LA LEY HOGARTH DE 1735: PRIMER ESTATUTO MUNDIAL SOBRE EL COPYRIGHT DE LAS IMÁGENES
BREIXO HARGUINDEY

Title:
The Hogarth Act of 1735: the world's first statute on the copyright of images
Resumen / Abstract:
Este ensayo recupera la primera pieza legislativa, en todo el mundo, sobre el copyright de las imágenes, también conocida por el nombre de su principal promotor: el caricaturista y pintor inglés William Hogarth. Tras trazar el contexto histórico de esta ley en 1735, se analiza su contenido y se exponen los plagios consiguientes del ciclo de grabados A Rake’s Progress. En su segunda parte, presentamos las doctrinas filosóficas que subyacen a esta ordenanza mediante las metáforas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la Trinidad cristiana. Finalmente, se incorporan como anexos la traducción al castellano tanto de la petición de los grabadores al Parlamento como del texto final aprobado por los Cámara de los Comunes. / This essay retrieves the first Act, worldwide, on the copyright of images, also known by the name of its main promoter: the English caricaturist and painter William Hogarth. After tracing the historical context of this Statute in 1735, its content is analyzed and the subsequent plagiarisms from the engravings of A Rake’s Progress are exposed. In its second part, the philosophical doctrines underlying this ordinance are presented through the metaphors of the Father, the Son and the Holy Spirit of the Christian Trinity. Finally, the translation into Spanish of both the engravers’ Case to Parliament and the final Act approved by the House of Commons are included as annexes.
Palabras clave / Keywords:
William Hogarth, Ley Hogarth, Historia del cómic, Copyright, Filosofía del derecho, A Rake’s Progress/ William Hogarth, Hogarth’s Act, Comic history, Copyright, Philosophy of law, A Rake’s Progress

LA LEY HOGARTH DE 1735: PRIMER ESTATUTO MUNDIAL SOBRE EL COPYRIGHT DE LAS IMÁGENES

Ao meu pai, por toda unha vida

 

INTRODUCCIÓN: EL COPYRIGHT, DE LOS GRABADOS A LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

La inmensa mayoría de los estudios sobre el noveno arte se han decantado a lo largo del tiempo hacia dos disciplinas: por una parte, el relato histórico diacrónico, de tonos más o menos sociológicos; por otra, la aproximación sistemática a partir de herramientas tomadas principalmente de la lingüística y, en particular, de su excrecencia semiótica. Si bien este artículo adopta, de entrada, el método histórico, su objeto de investigación pertenece a otro ámbito concreto: el jurídico. Al respecto, existe un pequeño volumen de publicaciones sobre las leyes aplicadas al cómic, ante todo centradas en el fenómeno de la “censura” editorial. Nuestro caso se acerca a este punto más de lo que parece, pero, cuando menos, desde otro ángulo: la historia de la legislación sobre el copyright de la historieta.

En justicia, los investigadores del cómic deberíamos reconocer la importancia para nuestra disciplina de la primera ley del copyright de las artes visuales, promovida por el caricaturista inglés William Hogarth y aplicada, por entonces, a la impresión de las viñetas. Sorprendentemente, entre los nuestros, tan solo David Kunzle se ha molestado en investigarla con un par de textos sobre el pirateo de A Rake’s Progress. El presente ensayo desea contribuir a sacar la “Ley Hogarth” de este olvido relativo, incorporando como apéndices la traducción al castellano tanto de la petición de los grabadores al Parlamento como del texto final aprobado por los Comunes en 1735. Tras un primer apartado que traza su contexto histórico, analiza el contenido de esta ley y expone los plagios de A Rake’s Progress; en la segunda parte presentaremos las doctrinas filosóficas que subyacen a la “Ley Hogarth” mediante las metáforas del Padre, Hijo y Espíritu Santo de la Trinidad cristiana. Concluimos con un epílogo que pretende entrelazar los dos capítulos anteriores, iluminando las inquietudes estéticas de William Hogarth.

Nuestro escrito surge, por igual, a partir de una coyuntura histórica concreta: la emergencia de las inteligencias artificiales. Aunque los cimientos del cómic producido automáticamente por ordenador se remontan al estudio pionero del laboratorio Watson de la IBM en 2004 (Yamada y Budiarto, 2004), las recientes IAs generativas de imágenes a partir de textos como Dall-e (2021) Midjourney (2022) o Stable Diffusion (2022) han despertado –entre otros muchos temores– un serio riesgo para el empleo futuro de los trabajadores del ramo gráfico y, al tiempo, un desafío en toda regla a los derechos de autor de los y las dibujantes cuyo trabajo es aprovechado por estas, casi siempre, despiadadamente y gratis.

