ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO. CÓMIC CHILENO Y CONTRACULTURA (1984-1990)
HUGO HINOJOSA(Pontificia Universidad Católica de Chile)

Title:
Between the Past and the Future: Chilean Comic and Counterculture (1984-1990)
Resumen / Abstract:
El siguiente artículo intentará establecer las condiciones históricas, culturales y sociales que llevaron al establecimiento de una nueva producción de historieta en Chile durante la década de los años ochenta. La desaparición de una pujante industria, a partir de los cambios en el país derivados del establecimiento de la dictadura militar, promoverá la emergencia de nuevos procesos creativos, anclados en la autogestión y el autodidactismo. Es así como autores y autoras jóvenes alentarán la aparición de numerosas publicaciones. / The following article will attempt to establish the historical, cultural and social conditions that led to the establishment of a new comic production in Chile during the 1980s. The disappearance of a booming industry, product of the changes at the country derived from the establishment of the military dictatorship, will promote the emergence of new creative processes, related to self-management and self-learning. This is how young authors will encourage the appearance of numerous publications.
Palabras clave / Keywords:
Historieta chilena, Dictadura militar en Chile, Contracultura, Revistas de historieta chilenas, Década de los años ochenta/ Chilean Comics, Dictadura militar en Chile, Counterculture, Chilean comic magazines, 1980s

ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO

CÓMIC CHILENO Y CONTRACULTURA (1984-1990)

 

Durante los años sesenta y setenta, Chile vivió lo que se ha denominado la “edad de oro” del cómic nacional. El año 1962 marca un hito cuando Editorial Zig-Zag, una de las más relevantes de la historia editorial chilena, firma contrato con Disney para la publicación de sus revistas en el país, y posteriormente inaugura su departamento de historieta, a cargo de la escritora Elisa Serrana (una de las pocas mujeres presentes en el período de esplendor), lo cual mejora ostensiblemente las condiciones laborales y salariales de dibujantes y guionistas de la época, además de aumentar significativamente el número de publicaciones nacionales [1] .Según indica Jorge Rojas, «sus propios cálculos señalaban que en 1969 había editado 62 millones de revistas, lo que significaba unos 300 millones de lectores anuales» (Rojas, 2016: 72) [2] . Por su parte, Lord Cochrane, principal competencia de Zig-Zag, firma un convenio con King Features Syndicate, introduciendo clásicas historietas como El gato Félix, Popeye, El Príncipe Valiente o El Fantasma. Además de esto, se encuentran los esfuerzos de editores independientes, como Guido Vallejos, creador de Barrabases, quien levanta un modelo de negocios donde solo utilizaba otras empresas más grandes para efectos de distribución. Posteriormente, ante la posible quiebra de Zig-Zag, esta es adquirida por el Gobierno en febrero de 1971, convirtiéndola en Quimantú¸ con lo cual muchas de las revistas existentes siguen en circulación, pero cambian su foco por razones ideológicas, intentando contrarrestar el fuerte influjo de los medios y la cultura de masas, situación que podemos ver expuesta en textos como Para leer al Pato Donald, de Armand Mattelart y Ariel Dorfman, publicado en 1972.

Toda esta gran eclosión editorial implicó un gran nivel de producción de revistas y publicaciones en prensa y quioscos, con un alto impacto en los lectores y lectoras, que posteriormente se vería mermado ante un golpe de Estado que impone un nuevo Gobierno y nuevas formas de creación. Chile vive un proceso de desaparición y radical paralización del medio, en donde un extenso movimiento de cómics se apaga repentinamente. Tal como comenta Omar Pérez Santiago:

La editorial Quimantú fue allanada por los militares: le cambian el nombre por Gabriela Mistral, se exoneran a 800 trabajadores de los 1.600, el general (R) Diego Barros Ortiz es designado gerente general, en el año 1977 la empresa es subastada y adquirida por un empresario privado, y en 1982 las maquinarias son rematadas (Pérez, 2003).

Con una participación limitada en el mercado editorial de revistas, ocupado mayormente por publicaciones extranjeras importadas como reemplazo de las nacionales, esporádicas apariciones en medios de prensa escrita, grandes referentes nacionales desaparecidos de los quioscos [3] , y editoriales importantes dejando de lado la producción nacional, la manufactura se vio minimizada a su menor expresión y relegada al mundo del underground durante la década de los ochenta, como consecuencia directa del período de dictadura militar. Otras razones están vinculadas a un contexto de apagón cultural, debido a la persecución a intelectuales y artistas, que se vio reforzada por la creciente presencia de la televisión, acaparando el tiempo de ocio de la población. Tal como señala Jorge Rojas:

Tanto la expansión de la televisión, a lo largo de toda la década, como la crisis de 1982 [4] , que afectó profundamente las pautas de consumo de la población, terminaron por desplazar los espacios de diversión tradicionales de la familia (…) Con ello también se disolvieron los mecanismos tradicionales de circulación de publicaciones (…) En las décadas siguientes, la producción de historietas adquirió otros rasgos, más bien artesanales, con contenidos y estilos más vanguardistas (Rojas, 2016: 492).

Las obras y los autores, desplazados abruptamente del ojo público, vieron que el único camino posible para la historieta nacional se encontraba en un trabajo a pulso, casi artesanal, y mucho más vinculado al fanzine y la autogestión que a las grandes editoriales de antaño. Es esta misma condición de marginalidad la que convirtió al cómic, ya catalogado como producción ficcional de segundo orden durante décadas debido a sus relaciones históricas con los medios masivos de comunicación y el mundo de la infancia), en un medio con un potencial expresivo radical que le permite comunicar de manera directa ciertas problemáticas vedadas en otros medios más tradicionales. Ante la clásica dialéctica entre producto industrial y producto artístico, el enfoque se modifica de uno anclado al ámbito de lo comercial hacia otro autoral, alentado por los procesos de intervención, recorte y censura impuestos a los artistas y sus obras.

