LA ERA SHOWA Y EL GRUPO DEL 24: LAS MANGAKAS DE LA MODERNIDAD
DIEGO SALGADO

Title:
The Shōwa Era and the Group of 24: the mangakas of modernity
Resumen / Abstract:
En el periodo comprendido entre la Segunda Guerra Mundial y finales de los años setenta del siglo pasado, el manga adquiere la dimensión creativa e industrial por la que es reconocido en la actualidad. En esa puesta en valor de la historieta japonesa juega un papel clave la irrupción de autoras. Tras el conflicto bélico, hacen tímido acto de aparición, con Machiko Hasegawa y Masako Watanabe como figuras más relevantes. A finales de los años sesenta, son tantas y con inquietudes tan similares como para hablar de todo un movimiento: el Grupo del 24, que introduce en el manga shōjo —enfocado en la lectora adolescente— atrevimientos formales y argumentales que elevan la condición artística del medio a cotas inéditas hasta entonces. / In the period between World War II and late 1970s, manga acquires the creative and industrial dimension for which it is recognized today. In this enhancement of the japanese comic plays a key role the irruption of female authors. They begin to appear after the war, with Machiko Hasegawa and Masako Watanabe as most important names. At late 1960s, they are so many and their concerns are so similar that they are perceived as a collective, The Magnificent 49'ers: artists like Moto Hagio and Keiko Takemiya contribute to shōjo manga —focused on young female readers— with formal and thematic boldness that take the medium to unprecedented artistic depth.
Palabras clave / Keywords:
Shojo, Modernidad, Era Showa, Machiko Hasegawa, Masako Watanabe, Osamu Tezuka, Moto Hagio, Hideko Mizuno, Keiko Takemiya, Riyoko Ikeda, Yumiko Oshima, Grupo del 24, Estudios sobre manga/ Shojo, Modernidad, Era Showa, Machiko Hasegawa, Masako Watanabe, Osamu Tezuka, Moto Hagio, Hideko Mizuno, Keiko Takemiya, Riyoko Ikeda, Yumiko Oshima, Year 24 Group, Texts about manga

LA ERA SHŌWA Y EL GRUPO DEL 24: LAS MANGAKAS DE LA MODERNIDAD

 

«He leído siempre historietas destinadas a los chicos, así que soy muy consciente de su interés. Pero, si me das a elegir entre una historieta para chicos y otra para chicas, escogeré la segunda, porque la siento más cercana a mi sensibilidad».

Moto Hagio (Thorn, 2010)

 

 

I.

El final de la Segunda Guerra Mundial trae aparejada la configuración del manga, tal y como se entiende hoy dicha forma de cómic. La nueva isla del tesoro (Shin Takarajima, 1947), de Osamu Tezuka, ejemplifica una serie de mutaciones que tienen que ver tanto con los argumentos y las formas de las historietas, como con el paradigma social e industrial en que son dibujadas. La mujer japonesa sigue confinada durante un tiempo a lo doméstico, y el ejercicio del manga aún se estima poco respetable para cualquiera. No obstante, el medio se beneficia del auge impetuoso de la cultura audiovisual propiciado por la victoria bélica estadounidense —en origen, la propia palabra manga apela a ilustraciones indisciplinadas, indiscriminadas—, así como de lo barato de su producción y consumo en un periodo de carestía económica. Una circunstancia, por otra parte, idónea para que florezcan, como había sucedido ya en el periodo Edo tardío (mediados del siglo XIX), las kashibonya, librerías de alquiler, cuyo volumen de negocio es tal que vale la pena editar manga específico para ellas: el akahon manga, tomos de portadas rojizas y abundantes contenidos que se prestan al lector por cinco yenes y en los que hicieron fortuna autores como Kazuo Umezu (1936-), uno de los mangaka de terror más famosos de todos los tiempos (Thorn, 2010).

 

Mientras, la participación de la mujer en el manga se impone de manera tan lenta como inexorable. En base a las necesidades acuciantes de un sector editorial en expansión con asiento principal en Osaka, y a cambios progresivos de costumbres auspiciados por la constitución que entra en vigor en el Japón ocupado de 1947: su artículo 24, debido a la activista y comisaria artística norteamericana Beate Sirota Gordon (1923-2012), consagra la igualdad jurídica plena entre hombre y mujer, el derecho al matrimonio por mutuo acuerdo y sin interferencias familiares, y el derecho de las mujeres al divorcio, la propiedad y la herencia. Entre las guionistas y las dibujantes —labor reunida sin problemas en una sola persona— pioneras en ese nuevo marco destaca Machiko Hasegawa (1920-1992), autora de títulos como Sazae-san, Eperon Obasan y Ijiwaru Basan, que hacen de ella un nombre fundamental del manga producido en la posguerra.

 

II.

La vida y trayectoria de Hasegawa ejemplifica las contradicciones y ambigüedades características de la Era Showa (1926-1989), el Japón de la modernidad, que adquiere identidad plena tras la Segunda Guerra Mundial y rompe en los años ochenta contra las orillas de lo posmoderno. Nacida en Taku, localidad sita en la prefectura de Saga, Hasegawa dibuja ya con dos años y coloca con apenas dieciocho su primera historieta, Tanuki no Omen (1938), en la revista mensual Shojo Club. Se forja como dibujante y animadora siguiendo las enseñanzas de Suiho Tagawa (1899-1999) —artífice de Norakuro— y colaborando con la rama propagandística de la Asociación de Apoyo al Régimen Imperial, el Taisei Yokusankai, entidad parafascista fundada en 1940 por el primer ministro japonés Fumimaro Konoe (Robertson, 2017: 69), para la que crea cabeceras como Yokusan'ikka Yamato-ke. También participa en la elaboración de la serie animada de quince episodios Yamato-San, que se reformula como libro en 1942.

