o la adolescente Hopeful Mudd que se encapricha de Tiny Yokum hasta las lágrimas y la locura. No todos los hombres de la serie son amorosamente pasivos; aparte de los tipos brutales, como los Scraggs, abunda el espécimen donjuanesco que se encarna en actor célebre o famoso locutor de radio y que no se caracteriza por su honradez ni buenas intenciones, o, entre los honestos, millonarios que se enamoran de Daisy Mae con la misma intensidad que sus colegas femeninas lo hacen de Abner pero incurriendo en un sentimentalismo cursilón que está condenado al fracaso. Capp favorece siempre la naturalidad libertaria de sus hembras selváticas –aunque tras el matrimonio de Abner tiene buen cuidado de que permanezcan a este lado del adulterio– y la generosa exhibición de sus privilegiados físicos. Este desafío a una moral monjil se volvió contra él cuando la serie perdió sus otros elementos transgresores y lo que fue desinhibición sexual se transformó en incitación machista al voyeurismo según las observadoras feministas de la historieta. Ahora bien, las críticas más virulentas del feminismo se centraron en una de las claves del éxito masivo de Li’l Abner: la celebración del Día de Sadie Hawkins que trascendió las fronteras de las viñetas para devenir un acontecimiento nacional entre la población universitaria.
Es imposible saber si cuando Al Capp escribió su primer Sadie Hawkins Day tenía ya in mente convertirlo en una efeméride anual como Thanksgiving o las Navidades. Li’l Abner sobrepasaba apenas los tres años de vida y tal vez su creador pretendía sólo aliviar con unas cuantas carcajadas los últimos meses de 1937 que había sido un año particularmente traumático, con nada menos que 4.720 huelgas en toda la geografía del país (no es casualidad que ese mismo año el Wagner Act había legitimado la función sindical por la que tanto había luchado el proletariado americano). ¿En qué consistía el Sadie Hawkins Day? En seis viñetas que Capp repetirá, casi sin variación, noviembre tras noviembre pero nunca en la misma fecha, se nos cuenta su origen. Sadie era la hija de Hekzekiah Hawkins, uno de los primeros colonos asentados en las colinas; la muchacha poseía tan pocos atractivos que permanecía soltera cuando todas las otras chicas de su edad eran ya madres de familia. El señor Hawkins, que por lo visto era una especie de cacique regional, solucionó la soltería de su hija obligando un cierto día a todos los varones casaderos de la zona a huir despavoridos unos minutos antes de que a Sadie se le permitiera salir en su persecución y atrapar a uno de los fugitivos que entonces estaba obligado a casarse con ella. Las solteronas de Dogpatch reconocieron que el método era ideal y consiguieron instaurar anualmente esa caza y captura del hombre con fines epitalámicos. Naturalmente –o natcherly, como dicen los personajes de Capp en su delicioso inglés vulgar– el suspense se basa en los trucos que
Una muestra de la popularidad del Sadie Hawkins en los colleges americanos.
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Daisy idea cada año para pescar a su novio y los recovecos del azar por los que Abner se libra de las nupcias hasta el nefando 1952. Lo que no se podía imaginar Capp, y seguramente fue el estímulo para la reiteración de esta pintoresca caza humana, era que el episodio causó tal regocijo entre los estudiantes de colleges que decidieron reproducir por su cuenta el Sadie Hawkins Day y para 1938, según la revista Life, 201 campus universitarios celebraron ya la ocurrencia de Capp imitándola a su manera, y con el tiempo los festejos, de connotación más claramente sexual que de fines conyugales entre los jóvenes, se multiplicaron. ¿Cuál era la intención de su inventor? Por un lado se trataba de una sátira sobre la obsesión casamentera de muchas féminas americanas (reviva el lector cualquier comedia sentimental hollywoodense en la que la secuencia más “romántica” es todavía hoy el regalo del anillo de prometida); por otro, se le concedía a la mujer un papel cínicamente activo frente a la paciencia angustiosa que debe adornar a la doncella en su espera de que el pretendiente se decida a dar el paso comprometedor. Una mayoría de jóvenes de ambos sexos de la época interpretaba el Sadie Hawkins Day como saludablemente transgresor y quienes se sentían ofendidos eran los sectores conservadores. Todo –Capp, Li’l Abner, las mujeres, la sociedad americana– iba a cambiar conforme la década de los 60 [“sesenta”] fuera redescubriendo o implantando nuevos derechos y libertades tanto individuales como de determinados colectivos. En 1970 hubo voces críticas que consideraron el día de la caza del marido como insultante para el género femenino, reduccionista y grosero.