Sin duda, la lucha de los autores de historieta para que sus derechos sean reconocidos cuenta con un largo recorrido, especialmente pero no solo, en el cómic estadounidense de superhéroes, con la figura de Jack Kirby como emblema. Mucho antes, durante 1911 y en el mismo país, cuando Winsor McCay se propuso mudar de periódico su Little Nemo in Slumberland, esta serie debió ser renombrada como Little Nemo in the Land of the Wonderful Dreams al mantener el New York Herald la titularidad del copyright. Por tanto, para evitar equívocos, debemos discriminar entre el copyright y los derechos de autor: la tradición anglosajona permite la propiedad corporativa de una obra, mientras la continental atribuye este derecho exclusivo a la persona de un creador o creadora. Significativamente, Estados Unidos no se incorporó al Convenio de Berna hasta 1989.

Por todo ello, queremos resaltar una cautela primordial: la perspectiva crítica que aquí adoptamos se dirige antes a la genealogía anglosajona del copyright que a la europea de los derechos de autor. Si hubiera que aplicar una de nuestras metáforas a la legislación europea surgida de la Ilustración –desde Diderot hasta Hegel– esta sería la de la obra como “hija”, “expresión”, de su padre “creador”. En cuanto al fenómeno de las IAs generativas –frente a visiones tecno-optimistas (Fontcuberta, 2024: 275-280)– coincidimos con otros autores (Varoufakis, 2024: 79-83) y autoras (Zuboff, 2019: 98-101) que comparan su saqueo del acervo común con el cercado de las tierras comunales que Marx describió como “acumulación originaria”.

En cualquier caso, aclaremos que conceptos como el copyright o los derechos de autor no son una invariante histórica ni, mucho menos, geográfica. Teniendo en cuenta que la civilización china había desarrollado tanto la xilografía como los tipos móviles, como poco, cuatrocientos años antes que Europa; podríamos suponer que, por igual, los países del Lejano Oriente también adelantasen al Viejo Continente en cuanto a las leyes sobre la protección del copyright. Sin embargo, esto no fue así[1].

Por supuesto, en ambas civilizaciones también existía la censura, desde el infausto precedente –anterior a la imprenta– de la quema de libros y sepultura de los intelectuales por parte de la escuela legalista durante la primera dinastía china: los Qin (221 a. C. – 206 a. C.), hasta la condena a los grilletes por cincuenta días de, entre otros, Kitagawa Utamaro –uno de los principales artistas japoneses del ukiyo-e– en 1804. Sin embargo, el Imperio del Centro nunca elaboró un cuerpo legislativo estable sobre la propiedad intelectual hasta el “Código del copyright” decretado por Puyi, su último emperador, durante 1910. En este sentido, China ni siquiera fue la precursora del Lejano Oriente ya que –durante la modernización de la era Meiji– los nipones habían aprobado su primera “Ley del copyright” en 1899, al tiempo que firmaron el Convenio de Berna.

Hasta ese momento y desde la invención de los tipos móviles por el chino Bi Sheng –entre 1041 y 1048– y su introducción en Japón a manos de los portugueses en 1590, las aproximaciones china y nipona a los derechos de autor resultaron bastante similares. Ciertamente, hubo edictos centrales ad hoc destinados a prohibir algunas obras, pero por su falta de legislación unitaria:

Sólo los esfuerzos de impresores, libreros y otros gremios o comerciantes por establecer sus monopolios particulares parecen presagiar la noción de que personas o entidades distintas del Estado podrían disfrutar de un interés en la propiedad intangible similar a la protección (Alford, 1995:17).

En el caso chino, la primera corporación de editores de la que se tenga constancia se fundaría durante 1671 en la ciudad de Suzhou, la Venecia de Oriente, famosa por sus sedas (Li, 2022: 252). Respecto a Japón, el reconocimiento oficial de estos gremios por el shogunato tendría que esperar hasta 1716 en Kioto, 1721 en Edo y 1723 en Osaka (Kornicki, 1998: 181). Por ende, tanto para los chinos como para los japoneses, el asunto del copyright se trataba fundamentalmente de un conflicto interno en el seno de estas asociaciones profesionales de cada localidad, rara vez coordinadas entre sí[2].