Cuatro años más tarde empieza a aparecer en el Yukan Fukunichi, diario vespertino local publicado en la región costera de Kyushu, donde había sido evacuada la familia de Hasegawa durante la guerra, Sazae-san, una tira cómica vertical de cuatro viñetas, dibujadas en línea clara y blanco y negro —yonkoma manga—, que reflejan la cotidianidad de la joven que le da título. Sazae Fuguta, de carácter atolondrado, jovial y desenvuelto —en los años sesenta, el personaje y su madre participan en los movimientos para la liberación de la mujer (Lee, 2000: 187)— es el núcleo de un clan que abarca tres generaciones: la de sus padres, Fune y Namihei; la que integran ella misma, sus hermanos Katsuo y Wakame, y su marido Masuo; y la siguiente, encarnada en su hijo Tarao. Frente a los nombres propios de los personajes en Yamato-San, de resonancias nacionalistas, los que conforman el universo de Sazae-san apelan al imaginario del océano: alga, bote, concha, atún… Es una forma sencilla de dejar patente el argumento costumbrista de Sazae-san, el flujo primario de la existencia, no exento de rasgos tiernos y satíricos: el día a día de Sazae y los suyos es partícipe del debate entre las tradiciones férreas y las transformaciones aceleradas que tiene lugar en la sociedad durante los casi treinta años —hasta el retiro en 1974 de Hasegawa— en que se publica Sazae-san, de enorme popularidad a partir de su salto a las páginas de uno de los periódicos más importantes de Japón, Asahi Shimbun, en 1949.

Sazae San, de Machiko Hasegawa

El ascendiente cultural de Sazae-san para varias generaciones de japoneses se ha ido amplificando aún más con la recopilación de las tiras cómicas en volúmenes de ventas extraordinarias, su adaptación a otros medios en forma de dramatizaciones radiofónicas, hasta tres películas, y un anime semanal de media hora que, emitido por Fuji Television los domingos por la mañana, permanece en antena sin interrupciones desde febrero de 1969 hasta hoy, lo que hace del programa uno de los más longevos en la historia de la televisión. Se da la circunstancia de que, a pesar de comenzar su tema musical de cabecera con las líneas «un gato callejero robó el pescado / la alegre Sazae lo persigue descalza», que dan cuenta del talante inconformista y desinhibido de la protagonista, la serie animada ha sido criticada por rebajar sustancialmente con el tiempo los elementos de sátira social y feminismo presentes en las tiras originales (Strusiewicz, 2017).

Ningún otro trabajo de Hasegawa tuvo tanto impacto como Sazae-san —véase su influencia en el célebre Shin-chan (1990-2010), de Yoshito Usui— aunque otra tira cómica, Ijiwaru Ba-san, publicada entre 1966 y 1971 en la edición dominical del diario Mainichi, resulta asimismo significativa. Su protagonista es una anciana cabezota, gruñona y maniática que simboliza la resistencia del Japón tradicional a ceder el paso a una juventud tanto o más soliviantada en aquel momento histórico que la europea. A Hasegawa se debe además, entre otros mangas, Nakayoshi Techou (1940-1951), sobre la amistad de tres estudiantes, que se publicó seriado en prensa a lo largo de dos períodos, uno previo y otro posterior a la Segunda Guerra Mundial; y Apron Oba-san (1957-1965), retrato coral de los huéspedes alojados fugaz o permanentemente en una pensión.

 

III.

Hasegawa no fue la única autora que inició sus actividades profesionales terminado el conflicto bélico con Estados Unidos. De Setsuko Akamatsu apenas se sabe nada —ni siquiera su fecha de nacimiento—, más allá de su matrimonio con otro historietista sin renombre, Kazuma Maki. Toshiko Ueda (1917-2008), que usó varios pseudónimos, y a quien se redescubrió gracias al manga biográfico de Motoka Murakami Fuichin Saiken! (2015), aprende el oficio a partir de 1935 bajo la tutela de Katsuji Matsumoto (1904–1986), responsable de obras tan precursoras como Nazo no kurobaa (1934) y Kurukuru Kurumi-chan (1938-1940, 1949-1954). Ueda se revela una alumna aventajada de Matsumoto con Boku-chan (1951-1958), Bonko-chan (1955-1961) y, en especial, Fuichin-san (1957-1962), en la que recrea con humor, ternura y trazos muy frescos experiencias vividas en Manchuria durante periodos considerables de su vida. Ueda estará en activo casi hasta su fallecimiento, publicando en la revista femenina Ashita no Tomo la historieta costumbrista Ako Baachan (1973-2002).

Por otro lado, Masako Watanabe (1929-) es considerada durante su etapa de actividad creativa más plena, los años sesenta, la mangaka en términos estrictos —es decir, firmante de historietas de una cierta extensión, frente al formato de las tiras cómicas—, más popular de la época (Masami, 2005: 59), aunque en la actualidad pocos de sus trabajos tengan la difusión adecuada. Debuta como ilustradora en 1949 con el fin de sufragar la vida junto a su marido, Rukuro Watanabe —aún estudiante y, con posterioridad, ceramista—. Deslumbrada por los revolucionarios modos cinemáticos de Osaku Tezuka y con el acicate del nacimiento de su primer hijo, Watanabe aborda el ámbito del manga con Shokoshi (1953), adaptación de la novela infantil de Frances Hodgson Burnett El pequeño Lord (1885), que pretende publicar, sin otras historietas de acompañamiento y en un único tomo —tankōbon—, en un sello que quiebra con Shokoshi a las puertas de imprenta (Masami, 2015: 146).

La experiencia es, pese a todo, valiosa para Watanabe. Constituye la primera de sus varias adaptaciones literarias al shōjo manga, la historieta consagrada por el estratificado panorama editorial japonés a las lectoras adolescentes (Moliné, 2011). Hasta entonces, el shōjo manga, volcado en lo emocional, las relaciones familiares y sentimentales, y los lances folletinescos, había sido patrimonio de mangakas hombres, que habían reiterado en el género todo tipo de estereotipos sobre la mujer, amén de abordarlo con ánimo utilitarista —son los casos de Leiji Matsumoto (1938-) o Tetsuya Chiba (1939-)—, como carta de presentación en el mercado más clara que la que podía procurar el abarrotado shonen manga o manga para chicos (Masami, 2009: 5).

A Watanabe le corresponde por tanto el honor, con títulos como Suama-chan (1952), Yamabiko (1957) y Shiawase no Kane (1958), de ser una de las primeras autoras en hacer del shōjo manga un territorio donde plasmar inquietudes fidedignas en primera persona, que sirven además como reflejo a las de las lectoras. A ello contribuyen su enorme capacidad de trabajo y su talento como dibujante —no precisa de bocetos—, así como su sofisticación del registro: apuesta por historias de terror y suspense deudoras de su afición al cine y de su interés por las dualidades psicológicas y los dobles físicos, y por una elegancia gráfica y una paleta de colores muy personal que rompen con la austeridad y las tonalidades primarias vigentes en el medio (Masami, 2015: 145).