Este es el motivo por el que, más allá de la necesaria visión panorámica de las publicaciones de la época, a través de revisiones de las revistas editadas (con mayor o menor alcance) en el período de 1984 a 1990, me interesa discutir y hacer dialogar algunos de los aspectos que subyacen a estas obras, y que se insertan más profundamente en las características propias de la historieta contracultural. Las relaciones del cómic con la fotografía, la producción artesanal, como también algunas vinculaciones de la historieta como imagen técnica con un espacio que comienza a modificar su paradigma, serán algunos de los puntos de este ensayo.

 

Una fotografía en el tiempo

If everything there existed were continually being photographed, every photograph would become meaningless [5]

John Berger, “Understanding a photograph”

Tal como John Berger señala en su breve ensayo “Entendiendo una fotografía” —parte de su libro Selected Essays and Articles: The Look of Things, de 1972—, pareciera que el valor de una fotografía está en el gesto mismo de registrar un momento, único en su condición de transitoriedad. Pareciera ser que en esa ficción, en aquella posibilidad (paradójicamente imposible) de poder captar con el lente de una cámara fotográfica todo momento vivido o existente por un hombre o una mujer es donde se produce la anulación de la fotografía. Esta acción imposible augura el hecho de que tras toda captura fotográfica está el ojo, la decisión de quien dispara el obturador, y en esa condición propiamente humana se encuentra el valor de una imagen, en la impronta única e irrepetible de quien está tras el lente capturando el mundo. Como en aquel relato de Borges sobre el emperador chino que solicita construir un mapa del reino, la única posibilidad de mapearlo completo es construir una cartografía fuera de la escala humana, un mapa imposible que sería paradójicamente el propio reino, tan grande que oculta el sol. Es así que la idea de una fotografía total, una que pudiera capturar cada momento, en su absurda existencia se volvería carente de todo significado.

La sujeción de una imagen, la representación visual del mundo, parte por el hecho de pensarlo, no solo querer mostrarlo, sino dotarlo de sentido, y ese sentido se otorga en el momento en que escogemos un instante a capturar y no otro. La fotografía sería el medio de acceder a un sentido mayor desde el fragmento, desde la fractura que ejercemos sobre el continuo del tiempo, en una suerte de sinécdoque visual, asumiendo, como señala Flusser, que, para nuestra sociedad contemporánea, «las imágenes concentrarán los intereses existenciales de los hombres del futuro» (Flusser, 2015:27). De este modo, es que intentaremos fotografiar un momento, el de aquella tensión producida en el espacio cultural a raíz de la censura e intervención impuesta en dictadura, y que llevará a los creadores a buscar otros espacios, alternativas a su discurso. La paradoja de la metáfora fotográfica solo autoriza a recuperar algunos fragmentos que permitan reconstruir el sentido de lo realizado durante esos años, pero que también ayuden a iluminar el conjunto.

Esa misma disyuntiva se presenta en la confección de una obra gráfica como la historieta. El autor se enfrenta al dilema de narrar una historia, de buscar las diversas soluciones visuales que le permitan articular un relato coherente y sostenible para el lector. Pero esta tarea se vuelve mucho más relevante cuando hablamos de un cómic de ficción o no ficción, que pretende tantear los avatares de la sociedad y el devenir histórico. La opción de ubicar cada imagen, cada dibujo, dentro de la secuencia deliberada de viñetas asume un valor mayor en un relato que se articula a partir de la creación de un sentido sostenido en la selección visual. Esta operativa de construcción de un cómic es bastante similar a la que plantea Hayden White en Metahistoria para el trabajo del historiador. Para este, «la obra histórica representa un intento de mediar entre lo que llamaré el campo histórico, el registro histórico sin pulir, otras narraciones históricas, y un público» (White, 2014:16). Desde esta perspectiva, el autor de cómics está mediando entre lo que White denomina el campo histórico, es decir, el espacio donde transcurre la historia misma, los propios hechos históricos y el que será finalmente el lector de la obra. Aquel registro de la contingencia histórica es el que se selecciona para constituir posteriormente un tramado que dará sostén al relato. Es tarea del artista del cómic la de escoger de los hechos, en su momento histórico, cuales son las imágenes pertinentes para la constitución de su obra, y que le otorguen sentido a su propia historia, acción que impacta más aún cuando pensamos en la producción realizada en Chile durante la segunda mitad de los años ochenta.

Podríamos establecer como el momento crucial uno anterior al que es objeto de este estudio. Agosto de 1983 da lugar a la aparición de Tiro y retiro, fanzine editado en Santiago por Ola Producciones y que solo llegará a cuatro números. En palabras del autor e investigador Cristián Díaz:

El tipo de historieta que salía al mercado no dejaba contentos a los lectores que surgían con ganas de patalear contra el sistema imperante. En las universidades se comienzan a gestar los puntales del nuevo cómic chileno. La historieta alternativa nacía al alero de las ganas y el intelecto de jóvenes chilenos imbuidos por nuevas corrientes extranjeras más experimentales (Díaz, 2003).

 

Revista Tiro y Retiro nº 1 (Agosto de 1983).