Finalizamos nuestra breve introducción apuntando que, en sus múltiples facetas, el post-estructuralismo que guía la exégesis de este artículo se muestra ampliamente contrario al sujeto como principio de autoridad, destituyéndolo, en general, desde un ángulo anti-humanista. De ascendencia nietzscheana, este amplio abanico de pensadores celebra, por lo común, el artificio, la “potencia de lo falso” y el simulacro. En consecuencia, tanto el copyright como los derechos de autor no se encuentran entre sus preocupaciones, quizás con la excepción de Foucault (Foucault, 2005). Por tanto y lamentablemente, en este texto debemos aparcar de momento una formulación alternativa que establezca al detalle un fundamento positivo de la propiedad intelectual.

 

1. WILLIAM HOGARTH Y LA LEY DE LOS GRABADORES DE 1735

Publicidad y subscripciones de los grabados durante la primera era georgiana.

Como bien recuerda un documental de la BBC (Sweet, 2007), la época georgiana (1714-1830) fue una etapa del exceso, la edad dorada de cortesanas como Fanny Murray o Kitty Fisher y de novelas libertinas como Shamela (1741) de Henry Fielding, Fanny Hill (1748) de John Cleland u otras publicadas por el impresor pirata Edmund Curl. Las contradicciones de este momento histórico serían perfectamente ilustradas por los grabados de William Hogarth como A Harlots Progress (1732) y A Rakes Progress (1735).

A este respecto, Hogarth fue un gran innovador en sus estrategias promocionales y de venta. Frente al antiguo mecenazgo por el que, generalmente, la aristocracia o el clero financiaban en exclusiva a un artista individual; Hogarth inauguró un nuevo modelo de patrocinio –hoy denominado crowdfunding– que se basaba en tickets de suscripción previo pago de, digamos, media guinea a cambio de un futuro ejemplar grabado, por el que se desembolsaba la otra mitad, un precio «caro en comparación con otros artículos de lujo similares» (McNally, 2014: 154) pero aceptable para sus compradores. Estos tickets de suscripción, que contenían una pequeña estampa, rápidamente se convirtieron en objetos de colección por sí mismos. En la obra final, se registrarían los nombres de todos estos mecenas, muchos de los cuales contribuyeron solo con propósito solidario y, en ocasiones, no completaban el importe final. De hecho, las subsiguientes versiones de estos grabados eran normalmente más baratas por lo que este crowdfunding no suponía una ventaja económica a la hora de adquirirlos. Aunque la mayoría de los participantes en este mecanismo provenían de la burguesía, entre los 509 subscriptores del ciclo The Humours of an Election (1755), llegaron a figurar «miembros de la realeza como SAR el Príncipe de Gales, SAR la Princesa Viuda de Gales y el Príncipe Eduardo» (McNally, 2014: 123-124).

La constitución de un público para estas subscripciones –que hubiesen repugnado a los pintores de la corte– fue posible gracias a la emergencia de un nuevo medio de comunicación: la prensa. La caducidad de la “Ley de licencias” de 1695, que eliminaría la censura previa, terminaría con el monopolio de la London Gazette y «en 1730 circulaban en Londres seis títulos diarios, un número que, a pesar de algunas fluctuaciones, se mantendría igual durante los siguientes veinte años» (McNally, 2014: 144). Entre 1726 y 1764, Hogarth insertó 352 anuncios diferentes en 26 periódicos: 108 de ellos en el London Daily Post. Su serie de grabados más publicitada Marriage a-la-Mode (1743) contó con hasta 86 avisos (McNally, 2014: 184-185).

Sobre tales mimbres, la era georgiana supuso también el esplendor de una nueva clase social: la burguesía mercantil. Y esto, mayoritariamente, en un Londres donde vivía el 11% de la población adulta de Gran Bretaña, camino de convertirse durante 1841 en la ciudad más poblada del planeta, desplazando a Pekín, con casi dos millones de habitantes. Este sector social formó el grueso de la clientela para los nuevos grabados:

Los inventarios revelan que una cantidad sorprendentemente grande de casas de clase media de Londres tenían cuadros en sus paredes a principios de siglo. De los cien hogares considerados de la City de Londres, que incluían cuadros (tanto pinturas como grabados) […] treinta los tenían […] Aunque no hay cifras firmes disponibles, se estima que solo en Londres había alrededor de 25.000 hogares de clase media en torno al 1700. […] La muestra del inventario de sucesiones de Gibson-Wood sugiere que aproximadamente el 45 por ciento (más de 11.000 residencias) contenían un promedio de doce cuadros cada una. Esto significa que había alrededor de 132.000 cuadros en los hogares de clase media de Londres a principios de siglo (McNally, 2014: 20-21).