Series como Kinpeibai (1993-), adaptación de la saga literaria Shinpen Kinpeibai, escrita por Kyokutei Bakin (1767-1848) y publicada en treinta y ocho fascículos impresos entre 1831 y 1847 —versión a su vez de la novela Flor de Ciruelo en Vasito de Oro (1610), del autor chino Lanling Xiaoxiao Sheng—, dan cuenta del giro de Watanabe desde finales de los años setenta al subgénero del redisu-josei, manga con carga erótica para lectoras entre los veinte y los treinta años. A pesar de este cambio de perspectiva, Watanabe ha sido fiel a lo largo de toda su carrera a un mismo principio: el de «retratar a las mujeres como seres humanos complejos, dignas de afecto incluso cuando encarnan un papel de villanas que me gusta relativizar» (Masami, 2015: 151).

Kinpeibai (1995), de Masako Watanabe

 

IV.

Miyako Maki (1935-) ostenta un perfil diferente al que comparten otras compañeras de generación. Su familia posee una librería y distribuidora en Osaka, y crece rodeada de libros y muy consciente del valor cultural del dibujo y la ilustración. Una de sus preocupaciones será hacer del shōjo manga un género realista y respetable, que trascienda el culebrón y evidencie las dificultades y los infortunios que se viven en el Japón de posguerra. Sus primeras obras —Hahakoi Waltz (1957), sobre una bailarina de ballet, y Maki no Kuchibue (1960)— ya se distinguen por el refinamiento en sus líneas. Una vez casada con el también mangaka y animador Leiji Matsumoto (1938-) —creador de Space Battleship Yamato (1974-1975)—, experimenta, en títulos que firman a cuatro manos como Gin no Kinoko (1961), con la pintura y la fotografía. Desde finales de los años sesenta, Maki se dedica a la gekiga —novela gráfica— para mujeres adultas, con Mashukobanka (1968) y Seiza no Onna (1972) entre sus hitos. En 1986 completa Genji Monogatari, versión de la monumental novela homónima escrita en el siglo XI por Murasaki Shikibu, que le procura el prestigioso galardón Shogakukan al “Mejor Manga del Año”. Significativamente, varias de sus historietas son adaptadas, no al formato del anime, sino al de las series televisivas de imagen real. Además, la estilizada protagonista de Maki no Kuchibue es la semilla de Licca-chan, una muñeca tan exitosa en Japón como Barbie en Estados Unidos.

Por su parte, trabajos como Mary Lou (1965), su mayor éxito, Lemon & Cherry (1966) y Sumire Sakesake (1975) hacen que se considere a Yoshiko Nishitani (1943-) una de las fundadoras en el seno del shōjo manga del romance cotidiano y de instituto, en el que tiende a implicar a adolescentes con temperamentos complejos. Licenciada en derecho, Nishitani se vuelca en el manga alentada por los logros de Jiro Tsunoda (1936-), Yoshiharu Tsuge (1937-) y Hideko Mizuno (1939-) —de quien hablaremos en breve—, y su visión es decisiva para superar las convenciones sobre la mujer y los ambientes en que se desarrollan sus aventuras, presas aún entonces del ornamento, la influencia de Occidente y el anhelo por el bienestar material. En cuanto a Chieko Hosokawa (1935-), puede que sea la dibujante menos innovadora de este grupo de mangakas, ya que le costó un tiempo depurar su técnica (Ito, 2008: 40). Ello no es obstáculo para que, desde la aparición de su ópera prima, la historia breve Kurenai no Bara (1958), sea en los años sesenta y setenta una máquina de generar best seller. Sagas en algún caso tan longevas como Oke no Monsho (1976-), centrada en Carol, una estudiante norteamericana de egiptología que, debido a una maldición inmemorial, acaba conviviendo con faraones. La estrategia del viaje a épocas pasadas, empleada ya en Maboroshi no hanayome (1972) y Kuroi Bishou (1974), constituirá una de las razones de la popularidad de Hosokawa: le permite, entre otras cosas, confrontar a sus protagonistas, chicas estereotípicas de su presente, con otras culturas y miradas sobre la mujer. El viaje en el tiempo devendrá una narrativa socorrida del shōjo manga.

 

V.

Hideko Mizuno es la última gran autora del shōjo manga posterior a la Segunda Guerra Mundial. Muchas de sus historietas también son difíciles de recuperar, y más aún a partir de sus originales:

No me gustaba que se extraviaran mis planchas, pero ocurría a menudo en las redacciones caóticas de las publicaciones semanales, a no ser que se pensase en dar salida más tarde a los episodios como historias completas en un tomo, lo que todavía era excepcional. Pedía continuamente que me devolvieran los dibujos una vez publicados, pero era raro que lo hicieran. Además, cuando los recibía, habían modificado los colores o recortado figuras para usarlas en anuncios de próximas publicaciones. ¡Empecé a dibujar en revistas a mediados de los años cincuenta, y la primera vez que vi una de esas historias —a las que no era raro, lógicamente, que les faltasen páginas— recopilada en un libro, fue en 1968! (Masami, 2015: 164).

Nacida en la prefectura de Shimonoseki, Mizuno se muda con solo quince años al Tokiwa-so, el mítico complejo de apartamentos de Tokio —derruido en 1982— que sirve como base creativa de operaciones a muchos mangakas del momento, como Osamu Tezuka, para el que trabaja como asistente. El estreno profesional de Mizuno es Akakke Kouma Pony (1955), un western que protagoniza una chica, como ella misma, con atributos de chico, que publica Shojo Club; ello supone resucitar la figura incómoda del tomboy u otenba, predominante en las etapas tempranas del shojo manga (Holmberg, 2014). Los cómics posteriores de Mizuno insisten en trastocar de manera más o menos velada la programación femenina y costumbrista del shojo manga, empleando en numerosas ocasiones como inspiración soterrada o explícita el cine de Hollywood (Shamoon, 2017: 69): Hoshi no Tategoto (1960) narra una historia trágica de amor entre una diosa y un humano que bebe de la mitología nórdica. Shiroi Troika (1963), serializado en la revista recién nacida Magaretto —posteriormente Margaret—, es un ambicioso fresco histórico que Mizuno ubica en la Rusia de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Honey Honey no Suteki na Bouken (1968-), versionado como anime en 1981, comienza en la Viena de 1907 y salta después a París, Nueva York y Londres en la estela de una huérfana, Honey Honey, y un ladrón de joyas, Phoenix, perseguidos incansablemente por los codiciosos aspirantes a la mano de una princesa cuya joya más preciada se halla accidentalmente en posesión de nuestros protagonistas.