Participan en esta revista nombres como Carlos Gatica, Luis Venegas y Udok, que posteriormente serán parte de otras relevantes incursiones editoriales. Es pertinente añadir a la discusión que cuando construimos relatos desde la imagen hay que comprender que se devela una disputa, y es aquella de la representación. Al igual que lo planteado por Jacques Rancière, nos enfrentamos a un reparto de lo sensible, una lucha por el espacio ocupado dentro de lo representado o visualizado. Es evidente que en lo mostrado siempre queda algo fuera, el fantasma de un objeto que existe, pero que no quiere ser revelado directamente en la imagen. De este modo, los discursos de la imagen siempre operan en una doble coyuntura: lo que está ahí, visible para el ojo, y lo que se oculta o se termina obviando. Curiosamente, tal como señala Berger, «the true content of the photograph is invisible, for it derives from a play, not with form, but with time» [6] (Berger, 1972), es decir, su discurso se halla velado no por elementos de composición, sino más bien temporales. Decidimos no el objeto, sino el momento en que queremos que ese objeto sea representado. Lo interesante estaría en lo que afirma Berger, en cuanto a que lo que varía de imagen a imagen es la intensidad con la cual somos conscientes de los polos de ausencia y presencia.

Esta sugestiva afirmación puede ser entroncada con el propio lenguaje del cómic, el cual no solo está soportado en convenciones visuales en torno a la ilustración, la composición de la viñeta, el uso (o no) del color, etc., es decir, puramente formales, sino en la cualidad central de su temporalidad: la secuencia. El cómic se sustenta en la secuencialidad que aporta el paso de una viñeta a otra (o dentro de sí misma), y que finalmente implica la decisión por parte del autor o autora en torno a lo se quiere mostrar, pero también en qué momento se está mostrando, y, desde ese punto de vista, se vuelve relevante el proceso de selección no solo de la imagen en sí misma, sino el momento histórico al cual estamos capturando a través de la viñeta.

De este modo, los jóvenes artistas de mediados de la década de los ochenta, conscientes de esta ausencia de representación para sus historias e intereses creativos, de zonas posibles en donde sus relatos e ideas puedan tener cabida, se abocan a la generación de diversos espacios de difusión de su trabajo. Su búsqueda no es solo la de un lugar de representación, aquel que ha estado ausente, sino que también de resistencia frente al flagrante apagón cultural, que los medios oficiales esconden a través del influjo de la televisión y sus ingenuos (en su forma explícita) programas de entretención.

En 1984 aparece Ariete, publicación solo lanza un número 0, pero ayuda a presentar a autores como Juan Vásquez, Marcos Esperidión y Ricardo Fuentealba, que en años posteriores han seguido desarrollando interesantes obras, no solo de creación, sino de difusión de la historieta nacional. También hace irrupción Beso Negro, uno de los fanzines más recordados de la época, con intervenciones de Udok (seudónimo de Udo Jacobsen, quien durante las últimas décadas ha llevado a cabo un trabajo más teórico en el campo de la historieta), Carlos Gatica y Luis Venegas, que ya estuvieron previamente en Tiro y Retiro. Surge también Matucana, una de las revistas de cómic más relevantes de los años ochenta.

 
Revista Ariete, nº 0 (1984).

A diferencia del mundo pictórico, en donde las pinturas son estáticas (aun cuando intenten transmitir la sensación del movimiento en la disposición de los elementos en el cuadro, o en la ejecución del trazo), sin una posibilidad de despliegue en el tiempo, el cómic obliga a la simultaneidad que se halla en la distribución de las viñetas en un panel o página. Esta simple distinción en cuanto a los recursos utilizados se vuelve esencial para comprender el valor del discurso del cómic y como éste media en las representaciones que hace del momento histórico en el cual participa. En ese sentido, no estamos presentes solo ante la selección del o los sujetos retratados (como podría suceder en una pintura o una escultura), sino también del momento, del tiempo que deviene en la propia historia, y que termina configurando de alguna forma el acontecer de los hechos. Desde esta perspectiva, al igual que la fotografía, el cómic trata con el lenguaje de los eventos, de los acontecimientos, aquellos recreados en sus páginas.

Ejemplo de esto es el análisis que Ariel Dorfman, junto a Armand Mattelart, realizan de los cómics de Disney publicados en Chile desde mediados de los sesenta y que también podemos vincular a algunas de las ideas sostenidas por Walter Benjamin en La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica. Asumiendo la contingencia política-histórica, los autores sostienen que dichas historietas dirigidas a un público infantil operan como un discurso ideológico que impone cierto modelo de comportamiento y de construcción de sociedad. Para ello, «esta narrativa, por lo tanto, es ejecutada por los adultos, que justifican sus motivos, estructura y estilo en virtud de lo que ellos piensan que es o debe ser un niño» (Dorfman y Mattelart, 1971:16). Las imágenes nunca son inocentes, y a través de sus propios mecanismos permiten hacer más o menos visible una cierta ideología que responde efectivamente a condicionantes externos a la propia obra. En ese sentido, siendo estos cómics parte de un sistema de reproducción técnica, pierden su condición aurática para someterse de lleno a los avatares de la industria y el mercado, en un proceso que tiene de todo menos ingenuidad. Siguiendo el mismo cruce entre lo planteado por Dorfman/Mattelart y Benjamin, cuando a «la más perfecta de las reproducciones le falta siempre una cosa: el aquí y ahora de la obra de arte» (Benjamin, 2012:13), no queda más que buscar otros medios para transmitir un sentido al cual ya no se puede acceder, y en esta lectura, para Dorfman y Mattelart, el proceso que se visualiza en los cómics de Disney es el de la constitución de un pasado perdido, en donde «lo imaginario infantil es la utopía pasada y futura del adulto» (Dorfman y Mattelart, 1971: 20)