Con todo, estas imágenes no solo decoraban los hogares sino también los recintos públicos que nuclearon a la naciente burguesía urbanita: las novedosas cafeterías (coffeehouses). Si bien es cierto que las coffeehouses eran un lugar de libre acceso (excepto por su veto a las mujeres salvo alguna meretriz ocasional) y propulsaron, junto a la prensa, cierta democratización del debate público, su campaña por la sobriedad y su gusto por la buena educación las diferenciaban inicialmente de las tabernas populares. En la capital británica, el fenómeno despegaría a partir de 1652 cuando el Rota Club –una tertulia republicana fundada por James Harrington– se estableció en la cafetería The Turk's Head de Westminster. Significativamente, una de estas primeras coffeehouseJonathans, fundada durante 1680– operaría a partir de 1761 como segunda bolsa de Londres, diferente de la aristocrática Royal Exchange.

En cualquier caso, el café –y el apenas posterior té– no se cultivan en Inglaterra, lo que nos da ya una primera pista sobre la sombra de esta nueva democracia incipiente y monarquía liberal. Una de estas cafeterías –Lloyds, instituida en 1686– se iba a convertir en el centro mundial del tráfico de esclavos africanos a través del Atlántico. Tras la respetable fachada burguesa se agazapaba el peor de los colonialismos. En 1745, Hogarth vendería en subasta privada sus dos ciclos de pinturas más famosos –A Harlots Progress y A Rakes Progress– a Sir William Beckford, político whig y futuro alcalde de Londres, cuya fortuna provenía de trece plantaciones de azúcar en Jamaica donde explotaba a unos tres mil esclavos africanos (Griffin, Macaro y Townsend, 2021). De hecho, como destaca David Dabydeen:

En Inglaterra, ambas mercancías se subastaban en las coffeehouses. El libro de Lillywhite sobre los cafés de Londres contiene mucha información sobre la subasta de negros y arte bajo el mismo techo. En los periódicos del siglo XVIII […], aparecen anuncios de subastas de esclavos recién llegados de las Indias Occidentales y de pinturas recién llegadas de Italia. En las colonias, los esclavos y los cuadros también se vendían bajo el mismo techo: el libro de Buckingham sobre los Estados esclavistas en América contiene un ejemplo [fig. 1] de la venta simultánea de negros y arte (Dabydeen, 1984: 44)

 Fig. 1- William Henry Brooke y J. M. Starling (1842): Sale of Estates, Pictures and Slaves in the Rotunda, New Orleans, aguafuerte.

Para Hogarth, estas cafeterías eran casi como un segundo hogar. Entre 1704 y 1707 su padre Richard, filólogo clásico, regentaría su propio local –la Latin Coffee House– donde, con poco instinto de negocio, solo estaba permitido hablar en latín. Años después, la pandilla de su hijo junto a los también grabadores George Lambert, Isaac Ware y John Pine –denominada Sublime Society of Beefsteaks– se reunía regularmente en la Old Slaughter's Coffee House, desde donde promovieron la “Ley Hogarth” de 1735. Por supuesto, estas cafeterías también aparecen entre las estampas del artista inglés, algunas para bien, como Buttons, y la mayoría para mal, como la Whites chocolate –casa de apuestas escenario del sexto grabado de A Rakes Progress (fig. 2)– y Tom Kings, en realidad un prostíbulo, a la derecha de Four Times of the Day: Morning (1738).

 Fig. 2- William Hogarth (1735): A Rake’s Progress, VI: The Gaming House, grabado.

Tras el fracaso de su cafetería en 1708, por sus deudas, Richard Hogarth había terminado entre rejas durante cinco años en la prisión de Fleet, hasta que el Parlamento aprobó la exoneración de débitos inferiores a cincuenta libras en mayo de 1712. De hecho –tras sobornar a la guardia con todo lo que aún poseía– Richard consiguió vivir ese lustro en semi-libertad junto a su familia en el exterior de las puertas de la cárcel, mientras impartía literatura clásica en una escuela cercana. Su principal empeño fue publicar libros escolares de latín –editando dos de ellos en 1689 y 1712– pero el diccionario bilingüe que se propuso no encontró a ningún librero disponible. William, hijo primogénito, nunca olvidó esa etapa de cautividad parcial –entre sus diez y quince años– así como: «el trato cruel que recibió [su padre] de libreros e impresores, particularmente en el asunto de un diccionario de latín» (Ireland y Nichols, 1800: 16).

 

El copyright de las letras

Con el antecedente en 1484 de un estatuto bajo el reinado de Ricardo III que permitía total libertad de prensa, la primera norma que iba a restringir al sector del libro desde el advenimiento de la imprenta en Inglaterra sería la "Ley de impresores y encuadernadores de libros" de 1514. Esta introdujo el sistema del privilegio real, ya operativo en otros países. En consecuencia, se requería una licencia de impresión –indicada por la frase Cum privilegio regali ad imprimendum solum– que otorgaba a un particular el monopolio sobre un texto en un área determinada por el Consejo Privado de, por aquellas, Enrique III. Es decir, se pretendía la censura previa tanto de la importación como de la producción autóctona de libros, fundamentalmente por motivos religiosos.