El melodrama Fire! (1969-1971), publicado por entregas en otra afamada revista para chicas, Seventeen, es quizá la obra más reputada de Mizuno. Cede el protagonismo a un hombre, hace gala de un vistoso grafismo pop que abraza lo simbólico, su ambientación es absolutamente contemporánea, y se permite todo tipo de excesos amorales con la excusa de que su desenlace es ejemplarizante: Aaron Browning, joven estrella del rock contracultural cincelado según los rasgos del músico Scott Walker (1943-), vivirá un breve lapso de felicidad desenfrenada entre su infancia disfuncional y su descenso a la locura. No es de extrañar que, de todas las mangakas de la posguerra, Hideko Mizuno, para colmo madre soltera desde 1973, sea la que más ascendiente ejerce sobre el Grupo del 24 (24-nen gumi), que empieza a hacerse notar en el universo del manga.

Ilustración de Hideko Mizuno

 

VI.

Las autoras repasadas hasta ahora se acogen a las dos primeras etapas del manga moderno: la que cubre la redefinición y consolidación del medio durante la posguerra, entre 1945 y 1958, donde imperan las revistas mensuales y el akahon manga; y una segunda fase, los años sesenta, en que el manga llega a su apogeo y priman en el mercado las revistas semanales y los mangas para chicos, chicas y hombres adultos (seinen manga). El puente hacia la tercera y última época, la década de los setenta, en que el manga ya no entiende de moldes expresivos y se produce una normalización y diversificación sin marcha atrás, lo tienden entre otros artistas el llamado Grupo del 24, que reúne a mujeres nacidas en torno al año 24 del periodo Showa, es decir, 1949; por ello, el ensayismo anglosajón las nombrará como The Magnificent Forty-Niners.

Estas mangakas carecen de la inocencia de sus predecesoras. No dan forma de modo inconsciente a la historieta nipona, sino que la han disfrutado como lectoras: aplauden sus logros y reflexionan sobre sus limitaciones. Además, entre los sesenta y los setenta Japón se ve sacudido por la crisis de la modernidad: por una reacción virulenta, comparable a la de otros países desarrollados, contra la cultura del vertiginoso desarrollismo económico, la sociedad de masas, la masificación educativa y urbana y una política oficial de alineamiento con los intereses de Occidente.El culmen de ese descontento son las huelgas estudiantiles de 1967, 1968 y 1969, que llevan al cerrojazo provisional de las universidades del país. Los jóvenes airados, abundantes a causa del estallido de la natalidad posterior a la Segunda Guerra Mundial, encuentran en el manga un interlocutor privilegiado para sus inquietudes, y la industria se encarga de responder a ella cubriendo con tácticas muy organizadas y progresivas un sector muy amplio de público. La generación de los baby boomers japoneses es la primera que continuará leyendo historietas una vez superada la adolescencia, y sus sectores más radicalizados se apropian de sus personajes e iconografías para hacer de ellos sus colores de guerra: los terroristas del Ejército Rojo proclaman leer manga a todas horas y, cuando en marzo de 1970 secuestran un avión, equiparan el espíritu que les anima al del boxeador protagonista de Tomorrow's Joe (1968-1973), el manga de Asao Takamori y Tetsuya Chiba (Eiji, 2015: 16).

 

VII.

Las mujeres, que no lo tienen fácil en las parcelas más conservadoras de la sociedad japonesa, tampoco son una prioridad para los hombres de la revolución y el underground. Al menos, hasta 1970, en que las jóvenes se rebelan por fin tanto contra el ostracismo en que las han sumido sus compañeros activistas, como contra la oleada de abortos a que han de someterse como consecuencia del desenfreno sexual posterior al ocaso de la agitación estudiantil (Eiji, 2015: 19). Para ellas, la lectura de manga realizado por chicas de su misma edad, incluso cuando opta por el escapismo, representa un acto de inspiración y empoderamiento. Las mujeres del Grupo del 24, como ponen de manifiesto sus cómics y sus vidas, están lejos en todo caso de ser conformistas.

A nivel profesional, diluyen los contornos del shōjo manga al hacer del género un espacio de exploración creativa al que aportan un enaltecimiento visual de las interioridades de los personajes, el genderqueer a la hora de describirlos, cuestiones existenciales y filosóficas, imaginarios épicos —aventura, ciencia ficción—, y la introducción de subgéneros como la novela de formación o el shonen-ai/yaoi, las historias de amor homosexual entre chicos, relegadas anteriormente a las trincheras del dojinshi: el fanzine, la autoedición, el fanfiction. Y, a nivel personal, establecen unos lazos de sororidad que incluye la exploración de su propia sexualidad; Moto Hagio (1949-) y Keiko Takemiya (1950-), parte del núcleo duro del Grupo del 24, comparten durante un par de años domicilio a las afueras de Tokio.

Su apartamento, y el de una vecina amante de los cómics, Norie Masuyama, se convierten en el Oizumigakuen, un centro neurálgico para que aspirantes a mangakas establezcan contactos, intercambien ideas y den forma a proyectos, como rememorará Takemiya en Shonen no Na wa Gilbert (2016). Pronto, nombres como los de Yasuko Aoike (1948-), Riyoko Ikeda (1947-), Toshie Kihara (1948-), Minori Kimura (1949-), Yumiko Oshima (1947-), Nanaeko Sasaya (1950-) y Ryoko Yamagishi (1947-) son asociados con mayor o menor fundamento al Grupo del 24, que cabe entender en puridad como una comunión de anhelos y sensibilidades felizmente imbricadas en una maquinaría editorial implacable y ciclópea que exige de los artistas, sobre todo, talento, productividad, y una actitud sacrificada.