Del mismo modo, en un contexto cultural coartado por la censura y la represión, los referentes ya no pueden ser los mismos que los de antaño. De esa forma, las nuevas publicaciones articulan su discurso como respuesta al impacto de los medios masivos de comunicación. Las revistas extranjeras, como las de Disney, o los éxitos infantiles de televisión como He-man o G.I. Joe (en su traspaso a las viñetas) ya no son el lugar donde el lenguaje del cómic nacional se sienta anclado. Cómo explica Manuel Jofré en un texto escrito en 1983:

Junto a la revista de historietas con un personaje característico, está sistemáticamente ahora un programa de televisión, una serie de posters (sic), usualmente álbumes de figuras para pegar, discos y cintas musicales, películas, útiles escolares, ropas de niños y niñas, objetos de recreación, etc., es decir, todo un mercado que carga a la audiencia de una cierta tensión, y luego le ofrece una solución a esa tensión, concretada en un producto marcado con una característica cultural y que usualmente llega al país a través de las transnacionales (Jofré, 1983: 41).

La nueva generación de artistas se propone una producción que dista de lo que los medios imponen como modelo. Forzada a una elaboración artesanal, los diversos fanzines y proyectos editoriales de creación propia giran el rumbo hacia temáticas más adultas y revistas que no solo contienen historietas, sino que también experimentan con la literatura (particularmente la poesía) o la música. Es evidente que la producción historietística oscilará entre un espacio que representa la marginalidad sistemática (entiéndase cultural, social o económica) y aquellos que provienen de los espacios intelectuales propios del mundo universitario. No es de extrañar que recién, con el regreso de la democracia, se comience a pensar realmente la cultura en Chile. Casos como el informe Chile está en deuda con la cultura (a inicios de 1990 aproximadamente), que promueve los fundamentos de lo que será el Fondart (Fondo Nacional para el Desarrollo Cultural y las Artes), instaurado en 1992, lograrán sentar las bases de una institucionalidad que poco a poco irá sacando las artes de la Universidad. También será a inicios de los noventa cuando se podrán desarrollar las míticas fiestas Spandex, que convocaban a los diversos grupos de disidencia corporal (góticos, new wave, punks, trans, divas travestis del teatro de la Carlina, etc.). Pero a mediados de los ochenta la situación era radicalmente diferente, por lo tanto, cada nueva publicación no solo era una apuesta artística, sino una arenga política y un riesgo personal. Será la misma época de espacios como El Trolley, de obras claves del teatro nacional como Cinema Utopía (1985), de RamonGriffero, o Hechos consumados (1981), de Juan Radrigán, y que albergará la creación de diversos proyectos editoriales de cómic.

Berger, en el primer episodio de su programa Ways of seeing / Formas de ver, del cual derivará uno de sus textos más afamados (con el mismo nombre), hace también una crítica al mundo de la historia del arte, en cuanto este enmascara las obras con un lenguaje técnico, académico, que lo vuelve poco accesible para el público. En el ejercicio contemporáneo de la reproducción de grandes obras del arte en la historia, se cruza un lenguaje que tiende a distanciar al espectador, no permitiendo acceder a su valor como obra artística. Bajo esa lógica, el cómic, en su condición de texto proveniente de la cultura de masas, logra acercar a su lector temáticas complejas, siempre y cuando mantenga un discurso que sea llano y directo. Para ello es importante, como el mismo Berger señala, conectar la experiencia visual con la propia experiencia vital del espectador (o lector, en el caso del cómic), y que es el mismo procedimiento que utiliza la fotografía: «a photograph is effective when the chosen moment which it records contains a quantum of truth which is generally applicable, which is a revealing about what is absent from the photograph as about what is present in it (…) it can be found in a expression, an action, a juxtaposition, a visual ambiguity, a configuration» [7] (Berger, 1972).

Desde esa perspectiva, hay que pensar de qué forma el cómic, en los años ochenta, pudo articular un discurso contingente y que, en el mejor de los casos, pudiera ir a contracorriente de los avatares del mercado, el consumo y el poder. En ese sentido, las diversas apuestas editoriales de la época asumieron el desafío con diferentes miradas, pero con fines similares. Asimismo, esa misma tensión en los intereses de los artistas provoca el éxito y fracaso de las variadas publicaciones, como también las constantes innovaciones en el contenido y forma de las obras realizadas. Más allá de la vinculación con el propio entorno socio-político, más allá de la denuncia y la crítica al modelo imperante, predominan relatos crípticos, experimentación y un discurso metahistorietístico que muchas veces terminaba alienando a los artistas y a sus creaciones. Al respecto es innegable observar los diversos influjos, que van desde la copia descarada al sincero homenaje de diferentes tradiciones gráficas. En el cómic chileno de los ochenta encontramos subyacentes a Zap, Robert Crumb, S. Clay Wilson, Gilbert Shelton, Love & Rockets, la movida española —con grandes revistas como Rambla, El Víbora o Totem (probablemente con la llegada de editores españoles)—, Alfonso Font, Nazario, Les Humanoïdes Associés, Metal Hurlant y su contraparte estadounidense Heavy Metal, Tardi, Moebius (quien visitará el país en 1992, dado su vínculo con el chileno Alejandro Jodorowsky), Hugo Pratt, Schuitten y tantos otros, que forjarán la forma de un cómic que busca su propia identidad.