El siguiente momento relevante aconteció en 1557, cuando la reina María I concedería en Carta Real a la Stationers’ Company las funciones hasta entonces reservadas al Consejo Privado. Desde 1403 –antes de la invención de la imprenta– este organismo agrupaba al gremio de escritores, iluminadores, encuadernadores y libreros. A través de esta nueva autoridad en la concesión de privilegios, la Stationers’ Company se constituyó como gremio de los impresores y tribunal censor bajo el slogan Verbum Domini manet in aeternum (La palabra del Señor permanece eternamente).

Los poderes que recibió la Stationers' Company para hacer cumplir el derecho antes mencionado fueron bastante extremos. Se les concedió el derecho a registrar locales en busca de grabados y libros ilegales, se les permitió imponer multas por violaciones de hasta cien chelines e incluso podrían encarcelar a una persona durante tres meses. El Decreto de la Cámara Estrellada [tribunal de Westminster] de 1586 solidificó aún más la posición de la Stationers' Company. Las ordenanzas primera y segunda del decreto establecían que cualquier imprenta debía registrarse en la compañía, so pena de un año de prisión y destrucción de las prensas. Además, limitó el uso de imprentas únicamente a las ubicadas en Londres o en las Universidades de Oxford y Cambridge (Spapens, 2016: 6).

No obstante, la ordenanza más importante de este decreto sería la octava, obligando a que cada copia incluyese tanto el nombre del impresor como el del autor. En una era de turbulencia institucional y guerra civil (1642-1651), la Cámara Estrellada sería substituida por el Parlamento Largo durante 1643, año en que se promulgaría la "Ordenanza para la regulación de la imprenta".[3] Aunque el papel de la Stationers’ Company se reforzó con otras dos nuevas leyes en 1643 y 1662, esta encontraría una fuerte resistencia de autores de la talla de John Milton y John Locke. Milton publicaría un manifiesto en contra del sistema de licencias y a favor de la libertad de prensa, el Areopagitica (1644) donde recuerda insistentemente el origen del sistema de licencias en la inquisición española y aboga por suprimir el monopolio de la Stationers’ Company. Además, su Paraíso perdido (1667) –primer libro bajo contrato documental entre un escritor y un impresor del que haya constancia en lengua inglesa (Spapens, 2016: 9, n. 40)– se iba a encontrar con objeciones del arzobispo de Canterbury en cuanto a su descripción de Satán entre los versos 589 y 604: «eclipse tenue rocía triste aurora / en mitad de países con temor a muda / tiesos monarcas: grises, aún lúcido / sobre ellos el Demonio».

Todo este proceso histórico cristalizaría con la revolución gloriosa de 1688 que instaló en Inglaterra una monarquía constitucional y sería acicate para su fusión con Escocia en 1707, creando el Reino Unido. John Locke supuso la principal fuente de inspiración intelectual del parlamentarismo que culminó con la proclamación de la “Carta de Derechos” (1689). Si bien el monopolio de la Stationers’ Company continuó hasta mayo de 1695, durante el reinado de Guillermo III, cuando la “Ley de licencias” expiró, no fue renovada por la nueva Cámara de los Comunes. De nuevo, Locke desempeñó un papel fundamental gracias a su amistad y parentesco con Edward Clarke, presidente del comité de los Comunes que revisaba la ley de 1662. En una carta postal entre ambos, el filósofo empirista cargaría contra la Stationers’ Company a la que tilda de “perezosa” e “ignorante”, considerando su monopolio como abusivamente restrictivo en términos de copyright y particularmente laxo en cuanto a su falta de límite temporal sobre obras clásicas (Deazley, 2004: 3).