 

VIII.

La más conocida de ese puñado de autoras a nivel internacional es Moto Hagio. Nace en la localidad minera de Ohmuta y dibuja desde la infancia, pese a la oposición de su madre, que no tiene ni tendrá en alta estima el arte de la historieta (Masami, 2015: 208). La niña presta especial atención a los trazos de Miyako Maki, Masako Watanabe y Tetsuya Chiba, y lee también con avidez a Ray Bradbury, Hermann Hesse, Isaac Asimov y Frances Hodgson Burnett. Desde su adolescencia tiene claro que quiere dedicarse al manga, a lo que contribuyen su disfrute de Shinsengumi (Osamu Tezuka, 1966) y los manuales de dibujo de Shotaro Ishinomori (1938-1998). A los veinte años entra en el circuito profesional con la historieta breve Lulu to Mimi (1969), que aparece en la revista mensual Nakayoshi, hoy todavía en circulación. Otra historia corta, Juichigatsu no Gimunajiumu, inspirada por el filme de Jean Delannoy Les amitiés particulières (Las amistades particulares, 1964) —crónica de la atracción entre dos alumnos de un colegio religioso—, desemboca en uno de sus clásicos, Toma no Shinzo (1974-1975), sobre un estudiante que se suicida y su enamorado.

Tanto en dicho manga como en Poe no Ichizoku (1972-1976), shōjo manga histórico y fantástico que abarca dos siglos en las no-vidas de un clan de vampiros, Hagio preludia rasgos que la definirán a largo plazo como artista: su preferencia por pocas viñetas en cada página, a fin de sustituir el dinamismo típico del manga por la intensidad atmosférica y dramática; la alienación de sus protagonistas respecto de familia y constructos sociales; y, en relación con lo anterior, su facilidad para conseguir que los personajes delaten sin palabras, en base a expresiones y gestualidad, los pensamientos y las emociones que les atenazan. Todo ello se percibe con mayor claridad en 11-nin Iru! (¿Quién es el 11º pasajero?, 1975) y su secuela, Higashi no Chihei, Nishi no Towa (1976), la odisea de varios cadetes espaciales, entre ellos un alienígena plurisexual, que caen en la amnesia y la paranoia durante la prueba decisiva para su graduación en la Universidad Estelar; y en Meshu (1980-1984), con la que se adentra en las extensiones desmesuradas —en esta ocasión, más de setecientas páginas estructuradas en dieciocho fragmentos narrativos— para contar cómo un adolescente trata de asesinar a su padre como represalia por no saber sido amado en la infancia.

Ilustración de Moto Hagio.

Más de mil páginas alcanza Maajinaru (Marginal, 1985-1987), otra epopeya de ciencia ficción, ahora sobre la Tierra postapocalíptica de 2999, en la que no existen mujeres mientras que los hombres, gestados por una misteriosa Madre con la facultad de regenerarse, fallecen alrededor de los treinta años. En esa tesitura, un hermafrodita, Kira, puede constituir la única esperanza para la humanidad… La siguiente obra de gran envergadura de Hagio, con más de tres mil páginas, es Zankokuna Kami ga Shihai Suru (1993-2001). La historia, como Meshu, de un adolescente taciturno y resentido hacia sus progenitores —aquí, hasta el punto de haber orquestado la muerte de su madre y de un padrastro maltratador— que entabla una relación tormentosa con su hermanastro.

Hagio consigue con ella el primer Premio Cultural Osamu Tezuka. Con Barbara Ikai (2002-2005), se autolimita a menos de seiscientas páginas, enriquecidas sin embargo con una estructura compleja en torno a una niña a la que se le descubren en el estómago los corazones de sus padres, y cuyos sueños recurrentes sobre el futuro lo configuran. El manga de largo recorrido más reciente de Hagio es Ouhi Margot, ficción sobre la peculiar regente francesa Margarita de Valois (1553-1615), que inició su publicación en la revista Monthly You en 2012. Ese mismo año, se convierte en la primera mujer mangaka en ganar por sus méritos artísticos la Medalla de Honor con distintivo púrpura otorgada por el gobierno japonés.

 

IX.

Dos años después, en 2014, Keiko Takemiya es merecedora de la misma distinción, tanto por su desempeño como guionista y dibujante —se la tiene por una de las narradoras más diestras del medio— como por su entrega apasionada a partir de los años noventa a la enseñanza y la divulgación del manga y su aceptación en el ámbito académico. Suya es la reciente iniciativa Genga, merced a la cual se ha emprendido la preservación de manga con valor histórico o en mal estado de conservación, así como la elaboración de reproducciones de alta calidad para su consulta o exposición (Masami, 2015: 201). El amor por la historieta de Takemiya se remonta también a la infancia: a pesar de nacer y criarse en la distante región de Shikoku, en el extremo sur de Japón, desde edad temprana colabora en publicaciones de aficionados y participa en concursos organizados por revistas.

En 1968, Kokonotsu no yujo, publicada en la revista COM —creada por Osamu Tezuka el año previo—, y Ringo no Tsumi, aparecida en Margaret, son sus primeros pasos remunerados. Consciente de que su formación como mangaka es autodidacta, y de que solo la práctica continuada de la profesión mejorará su técnica y le procurará una reputación y la confianza de los editores, Takemiya persiste con las historias cortas; algunas, tan renombradas como Bessatsu Shojo Komikku (1970), para muchos el primer ejemplo de shonen-ai fuera de los circuitos dojinshi o underground. Esta es, además, un borrador de su shōjo manga más reputado, capaz de dividir en dos la historia del género: Kaze to Ki no Uta (1976-1984), traducible como La balada del viento y los árboles. Obra similar en varios aspectos a Toma no Shinzo, de Moto Hagio, aborda la esquinada relación entre dos chicos internos a finales del siglo XIX en una escuela de la Provenza. A lo largo de un relato que culmina en tragedia, Takemiya se abandona a todo tipo de cavilaciones sobre el abandono, la naturaleza del mal, las esperanzas depositadas en el amor, y la posibilidad de superar lo que nos ha marcado en la infancia. Todo ello con un envoltorio en el que homosexualidad, pederastia, o drogadicción son plasmados con una explicitud que hace más perturbador un estilo suntuoso y elegante.