Que la individualidad de la mujer empieza por el bolsillo –Simone de Beauvoir dixit– y que ni el matrimonio ni la maternidad son indispensables para la realización plena de una mujer como ser humano, fueron algunos de los axiomas que muchas lectoras opusieron a una serie que se empecinaba en los esquemas que le habían proporcionado éxito y que, al verse cuestionada, en vez de evolucionar, insistió en los aspectos más rudimentarios del chovinismo masculino en una reacción pueril a la contra. De forma que, mientras los derechistas seguían sin leer una historieta que se les aproximaba, sus antiguos fans se sentían traicionados y los jóvenes no se reconocían en guiones cada vez más carcamales que se burlaban del pacifismo, la contracultura y, quién lo iba a decir, la libertad sexual, sin que las señoras estupendas que seguían embelleciendo las viñetas supusieran un reclamo extra cuando Playboy las ofrecía desnudas y casi a tamaño natural. Li’l Abner no se volvió más divertido sino más chabacano y amargo, como si Capp, que de niño había perdido una pierna en un accidente y había procurado eludir la manifestación de misantropía que popularmente se atribuye a los cojos, descubriese en la madurez como buenos los vicios que había dedicado su vida a censurar: el resentimiento, la incomprensión hacia las nuevas generaciones, la misoginia. ¿O siempre estuvieron ahí y el halago del público los disimuló? Eso es lo que esgrimían algunos, algunas, de sus atacantes.
Tampoco ayudó al buen nombre de Li’l Abner que sus imitadores fueran mediocres y en algún caso tomaran la obra de Capp como punto de partida para sus propias elucubraciones reaccionarias. En este sentido se lleva la palma el comic-book de Boody Rogers Babe, Darling of the Hills, hoy felizmente olvidado salvo por el rescate (como rareza) de uno de sus episodios en el nº 2 de la revista Raw. Rogers era un excelente dibujante, pionero de los comic-books y ayudante sin firma de Zack Mosley en la serie de aviación Smilin’ Jack; a mediados de los 30 había intentado vender a un syndicate su propia historieta de hillbillies, Possum Holler, y su fracaso seguramente aumentó la admiración hacia el parámetro de todos los rústicos que han poblado los cómics. Por fin en 1948 consiguió lanzar en formato revista un calco desvergonzado de Daisy Mae, Babe, campesina rubia de breve y apretado vestido rojo tan hecho jirones como los que mal abrigaban a los habitantes de Dogpatch, pero eso sí, calzada con unos zapatos de alto tacón para responder al icono clásico de la pin-up. Su aventura más divulgada, “Mistery mountain”, no tiene desperdicio como fantasía sádica masculina. Hipnotizada por el silbido de un lobo (¿?), Babe penetra en la Tierra de los Centauros donde es subastada como esclava, o para ser precisos, como montura de su comprador, el guapo centauro Pinto Pete, que le ciñe unas bridas en la boca y la cabalga, destino este de yeguas humanas que sufrían todas las féminas que se extraviaban entre aquellos crueles supervivientes de la mitología. Las mujeres vivían en establos, se alimentaban de paja y heno, y cuando estaban demasiado viejas para galopar llevando a cuestas al centauro de turno, se entregaban sus cuerpos a una fábrica de pegamento. Babe padece sevicias múltiples antes de lograr huir al otro lado de las montañas pero, ante el temor de que el relato de su extravagante cautiverio sea acogido con escepticismo, decide callarse y abandonar a su suerte a todas las compañeras que continuarán cargando en sus lomos hasta la muerte a los señores centauros. Nadie se atrevería a responsabilizar a Capp de una ficción de tan extrema y estúpida misoginia, pero sus denostadores de última hora hallarían en Li’l Abner las semillas de esas derivaciones perversas.
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Final anodino y sin despedida para una serie mítica: las últimas tira y plancha dominical de Li'l Abner, |
Li’l Abner desapareció de la prensa americana por decisión de su creador, que se negó a prolongar su agonía, en 1977; Capp moriría dos años más tarde. Las tres primeras décadas de la serie se reimprimen hoy como clásicos imprescindibles de la historia del cómic; los diez últimos años, sin embargo, nunca han vuelto a ver la luz. Recordemos esa larga etapa de esplendor que le valió al autor el apelativo del Voltaire o el Jonathan Swift de la historieta; y recordemos, prescindiendo de la involución final, que durante mucho tiempo sus mujeres fueron atractivas, resueltas y las auténticas líderes de las comunidades rurales del sur, como una voluntad de compensación o de justicia poética frente a la triste realidad.