La suspensión de la “Ley de licencias” en 1695 tuvo dos efectos inmediatos. En primer lugar, podríamos afirmar sin exagerar que constituyó el verdadero inicio de la libertad de prensa en Inglaterra. Por tres décadas y hasta ese momento, tan solo existía allí un periódico oficial: la London Gazette (1665). Como ya indicamos, tras la revocación, los medios de información impresa iban a florecer, como el pro-whig Daily Courant (1702) y el pro-tory Evening Post (1710). Entre los primeros periodistas destacarían Joseph Addison, Jonathan Swift y Daniel Defoe. En segundo lugar, ilimitada, la piratería proliferó precisamente para desgracia de los mencionados autores de Robinson Crusoe (1719) y Los viajes de Gulliver (1726) y, así, Defoe protestaba en 1705:

Los libros no son impresos por nadie y todos los escriben; un hombre imprime las obras de otro y las reclama suyas; de nuevo, otro hombre imprime las suyas, y las reclama de otro hombre... […] Un hombre estudia siete años para traer al mundo una pieza terminada y una imprenta pirata reimprime su copia inmediatamente y la vende por una cuarta parte del precio (Deazley, 2004: 32)

La Stationers’ Company no iba a desaprovechar la oportunidad ofrecida por este nuevo contexto. A través de una torsión discursiva de manual –en nombre de los impresores– se postularía ante el parlamento como auténtica defensora de los derechos de autor, restituyendo su potestad censora disfrazada de reglamento y depósito legal, como describe Roger Chartier:

Los abogados defensores de los libreros londinenses contra sus colegas provinciales –irlandeses o escoceses que intentaban utilizar el “Statute” [de la Reina Ana] para reeditar títulos cuyo copyright había expirado– desarrollaron dos sistemas de legitimación de la perpetuidad de la propiedad literaria. El primero, fundado en una referencia a la teoría del derecho natural tal como la formuló Locke, considera que cada individuo es propietario de su cuerpo y de los productos de su trabajo. Puesto que las composiciones literarias son el producto de un trabajo, sus autores tienen un derecho natural de propiedad sobre ellas. El segundo sistema de legitimación se apoya en una nueva percepción estética que designa las obras como creaciones originales, como expresiones singulares del estilo, del sentimiento y del lenguaje del autor (Chartier, 2006:191-192).

Esta ofensiva legal desembocó en la aprobación de la primera ley de copyright mundial: el Act for the Encouragement of Learning, by Vesting the Copies of Printed Books in the Authors or Purchasers of such Copies, during the Times therein mentioned (1770) –más conocido como “Estatuto de la Reina Ana”– que obligaba a inscribir la propiedad de cada texto en la Stationers’ Company, limitando su usufructo exclusivo a catorce años. Anterior a la noción romántica del autor expresivo, el statute decretó una limitación práctica del precio de los libros que aspiraba –de acuerdo con los principios del mercantilismo– a restringir la importación de textos extranjeros y, de hecho, redujo el coste efectivo de los impresos autóctonos (Cora, 2020: 65), excepto entre los periódicos, particularmente perjudicados por la inmediatamente posterior “Ley del timbre” (1712) que los tasaría. No obstante…

Durante más de treinta años, los monopolistas londinenses se enfrentaron con un comercio de libros emergente predominantemente escocés por el derecho a reimprimir obras allende la protección del Estatuto de Ana. Los libreros escoceses argumentaron que el Estatuto de Ana no creaba derechos de novo, sino que más bien servía para complementar y respaldar los derechos de autor del derecho consuetudinario preexistente (Deazley, 2003: 109).

Como gato panza arriba, los impresores londinenses estaban dispuestos a respaldar y negar un mismo argumento siempre en su provecho y así –tras expirar sus licencias en 1731– defenderían precisamente esta perpetuidad natural del copyright basada en el common law, frente al sistema de registro, en la conocida como “batalla de los libreros”. No obstante, el “Estatuto de la Reina Ana” se refería únicamente a las obras literarias sin contemplar el arte del grabado, una omisión que David Kunzle considera “extraña” en relación a sus antecedentes:

Un decreto de la Cámara Estrellada de 1637 cubría «libros, baladas, gráficos, retratos o cualquier otra cosa» y prohibía la copia de «nombre, título, marca o vinnet». El último término (vignette) bien puede haber abarcado las ilustraciones de libros en general, así como el frontispicio en particular; y reaparece (como “vinette”) en una ley de 1662 (Kunzle, 1996: 311).

El motivo parece obvio: entre 1562 y 1656, «el número de estampas, a diferencia del número de libros anotados en el Registro, es trivial (menos del uno por ciento de todas las entradas)» (Jones, 2002: 1) y, por tanto, la Stationers’ Company no tenía ningún interés en ellas. Habría que esperar quince años hasta que los grabadores ingleses se decidieran a elevar su caso ante el Parlamento. Sin embargo, como preludio, destaca el pleito entre William Hogarth y Joseph Morris, fabricante de tapices durante 1728. Por encargo suyo y con cierto retraso, el caricaturista entregó hasta dos versiones de un dibujo sobre los elementos de la tierra, pero –tras enterarse de que era un “grabador” y no un “artista”– Morris se negó a pagarle y Hogarth lo demandó ante el Tribunal Supremo de Westminster que –en su fallo del 28 de mayo favorable al pintor– equiparó por primera vez a los dibujantes de grabados y aguafuertes con los artistas (artists), antes que con los artesanos (craftsmen) (Spapens, 2016: 20-21).