A Takemiya le costó nueve años que Kaze to Ki no Uta se publicase como ella deseaba, sin censuras ni subterfugios de ningún tipo, y su impacto popular demostró que había sabido comprender el zeitgeist de la época mejor que sus editores. En vez de continuar ese camino, la autora cambia de tercio en su siguiente trabajo de importancia, Tera e…, manga para chicos publicado entre 1977 y 1980 en la revista Gekkan Manga Shonen; una distopía sobre un futuro remoto en el que la humanidad se ha dejado sojuzgar voluntariamente por inteligencias artificiales a fin de limitar los estragos que nuestra especie causa al medio ambiente. Un joven de rasgos andróginos, Jomy, escapa a ese condicionamiento y une fuerzas con un grupo de mutantes evolucionados para luchar contra lo establecido. La obra, clara alegoría acerca de la superación de programaciones sociales, es el primer manga ganador del prestigioso reconocimiento Seiun a la “Mejor Literatura de Ciencia Ficción de la Temporada”. Aún más, Takemiya obtiene por Kaze to Ki no Uta y Tera e… los respectivos premios Shogakukan al “Mejor shōjo manga” y el “Mejor shonen manga” de 1979, lo que redunda en la transgresión de categorías y convenciones tan representativa de la mangaka.

Tera e… (1977-1980), de Keiko Takemiya.

También Yasuko Aoike gusta de las historias de amor entre chicos, aunque su acercamiento es mucho más pop: Eroica Yori Ai o Komete (1976-2012), su manga más idiosincrásico, publicado durante casi cuatro décadas con diversas interrupciones y mudanzas editoriales, es una saga de aventuras paródicas en la estela de las protagonizadas por el agente secreto James Bond, que enfrenta una y otra vez a un noble y ladrón británico, Dorian Red Gloria, con un militar de la OTAN alemán y muy conservador, Klaus Heinz. Dorian es gay y se siente terriblemente atraído por Klaus: ello provoca que todas sus escaramuzas, fruto de las actividades criminales del uno y los intentos por impedirlas del otro, deriven en comedia de los equívocos. No es el único de sus mangas orientado hacia el shonen-ai, preferencia que Aoike justifica por haber estado rodeada durante la infancia por hombres: su familia poseía una empresa de construcción (Salmon & Symons, 73). Tras publicar en la revista Ribon su primera historieta pagada, Sayonara Nanette (1963), con solo quince años, la mangaka da también a luz títulos como Laura no Hohoemi (1983), Hiiro no Yuuwaku (1993) —que repite el esquema tragicómico de enfrentamiento y atracción entre opuestos con un médico y una vidente—, y Hamlet o Korose! (2012).

 

X.

Las conquistas de Yasuko Aoike, Keiko Takemiya y Moto Hagio traen aparejadas que, con el tiempo, los romances entre chicos sean una de las vertientes del shōjo manga más apreciadas por las adolescentes japonesas. Para las lectoras, el complejo ejercicio de proyección, sublimación o identificación con lo expresado en las viñetas tiene un notable potencial subversivo. Por algo a las adeptas al yaoi se las tilda coloquialmente de fujoshi, podridas. No obstante, ¿qué pasa con el yuri manga o romance más o menos patente entre lesbianas? Surge también en los años setenta, pero su producción, recepción y atributos argumentales y formales fueron y son más difusos:

El yuri es uno de los tipos de manga menos homogéneos y acotables. Evolucionó orgánicamente en el seno tanto del shojo, el shonen, el josei —manga para mujeres adultas— y el seinen, de acuerdo con las necesidades dramáticas que salían al paso de los autores y las codificaciones de cada género. Por ello, el yuri manga concebido de cara a cada uno de los cuatro sectores demográficos tiene poco que ver con los demás… salvo porque es yuri manga (Alverson, 2017).

Ryoko Yamagishi, otra componente del Grupo del 24, es pieza clave para la implantación del yuri en el terreno del shōjo gracias a títulos como Shiroi Heya no Futari (1971), sobre una colegiala recién llegada a un internado que se enamora de su descortés compañera de habitación. No han faltado críticas posteriores al tratamiento melodramático de Yamagishi de sus historias, pero hay que tener en cuenta que el yuri no tiene aún tradición, ni implantación mayoritaria hasta los años noventa. La mangaka se ha atrevido además en Hi Izuru Tokoro no Tenshi (1980-1984) a hacer de una figura histórica venerada por el Japón oficial —el príncipe Shoutoku Taishi (574-622), que unificó el país y ayudó a la expansión del budismo— un personaje calculador y amoral que, al amparo de su ambigua belleza, abusa políticamente de quienes le rodean, aunque tiene su talón de Aquiles en un joven de quien está perdidamente enamorado. Semifinalista con solo diecinueve años de un concurso de manga organizado por la revista Shojo Friend, Yamagishi inaugura su carrera como historietista dos años más tarde con Left and Right, para otra revista, Ribon (Lunning, 2016: 98). Por aquel entonces, también es una gran admiradora del ballet y de una dibujante de shōjo y josei ajena a su círculo, Machiko Satonaka (1948-), de mirada más acomodaticia —acabará por ser una celebridadinstitucional y televisiva— pero excelente técnica, como testimonian Lady Ann (1969), Tenjou no Niji (1984) y otras series longevas. En los últimos años, Yamagishi ha tenido la oportunidad de rendir tributo tanto a su mayor afición como a Satonaka con Terpsichora (2001-2007), versión corregida y aumentada de su propio Arabesque (1971), que sigue el accidentado aprendizaje a lo largo de varios años de tres bailarinas de ballet, dos de ellas hermanas.