 

El cómic chileno de los ochenta y la imagen técnica

Cuando en la década de 1930 Walter Benjamin, en su célebre ensayo La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, abrió la discusión en torno a los nuevos medios de reproducción del arte, como la fotografía o el cine, las implicaciones de este proceso todavía no podían ser completamente anticipadas. Tal como él mismo señaló, «la manera en que opera la percepción, el medio en el que se produce, depende no solo de la naturaleza humana, sino de los condicionantes históricos» (Benjamin, 2012:17), lo cual se vuelve problemático al revisar el desarrollo histórico del cómic, el cual ha sido constantemente vinculado (y relegado) al espacio de los medios masivos de comunicación, pero también a la idea original de un trabajo manual del artista visual, que lo engarza a una tradición previa, más ligado a una noción “aurática” del arte. En ese sentido, tal como afirma Canclini, el cómic (y el grafiti) funciona como «lugares de intersección entre lo visual y lo literario, lo culto y lo popular, acercan lo artesanal a la producción industrial y la circulación masiva» (García Canclini, 1990:314). Ahora, este hecho acentúa el impacto directo en la forma en que las historietas se produjeron, asumiendo la producción más tradicional de historieta, y derivando en la cada vez mayor presencia de la figura del “original”, lo que podría emparentarse al proceso que describe a mediados de siglo Walter Benjamin, es decir, la historieta chilena de mediados de los ochenta intentó recuperar el “aura” de su obra artística. Para ello, renunció en parte al esquema de mercado imperante del pasado y buscó nuevas vías de producción y difusión, además de poner sus ojos en otros temas, formas y públicos.

Durante 1984, los cómics comienzan a alternar en los fanzines y revistas fuera del circuito comercial junto otras expresiones artísticas como el ensayo, los textos poéticos o la fotografía. Asumiendo las condiciones de precariedad material y presupuestaria, los distintos autores buscan sus espacios, aunque sea a costa de malas impresiones (fotocopias o mecanografías), pero que son suplidas con innovaciones formales y temáticas. Ejemplo de esto son fanzines como La castaña, que en sus inicios acoge a dibujantes como Martín Cáceres o el ya fallecido Eduardo de la Barra, célebre ilustrador conocido por su participación en la segunda etapa de Topaze o sus historias pícaras en el diario La cuarta y la revista erótica 100%. Este primer período, entre 1983 y 1986, podríamos denominarlo como de transición, pero ya será el fin de los años ochenta el espacio de una producción renovada y asumida en el underground como lugar de batalla. Al respecto, Cristián Díaz, en relación a la etapa 1987-1995, indica: «veteranos y noveles comparten las ganas de recuperar el tiempo perdido, siendo el gran defecto de esta eclosión el ímpetu con que se manejó la experiencia editorial» (Díaz, 2004).

Para Díaz, la ansiedad por reconstruir los espacios perdidos durante la dictadura lleva a la salida apresurada de revistas y obras poco cuidadas, y en las que los autores vuelven su discurso en algo monótono, buscando el destape y la polémica a través de lo político y lo sexual, lo cual incidirá en la constitución de una mala imagen del cómic. Es una etapa en la que el autodidactismo será la norma, y pocos dibujantes de la vieja escuela participarán como guías para los más jóvenes. Entre ellos podemos destacar a Themo Lobos, uno de los grandes iconos del cómic chileno, quien llevó a Mampato al lugar que ocupa actualmente, y principalmente Máximo Carvajal, artista sobresaliente, quien puede ser considerado el gran eslabón entre una generación forjada durante los años sesenta y la que se inició a mediados de los ochenta.

Siguiendo a Benjamin, «la reproducción mecánica saca al objeto reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las copias, la presencia única queda sustituida por la presencia masiva» (Benjamin, 2012: 16), lo que en términos de la situación actual del cómic implica la masificación de los contenidos, pero la pérdida del carácter de original y la abundancia de copias. En ese sentido, es interesante también comprender cómo en el cambio de paradigma del arte, hacia uno de reproducción y serialización, se manifiesta la modificación de las formas de creación. Para Benjamin, la imagen del pintor se ancla en la totalidad, mientras que en la del camarógrafo del cine se establece a partir del fragmento que es recompuesto bajo nuevas leyes, operatoria que podríamos asimilar a la del dibujante de cómic, quien compone la página como si de fotogramas se tratara, buscando un ritmo en la secuencia de viñetas, pero esencialmente un sentido inducido a través del montaje. Desde esta perspectiva, para este nuevo cómic, pensado desde una contracultura, quizá sea más pertinente el cruce con el trabajo de Flusser y su noción de “imágenes técnicas”, aquellas en donde «ya no experimentamos, conocemos y valorizamos el mundo gracias a las líneas escritas, sino a las superficies imaginadas» (2015: 29).

Ahora, no hay que perder de vista que, tal como señala Benjamin, «si el criterio de autenticidad deja de ser relevante, toda la función del arte queda trastocada. En lugar de basarse en el ritual, pasa a tener otro fundamento: la política» (Benjamin 2012: 22). Esta transformación es esencial, dado que se sitúa en el ámbito de la representación, de las condiciones sociales que se imponen a la obra para mostrar algo o no. Superada una dimensión cultural de la obra de arte, pasamos a un régimen de visibilidad, donde el valor expositivo se sobrepone al valor cultual. Es ahí que podríamos reconfigurar nuestra posición frente al operar de la historieta en la contemporaneidad, en la cual, del mismo modo que indica Flusser: «Toda imagen producida se inserta necesariamente en la corriente de las imágenes de determinada sociedad, porque toda imagen es el resultado de la codificación simbólica fundada sobre un código establecido. (…) La imagen desligada de la tradición sería indescifrable, sería “ruido”. (…) Toda imagen contribuye a que la visión del mundo de la sociedad se altere» (2015: 36).

 
Nota en la revista Ercilla (Enero de 1987), p. 26.