 

LaLey Hogarth

Si bien el “Estatuto de la Reina Ana” constituyó la figura del autor literario como hombre de paja empleado por los impresores londinenses en favor de sus intereses, este no sería el caso de su equivalente, también pionero, en cuanto al copyright de las imágenes impresas: el Engraving Copyright Act de 1735, también conocido como “Ley Hogarth”.

Hogarth sentaría las bases para la aprobación de la Engravers’ Act cuando él mismo publicó y distribuyó A Harlot's Progress en 1731-1732. Trabajando por suscripción, que sólo se aceptaba en su tienda, pudo garantizar un rendimiento mínimo de esta serie de impresiones incluso antes de comenzar a grabarlas. En abril de 1732, cuando la suscripción llegó a su fin, Hogarth había recaudado más de 1200 libras esterlinas para esta primera serie independiente, y lo había hecho de tal manera que excluía al impresor de todo el negocio. No mucho después de que apareciera la serie por primera vez, sin embargo, hubo «no menos de ocho imitaciones piratas». Los vendedores de grabados respondieron haciendo sus propias copias y rebajando a Hogarth (Deazley, 2004: 89).

En consecuencia, junto a otros seis artistas del grabado (George Vertue, George Lambert, Isaac Ware, John Pine, Gerrard Vandergucht y John Goupy), el caricaturista inglés promovió ante la Cámara de los Comunes una petición que, tras ser presentada el 7 de febrero de 1735, se aprobó una semana después como proyecto de ley. Este último recibió su primera lectura el 4 de marzo, fue enmendado en comisión y aprobado definitivamente por la Cámara de los Lores, entrando en vigor el 25 de junio. Hogarth, retuvo la publicación de su próximo gran ciclo de grabados, A Rake's Progress, hasta ese mismo día, consiguiendo entonces casi eliminar las copias no autorizadas excepto alguna en el lejano Dublín, donde no se aplicaría la nueva legislación hasta 1836.

Por tanto, se conocieron en sede parlamentaria tres fases: la petición (Case of Designers, Engravers), el proyecto de ley (Bill for the Encouragement of the Arts of designing, engraving and etching) y la ley propiamente dicha (Act for the encouragement of the arts of designing, engraving, and etching). La petición inicial (anexo I) es el documento más extenso y elocuente, cuyo estilo literario se aproxima a un registro formal, aunque en lenguaje cotidiano, sin la farragosa retórica de la ley final donde, por ejemplo, solo se emplean seis puntos frente a una sobreabundancia del punto y coma que facilita perderse en el hilo de sus razonamientos. Por igual, en la petición, los grabadores ofrecen una descripción panorámica del estado de su arte e industria –extremadamente valiosa frente a la necesaria concreción práctica de las disposiciones legales finalmente adoptadas– y, podría decirse que, hasta cierto punto sirve casi como preámbulo o exposición de motivos que dota de sentido a estas últimas.

De buen principio, la petición desgrana las condiciones artísticas del grabador. Por una parte, tener «gusto y fantasía», es decir, imaginación con criterio como condición de posibilidad, presumiblemente, frente a quien carezca de ambos atributos, sea por una pereza adocenada –que bien podría compararse a la mera réplica– o por una extravagancia desproporcionada cuya incontinencia podría considerarse –desde este punto de vista– peligrosa o nociva. Si bien el equilibrio virtuoso entre ambos extremos quizás se trate de una cualidad asociada a cierta disposición personal, los siguientes y principales atributos –tiempo, esfuerzo y cabeza (thought)– apuntan a la aplicación relativamente cuantificable de la misma. En consecuencia, al plantear los peticionarios «¿de qué manera se les reembolsarán sus gastos y se les recompensará su trabajo e invención?» se responden a sí mismos: por las ganancias y la reputación. En consecuencia, se elaboran aquí dos cadenas: la restrictiva, basada en el gusto (o ponderación) y el trabajo que se traducen en ganancias, y la amplia capacidad fantástica y de invención que se traduce en reputación, aunque ambas puedan eventualmente conmutarse para transformar el trabajo en buen nombre y la fantasía en retribución. Sea como sea, para los peticionarios estaba fuera de toda duda que su gremio merecía la categoría de “artistas” –explícitamente mencionada hasta en diez ocasiones– y no meros “artesanos” –como ya había recogido la sentencia de Hogarth vs. Morris– aunque este término no sobreviviría en el texto final de la ley.