Una de las obras más explícitamente políticas que se realizan bajo el ascendiente del Grupo del 24, a pesar de —o debido a— ambientarse en un periodo histórico muy diferente a aquel en que se publica, es Berusaiyu no Bara (La Rosa de Versalles, 1972-1973), de Riyoko Ikeda, quien alterna desde finales del siglo XX su entrega a la historieta con el bel canto, lo que le hace delegar el dibujo de sus guiones en su ayudante Erika Miyamoto. Otros mangas de Ikeda, como Oniisama-e... (1973-1975), entre cuyos argumentos figuran la diversidad sexual y el suicidio, Orpheus no Mado (1976-1981), ambientado en la Rusia sometida a los zares, Shoutoku Taishi (1991), recreación de la vida del mandatario japonés Príncipe Shotoku (574-622), y Nieberung no Yubiwa (2001), adaptación de la tetralogía operística de Richard Wagner El anillo del nibelungo (1848-1874), se bastarían para cimentar el prestigio de una carrera que Ikeda inicia con Bara Yashiki no Shojo (1967) —homenaje a Osamu Tezuka— y se extiende hasta Taketori Monogatari (2014). Sin embargo, su cumbre artística es La Rosa de Versalles, que emprende con solo 24 años y ha sido definida como «la radiante obra maestra del shojo manga» (Shamoon, 2007: 3).

Se trata de una semblanza biográfica de María Antonieta (1755-1793), la regente francesa víctima de la guillotina durante la Revolución Francesa, narrada a través de las peripecias de la ficticia Lady Oscar, mujer criada como hombre cuya misión, en tanto capitán de la guardia imperial, es la de proteger a la futura reina. Ikeda dibuja el manga bajo la presión de sus estudios universitarios en filosofía —que abandonará a la larga— y el recelo de los editores de Margaret, la revista donde se publica por entregas, que no confían en que las lectoras se enganchen a la historia. La repercusión de La Rosa de Versalles, sin embargo, es impresionante: alcanza la categoría de fenómeno social —dispara en Japón una francofilia que llega hasta hoy— y su influencia es obvia en historietas posteriores y asimismo notables como Revolutionary Girl Utena (1996-1997), de Chiho Saito. Durante el periodo de su publicación, los números de Margaret venden en su conjunto doce millones de ejemplares (Whelan, 2014: 164). El éxito, que incide en la costumbre de reeditar material serializado en revistas en formato tankobon, no ciega a Ikeda, que tarda más de diez años en gestar una secuela: Eikou no Napoleon (1986-1995), que repasa gran parte de la vida y campañas militares de Napoleón Bonaparte (1769-1821) y en la que intervienen varios personajes del manga precedente.

La Rosa de Versalles es destacable por varias razones. La primera, por cómo trasciende el shōjo a través de la mirada de una mujer que desestabiliza por fin la supremacía de los dibujantes hombres en el citado registro. La segunda, por el desafío de plantear un fresco histórico de dos décadas que aúna dinamismo gráfico, precisión narrativa, una gran atención por el detalle en las escenografías y los vestuarios, y el mimo en la expresividad de los ojos para que revelen emociones veladas. La tercera, porque el Japón de los agitados años setenta, el cambio de sensibilidades políticas y sexuales que se produce en el país, hallan un correlato inesperado que el manga recrea entre un régimen decrépito y corrupto y otro esperanzador en la Francia de finales del siglo XVIII. Y no solo por el talante que Ikeda deposita sobre los hechos y sus protagonistas —inspirado por el célebre ensayo histórico de Stefan Zweig acerca de María Antonieta—, sino también por la androginia de Lady Oscar, que arroja una sombra de ambigüedad y desorden sobre todas las relaciones que establece, en ocasiones sexuales y muy explícitas.

La Rosa de Versalles (1972-1973), de Riyoko Ikeda.

 

XI.

Otras artistas ligadas al Grupo del 24 tienen un perfil más discreto, al menos de cara a la esfera mediática. En el caso de Nanaeko Sasaya puede deberse a su querencia por la indagación en los horrores latentes en la vida cotidiana. Sasaya es la más joven de cuatro hermanos en una familia acomodada de la ciudad minera de Ashibetsu. Renuncia a estudiar una carrera universitaria en favor del manga, con el que no solo se gana la vida desde principios de los años setenta, además le permite conocer a quien será su marido, el editor Toshihiko Sagawa. Las historias más reseñables de Sasaya son Glass no Penguin (1983), en la que una joven acepta casarse con su novio aunque nunca se haya atrevido a mostrarle ni un resquicio de su auténtica y oscura personalidad; Ikisudama (1988), sórdido triángulo de instituto adaptado al cine en 2001 por el director Toshiharu Ikeda; Frozen Eyes (1996), que ilustra Atsuko Shiina y despierta polémica por su visión del maltrato infantil; y Ahondara (1997), centrado en el sufrimiento de un niño cuyos padres se niegan a depararle muestras de cariño.

El caso de Yumiko Oshima es más complicado, pues podría decirse que su nombre ha sido fagocitado por sus espectaculares logros para el conjunto del medio. A ella se le deben códigos gráficos que potenciaron la plasmación de emociones por los personajes; la liberación de los pensamientos de los personajes respecto de los globos o bocadillos, de manera que flotan libremente por la página; los cambios de grosor en las líneas que encuadran las viñetas o su desaparición, a fin de transformar la página entera en un collage; y el juego con la secuencialidad de las viñetas, que obliga al lector a prestar atención al conjunto de la página para comprender la historia o empaparse de su atmósfera (Takahashi, 2015: 134). Por otra parte, uno de los mangas de Oshima, Wata no Kuni Hoshi (1978-1987), shōjo fantástico y romántico acerca de una gata que se cree humana y se enamora de su dueño, es el germen de una de las manifestaciones otaku más reconocibles, el nekomimi o humano con atributos felinos. El carácter excéntrico y renovador de la autora, y su interés reiterado por los miedos e inseguridades de la primera juventud, puede apreciarse también en Tanjou! (1970), en el que una adolescente coquetea con el suicidio tras un embarazo no deseado y la muerte de su amante; Mainichi ga Natsuyasumi (1990), en la que una familia en apariencia perfecta entra en crisis; y Gu-Gu Datte Neko de Aru (2008-), que retrata la cotidianidad de una dibujante y el apoyo anímico que recibe de sus gatos.

Muestra del trabajo de Yumiko Oshima.