El año 1987 podemos considerarlo como el de la primera explosión o alteración. Páginas de prensa, en medios como El Mercurio o la revista Ercilla, hablan de la “fuerza” y “renacimiento” del cómic en Chile. Beso Negro integra a nombres que se volverán referentes, como Lautaro Parra, además de su impronta irónica, que anuncia su portada con contenidos de «komijs, mussix y poe-cia». Por su parte, Matucana cambia su formato transformándose a una revista de 56 páginas en blanco y negro y portada a color, donde podemos encontrar relatos de Lautaro Parra, Clamton, Marco Esperidión, Ricardo Fuentealba y Juan Vásquez, además de la presencia de autores extranjeros como Miguelanxo Prado, ampliando sus contenidos con literatura, ensayos, fotografías, revisiones de la escena cultural, entre otros.

Terminando el año, hace aparición la recordada Ácido, literatura de elevación, con un (habitual en las publicaciones de la época) número 0. Vemos la presencia de los ya conocidos Esperidión y Vásquez, Udok y Lautaro, junto a nuevos autores que serán importantes para el período, como Gonzalo Martínez (quien realiza la icónica portada), Nena y Karto, además de consagrados como Máximo Carvajal. La revista se concentrará en un público maduro, que busca nuevos contenidos e historias, y es por esto que a las historias se suman artículos. Además de cómics, aparecen interesantes secciones como Cuadro a cuadro y De tinta y hueso, que revisan parte de la historia y el lenguaje del cómic.

 
Revista Acido nº 1 (1988).

 

Un cambio del paradigma

La modificación de un paradigma afirmado en el logos a uno anclado en la imagen provee de sugerentes posibilidades al estudio del cómic. Primero deberíamos comprender qué entendemos por un estado de intermedialidad. La intermedialidad, para Silvestra Mariniello, podría entenderse como «un nuevo paradigma que permite com­prender las condiciones materiales y técnicas de transmisión y de archivo de la experiencia en el pasado como en el presente» (64). Un ejemplo muy interesante de este proceso intermedial podemos encontrarlo en obras como Here, de Richard McGuire, donde el montaje de las viñetas permite alternar simultáneamente tiempo pasado, presente y futuro, en la experiencia de diversos sujetos. Si las condiciones técnicas y materiales del cómic han ido variando, ¿cómo podemos comprenderlo en un espacio intermedial? La pregunta se vuelve relevante, pensando en el desarrollo de un cómic como el que se planteó a través de sus páginas durante los ochenta, pero se encuentra situado en una sociedad donde «el mundo es visto como efervescencia discontinua de imágenes, el arte como fast-food (…) esta cultura prêt-à-penser permite des-pensar los acontecimientos históricos sin preocuparse por entenderlos» (García Canclini, 1990: 285).

Uno de los aspectos interesantes de esta intermedialidad es la idea de que es un síntoma y, a la vez, un signo de los tiempos, es decir, es producido por su momento, pero también lo explica. Esta cualidad particular podría ser extrapolada a la tendencia presente en el cómic chileno de los años ochenta, el cual mostró un interés creciente y sostenido por su contexto histórico y social, y que irrumpió como un síntoma, una necesidad (con cierto carácter de aparente urgencia) de contarnos, de construir nuevos relatos sobre aquellos eventos que parecían no haber quedado inscritos adecuadamente en su propia historia, pero a su vez, esta mirada a su realidad se construyó y explicó a través del propio lenguaje visual de la historieta, en un ejercicio que, al igual que la écfrasis, se torna anacrónico. Como afirma Canclini, «el posmodernismo no es un estilo sino la copresencia tumultuosa de todos, el lugar donde los capítulos de la historia del arte y del folclor se cruzan entre sí y con las nuevas tecnologías culturales» (García Canclini, 1990:307). Por lo tanto, el nuevo avatar de los tiempos impactó en el desarrollo del lenguaje del cómic, que para este mismo autor pudo «generar nuevos órdenes y técnicas narrativos, mediante la combinación original de tiempo e imágenes en un relato de cuadros discontinuos, contribuyó a mostrar la potencialidad visual de la escritura y el dramatismo que puede condensarse en imágenes estáticas» (García Canclini, 1990:316). En ese sentido, el concepto de intermedialidad, pensando desde la lógica texto-visual del cómic, «parece poder suministrar señales en el camino de la renovación de la literacy (…) lleva el análisis fuera del campo lingüístico y lite­rario» (Mariniello, 2009: 75).

Si el cómic chileno pudo ir actualizando sus formas y técnicas, mutó a un espacio altamente intermedial, aquel que Silvestre Mariniello entiende como «el espacio híbrido donde el discurso se abre a lo visible y la visualidad se convierte en discursiva» (Mariniello, 2009: 78). Las diversas obras publicadas manifestaron un deseo latente por mediar con su propia realidad , vincularse con la sociedad y con la experiencia del lector. Es así que estos cómics funcionaron (y funcionan) como verdaderos espejos, reflejos invertidos de su propio contexto histórico, de aquello que a veces se niega a ser mediado.

Ya 1988 prosigue la publicación de Ácido, aunque solo llegará al número 3, lo que le bastó para transformarse en una revista icónica, en la cual participó parte del grupo más selecto de artistas del cómic nacional emergente. A los ya nombrados se suman autores como Martín Cáceres, Mauricio Salfate (Yo-Yo) o el gran pionero de la ciencia ficción en Chile, Hugo Correa, quien aporta con un cuento ilustrado por su hijo Francisco Correa. Mientras en Valparaíso hace su debut el fanzine Thrash Comics, creado por Jucca, en donde hace aparición uno de los personajes clave del cómic underground nacional: Anarko. La obra sitúa a sus personajes en un contexto de violencia y marginalidad en donde punks, thrashers y pungas [8] , deambulan acosados por la policía, y con acidez retratan la sociedad que los margina.