Toshie Kihara ha pasado bajo el radar por volcar sus esfuerzos en los mangas históricos. Con excepciones, como la comedia ligera Ara Waga Tono! (1973), Kihara no ha hecho tantas concesiones como otras compañeras de generación al sentimentalismo, lo humorístico o lo espectacular, hasta el punto de que es más riguroso adscribir muchos de sus trabajos al josei. Sí presta atención al yaoi, como sucede en Mari to Shingo (1979-1984), pausada historia de amor entre chicos que ambienta en los primeros compases de la era Showa —mediados de los años veinte—, la recopilación de historias cortas Yume no Ishibumi  (1982), y Torikaebaya Ibun (1998), versión de Torikaebaya Monogatari, novela de autor desconocido escrita entre 794 y 1185. Kihara también es firmante de uno de los clásicos absolutos del shōjo manga, Angelique (1978), otra adaptación literaria; esta vez, de una serie de trece novelas históricas de Serge Colon y Simone Changeux inspiradas en la vida de la noble del siglo XVII Suzanne de Rougé (1605-1705). El manga de Kihara se toma considerables libertades respecto de los libros de Colon y Changeux, especialmente en lo relativo a los romances homosexuales y su tratamiento de la violencia y la brujería.

Tampoco el nombre de Minori Kimura resulta demasiado familiar para los aficionados, sobre todo occidentales, a pesar de que, según el ensayista Matt Thorn, «es una de las componentes más brillantes del Grupo del 24» (Beasi, Dacey, Ferguson, Finnegan, Hale, Kusek & Smith, 2008). Nacida en la prefectura de Saitama, publica por primera vez con catorce años en la revista Ribon. A partir de entonces, compagina la atracción por diarios de viaje en escenarios conflictivos política y socialmente de la segunda mitad del siglo XX —Auschwitz, Vietnam, Uruguay, Brasil— con representaciones de la cotidianidad adolescente. Tras Umi e (1970), Nanohana Hatake no Kochiragawa (This Side of the Rape Blossom Field, 1975-1976), Yuganda Kagami (1982), Karera no Hanzai (1992) o Miokuri no Ato de (2006), en años recientes su ocupación principal ha sido la de elaborar mangas de carácter didáctico y, más en concreto, sobre temas de salud.

 

XII.

Este repaso a algunas de las autoras vinculadas al Grupo del 24 no puede obviar que, en aquellos momentos, también florecieron otras dibujantes, quizá menos posicionadas ideológicamente, quizá más acomodaticias, pero que supieron jugar sus bazas en el manga mayoritario con acierto y contribuyeron también, cada cual en la medida de sus posibilidades y talentos, a renovar la historieta y abrir la puerta para que irrumpan más mujeres. Resulta obligado destacar los estilizados, sensibles y humorísticos romances obra de Yukari Ichijo (1949-), como Kaze no Naka no Kureo (1970-1971), Designer (1974), la dilatada Yuukan Kurabu (1981-) y Pride (2003-2010), serializados en las revistas Ribon o Chorus. También, las comedias sexys y románticas de Jun Morita (1948) —cuyas espectaculares protagonistas han granjeado un buen número de fans masculinos a sus historietas— y Candy Candy (1975), la famosísima creación de Kyoko Mizuki (1949-) y Yumiko Igarashi (1950-). Suzue Miuchi (1951-) ha hecho de Glass Mask (1976-), drama romántico sobre los actores y las máscaras que llevan más allá de los escenarios donde actúan, uno de los mangas más vendidos y longevos del panorama editorial japonés. Kimiko Uehara (1946-), que Naoko Takeuchi (1967-), la autora de Sailor Moon (1991-1997) reconoce como una de sus mayores influencias, ostenta una trayectoria variada en los ámbitos del shōjo, el josei y el manga infantil —Mari-chan (1984-1989)—. También polifacética, y popular, es Waki Yamato (1948-), que ha alternado a lo largo de toda su carrera géneros como la comedia, las aventuras o lo histórico, en mangas protagonizados normalmente por chicas inquietas y viajeras. Su trabajo más reconocido es Genji Monogatari Asakiyumemishi (1980-1993), adaptación de la novela escrita a principios del siglo XI por la cortesana Murasaki Shikibu, que, como hemos visto, también es versionada en los años ochenta por Miyako Maki. Al contrario que las heterogéneas Uehara y Yamato, Haruko Tachiiri (1949-) es una escritora e ilustradora muy querida gracias a su especialización en mangas para niños como Pikora-pikora (1979) y Panku Ponk (1984). Por otra parte, Murasaki Yamada (1948-2009) escribió ensayismo feminista en torno al shōjo, y puso en práctica sus ideas en mangas de trazos líricos y pictóricos como Shin Kilali (1982) y Ai no Katachi (2004).

El legado de tantas mangakas talentosas y testarudas se hace notar muy pronto. El espíritu que animó a Moto Hagio y sus camaradas tiene réplica casi inmediata en el Grupo Post-24, que integran entre otras Wakako Mizuki, Aiko Ito, Shio Sato, y Yukiko Kai. El shōjo manga deja de ser definitivamente una atmósfera estanca, dominada por lo masculino en la autoría y por lo asignado femenino en sus argumentos, y empiezan a producirse además mixturas inéditas entre los cómics enfocados a objetivos demográficos diferentes, con una actitud desprejuiciada, propia de la posmodernidad, que abunda en aspectos paródicos y autoconscientes. La burbuja financiera e inmobiliaria que vive Japón en los años ochenta —y que precipitará en la crisis de los noventa, la llamada década perdida— beneficia el arraigo de lo logrado por medio y autoras, su expansión y globalización. Se multiplican las ferias de manga y su práctica amateur, con el ascenso a la notoriedad del estudio CLAMP —que componen las artistas Nanase Ohkawa, Mokona, Tsubaki Nekoi y Satsuki Igarashi— como máxima expresión del fenómeno. También precipita la conversión del manga en punta de lanza de una explotación masiva de productos multimedia y merchandising, con las dudas consiguientes acerca de la libertad y motivación del mangaka y sus relaciones peligrosas con la industria. No habrá, ni hay, respuestas fáciles para los muchos interrogantes que se suscitan, pero, en todo caso, las mujeres serán cada vez en mayor proporción voces participativas y autorizadas del debate.

 

 

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Creación de la ficha (2018): Félix López · Revisión de Elisa McCausland, Félix López y Héctor Tarancón. Edición de Félix López.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Diego Salgado (2018): "La Era Showa y el Grupo del 24: Las mangakas de la modernidad", en Tebeosfera, tercera época, 6 (9-IV-2018). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 14/XII/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_era_showa_y_el_grupo_del_24_las_mangakas_de_la_modernidad.html