Mientras Matucana sigue avanzando, hace irrupción otra de las grandes revistas del período, Bandido. Dirigida por Javier Ferreras Licci, “Ferre” (quien luego fundará la editorial Visuales, una de las más activas en la actualidad), aparece primero como suplemento de la revista Orientación, como una forma de llegar más rápido a los kioscos. Sus páginas incluirán material nacional, pero ampliará su contenido con artículos de cine y de la escena del cómic nacional, manteniéndose hasta los años noventa. Por sus diferentes números pasaron grandes nombres como Máximo Carvajal, Mario Igor, el “Príncipe negro”, probablemente uno de los mejores dibujantes nacionales, con una trayectoria consagrada que ya venía desde la “edad de oro”. Además encontramos otros noveles (y no tanto) como Yo-Yo, Juan Vásquez, Roberto Alfaro, Fyto, el talentoso Pato González, Jucca, Karto, Udok, Martín Cáceres, Gonzalo Martínez, Vicente Plaza (Vicho), Félix Vega (quien luego se consagraría en el exterior con su serie Juan Buscamares), entre otros, junto a obras de autores emeblemáticos como Moebius o Enki Bilal.

 
Revista Trauko nº 1 (1988).

Finalmente, 1988 marca la aparición de Trauko, probablemente la revista más recordada de la época. Fundada por Pedro Bueno y Antonio Arroyo, dos españoles radicados en Chile, junto a la argentina Inés Bagú, Trauko marca una etapa clave en la producción nacional de historieta, y en ella intentan romper algunos esquemas propios de la sociedad del momento, que los llevará a diversos altercados, como también expresiones de apoyo. Nuevos artistas y obras hacen su aparición en la revista, como Martín Ramírez, creador de Checho López—historieta de corte humorístico que a través de su protagonista retrata a la clase media con problemas del país—, Hiza, Karto y su recordada Kiky Bananas—uno de los pocos personajes femeninos protagónicos de nuestra historia (no es de extrañar en un medio mayoritariamente masculino)—, Huevo Díaz, Marcela Trujillo (quien luego se transformará en Maliki), autora que en sus diversas publicaciones se ha transformado en un figura clave del cómic de autor nacional, siempre desde una perspectiva profundamente femenina, y que ha marcado escuela para toda una generación de autoras actuales. También se añaden trabajos de Lautaro Parra—quien desarrolla su clásico personaje Blondi—, Clamton, Vicho y otros grandes nombres del cómic nacional [9] .

La historia de la revista no estuvo exenta de sonadas polémicas e incidentes, ocasionados por la posición provocadora y contestaría de sus cómics y secciones. Entre estos contamos el retraso del número 16, debido al atentado incendiario a la imprenta Tamarcos, que funcionaba en ese momento como su impresora, así como la situación más recordada, derivada de la publicación del número 19. En este, la historieta titulada “Noche Güena”, protagonizada por Afrod y Ziaco, personajes creados por el guionista Huevo Díaz y la dibujante Marcela Trujillo, nos muestra una versión en clave satírica del nacimiento de Jesús, que generó una gran discusión en torno a los contenidos de las revistas de historieta en Chile. Como resultado del reclamo público, la siguiente edición terminó siendo requisada, viviendo uno de los pocos casos de censura del cómic chileno. Asimismo, los editores fueron declarados reos (en una pena de prisión que fue modificada por firma mensual durante un año), sumado esto a multas en dinero a la revista, pero también amplias muestras de apoyo por parte de lectores, como de artistas de otros ámbitos. Tal como explica Cristián Díaz, «el clima inquisidor no mermó las ganas de seguir publicando, y la revista recibió el apoyo de sus lectores y varios grupos rupturistas, pero el daño ya estaba hecho y la historieta se asoció a sexo y violencia» (Díaz, 2004), aunque si lo vemos desde las declaraciones de intención inicial postuladas por sus fundadores, se había cumplido el objetivo de la publicación.

 
Revista Asteroide nº 1 (1988).

Los dos años siguientes verán la aparición de nuevas publicaciones como Alacrán, Historietas de la Gran Aventura, y Asteroide, Historietas de Fantasía y Ciencia Ficción, ambas de Editora Condell, S.A. Dedicadas a géneros clásicos, las dos revistas aprovechan un período de revitalización de las historietas, potenciado principalmente por publicaciones extranjeras. Es curioso que autores como Jucca, en reediciones posteriores de Anarko, denuncie que este es el momento en que el medio comienza un proceso de comercialización masiva. Aun así, es inevitable que emerjan propuestas alternativas que vayan a contracorriente, tales como Barrio Sur, fanzine creado por Christiano, en donde hace aparición otro de los grandes personajes marginales de nuestra historieta nacional, Pato Lliro, el cual se hará muy conocido a inicios de los noventa. Otros fanzines, como Cloaca, revista de los hermanos Peña junto a Kobal y Kampf, y Kagaziki, creada por Cristián Díaz y Mauricio Cifuentes, surgen del llamado a concurso de la revista Trauko.

         
Revista El cuete nº 1 (1989).           Revista Beso negro nº 7 (1990).

Otras publicaciones de este último período, previo al regreso a la democracia, serán El Cuete, lo Peor del Chilean Cómic, dirigida por Patricio Zamora; Catalejo, Cómic Made in Valparaíso, revista de la quinta región que tuvo entre sus editores a Ariel Pereira, Jucca y Marcelo Novoa, reunidos como Centro de Investigación y Artes Visuales. También aparece Pichikata, fanzine creado por el artista Asterisko, que en su primera edición integra una nota a los Políticos Muertos, mítica banda punk chilena, uno de los símbolos de la contracultura nacional. Finalmente, 1990 recibe a Beso Negro con una polémica portada, en donde una mujer lame el rostro de un bebe, y un preservativo paródico (una bolsa de helado) es entregado como regalo extra. Significativa de este número es la versión apócrifa de Condorito, en la que el icónico personaje y sus amigos se ven envueltos en historias que involucran drogas, problemas sexuales, represión del Estado y mucha violencia, y que ejemplifica esa tensión constante de los nuevos autores con las obras clásicas del medio nacional, en un péndulo persistente entre la reverencia y el aborrecimiento. Indicador de esto es el caso de Matucana, que inicia su último período manteniendo su línea editorial habitual de cómics, junto a la presencia de otras disciplinas artísticas. Su sofisticación fue su propio enemigo, dado que los contenidos literarios que querían llevar la revista a otro nivel no comulgaron con el público tradicional de cómic. La tensión entre industria y arte volvió a aparecer y solo logró resistir seis nuevos números. También fue corta la vida del resto.

       
Revista Matucana nº 3, primera época (1987).         Revista Matucana nº 1, segunda época (1990).

El advenimiento de cambios importantes en el país con el triunfo del no en el plebiscito de 1988 y el término de la dictadura militar también tendrán un cierto impacto en el cómic nacional. Reaparecerá la tradicional revista de humor político Topaze (en esta ocasión a través de un diario de circulación nacional), como intentando tomarles el pulso a los nuevos tiempos, pero mientras tanto las revistas surgidas en plenos años ochenta desaparecerán del mapa. Matucana desaparece en 1990, Trauko lanza su último número, 38, en 1991, mientras que Bandido llegará hasta 1994. Algunos de sus autores seguirán produciendo en el transcurso de los años, como Gonzalo Martínez, Juan Vásquez o Maliki, pero la mayoría dejará los lápices y las viñetas. La urgencia de crear, de decir algo cuando no se podía, mutó en silencio, y la efervescencia y creatividad de sus publicaciones quedó como una fotografía imperfecta de una época, donde las páginas de historieta efectivamente eran más que simples dibujos, instrumentos de oposición con aires de juventud.

 

Bibliografía

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BERGER, J. (1972): "Understanding a Photograph", enSelected Essays and Articles: The Look of Things, Penguin.

DÍAZ CASTRO, C. E. (2003): “La historieta en Chile7”, en Revista latinoamericana de estudios sobre la historieta, vol. 3, nº. 12 pp. 251-260.

———————— (2004): “La historieta en Chile 8”, en Revista latinoamericana de estudios sobre la historieta, vol 4, no. 14, pp. 106-128.

DORFMAN, A., y MATTELART, A. (1971): Para leer el pato Donald. Valparaíso, Eds. Universitarias de Valparaiso.

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GARCÍA CANCLINI, N. (1990): Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México, editorial Grijalbo.

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WHITE, H. (2014): Metahistoria. México, FCE.

 

 
 
NOTAS

[1] Cercanas a la treintena de títulos, encontramos algunas de las revistas más recordadas y queridas del cómic nacional, en variedad de registros y géneros: Jungla (1967-1971), El Jinete fantasma (1965-1971), El intocable (1966-1971), El siniestro Dr. Mortis 1967-1971), 007 James Bond (1968-1971, primero adaptando las novelas de Ian Fleming y luego con guiones originales), Rocket (1965-1966), entre otras.

[2] Esto es posible gracias a que muchas de las revistas eran publicadas también en el extranjero.

[3] Los años 1978 y 1979 marcan el término de Mampato yBarrabases, respectivamente. Ya en 1974 la mítica El siniestro Dr. Mortis deja de ser publicada.

[4] Este aspecto puede comprenderse como de gran importancia para lo que será el desarrollo de una historieta de “resistencia” cultural. La crisis económica de 1982 rompe con el mito de desarrollo y ordenamiento del país incentivado por la junta militar y, posteriormente, la dictadura de Augusto Pinochet. Los movimientos de oposición, que permanecieron más bien en la clandestinidad, a causa de la brutal persecución y represión desarrollada por el Gobierno, encuentran una respuesta más masiva en la propia población, que ahora no ve con los mismos ojos al régimen. Es así que el contexto, de ahí en adelante, acentúe la creación de espacios de disidencia cultural, que veremos reflejada en algunas de las publicaciones durante los ochenta.

[5]«Si todo lo que hay allí fuera fotografiado continuamente, cada fotografía carecería de sentido».

[6] «El verdadero contenido de la fotografía es invisible, ya que deriva de un juego, no con la forma, sino con el tiempo».

[7] «Una fotografía es efectiva cuando el momento elegido que registra contiene un grado de verdad que generalmente es aplicable, y que es revelador acerca de lo que está ausente tanto como presente en ella (…) esto puede ser encontrado en una expresión, una acción, una yuxtaposición, una ambigüedad visual, una configuración».

[8] Pungas hace referencia a sujetos de sectores sociales más vulnerables socioeconómicamente y que ejercen principalmente la delincuencia como modo de sobrevivencia. Actualmente el concepto ha mutado a la expresión “flaites”.

[9] La relevancia de esta revista ha llevado a ediciones de homenaje, como la lanzada en 2009 para su aniversario número 21, así como recopilaciones de material de sus principales autores, como Vicho, Lautaro o Karto.

Creación de la ficha (2018): Félix López · Revisión de Claudio Aguilera, Kiko Sáez, Alejandro Capelo, Manuel Barrero y Félix López.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Hugo Hinojosa (2018): "Entre el pasado y el futuro. Cómic chileno y contracultura (1984-1990)", en Tebeosfera, tercera época, 8 (23-IX-2018). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 14/XII/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/entre_el_pasado_y_el_futuro._comic_chileno_y_contracultura_1984-1990.html