Propiamente, a continuación, encontramos el apartado que describe las circunstancias específicas del comercio londinense de grabados en su época. Si bien no existía un equivalente de la Stationers’ Company para el gremio de los artistas –ni, por tanto, ningún registro de propiedad– el mercado se hallaba dominado por no «más de doce imprentas de importancia y estas están bajo el poder y la dirección de muy pocos, que son los más ricos». Tales impresores que, a la vez, eran puntos de venta de los grabados, perjudicaban gravemente tanto el justo beneficio proporcional de los artistas como su buen nombre a través de un sistema de pirateo generalizado. Así describe esta petición las etapas sucesivas de este proceso:

  • En primer lugar, los impresores insisten en «una parte harto irrazonable de las ganancias por vender las impresiones, casi el doble de lo que un librero exige por publicar un libro», aunque este aspecto queda sin cuantificar.
  • Cuando el artista pretende recolectar este magro porcentaje, los impresores aducen arteramente que «sus impresiones han sido copiadas; las copias se venden tan bien como los originales; muy pocas de las suyas se han repartido» y se le entregan las placas y los ejemplares remanentes.
  • En consecuencia, ya que «su participación en las ganancias es tan inferior al gasto de tiempo y dinero empleado en la ejecución de su dibujo que, primero, es impulsado por su necesidad y, como suministro actual, se desprende de las planchas e impresiones originales devueltas a sus manos».
  • Finalmente «sintiendo lo vano que es intentar algo nuevo y mejor, se despide de la exactitud, la expresión, la invención y todo lo que distingue a un artista sobre otro y, por la mera subsistencia, se adentra en los niveles del trabajo pesado bajo estos monopolistas».
  • Rendidos a este destino, los artistas pasan a depender como copistas del impresor, quien obtiene el principal beneficio de su trabajo.

Seguidamente se identifica el origen de tamaña desgracia: «el hecho de que un artista tenga en su poder copiar los dibujos de otro es, por tanto, la verdadera fuente de todos estos agravios». Anticipándose a las posibles objeciones sobre este punto, los peticionarios precisan el criterio para discriminar una copia pirata. Esencialmente, a través de la imitación, esta no se relaciona tanto con un tema o motivo original concreto –sea narrativo o figurativo– sino con «la manera (manner) será tan aparentemente suya […] que esta tendrá tantas marcas aparentes de ser un original».

Este punto expresa el argumento central de la petición: las señales o marcas de cada mano artísticamente diestra se distinguen por la forma de sus trazos y las distancias relativas entre ellos. En cambio, el copista se limita «mecánicamente» a «seguir con su herramienta una línea ya trazada» convirtiéndose en simple «herramienta» del impresor fraudulento. Esta contraposición entre arte y mecanismo adquiere su imagen central a través de una metáfora específica: la de la contrahechura o falsificación de moneda, así planteada… «¿No daña tanto al otro como si falsificara (counterfeits) un pagaré (note of hand)? De hecho, no roba el mismo papel, sino que roba todo lo que hizo de ese papel valioso y cosecha una ventaja a la que no tiene más derecho que al dinero que recibe quien falsifica un pagaré». Este aspecto se especifica un poco más al homologar el dibujo con la escritura a mano que puede demostrarse falsa al contrastarla con la original pues «también dependen de la manera, distancia y forma de los trazos que componen las letras».

Por igual reveladora resulta la parte final de la petición. Ciertamente, allí se menciona, en primer lugar, la doctrina lockeana que basa los derechos de un autor, su valor, en el “trabajo”. A lo largo del documento este término se cita hasta nueve veces –asociado a “rentabilidad”, “beneficio” o “ventaja” – y se emplea en siete ocasiones la expresión “frutos de su propio trabajo/destreza”, cuyo ejemplo más claro quizás sea: «asegurar a cada uno los frutos de su propio trabajo es el mayor y más noble estímulo que cualquier arte puede recibir, porque es el más natural, igual y extenso».

Sin embargo –en una suerte de consecuencialismo utilitarista avant-la-lettre (volveremos sobre estas doctrinas al detalle)– se abunda mucho más sobre otro fundamento moral: los efectos socialmente beneficiosos de la norma propuesta, planteados como un verdadero círculo virtuoso por el que «las artes del dibujo, el grabado, etc. florecerán y pronto se elevarán a su mayor perfección» beneficiando, al fin, a todos los actores del ramo.

  • El artista se verá visiblemente alentado no sólo a ser diligente sino también amable en la elección y exacto en la ejecución [y] a medida que aumente el número de artistas, la emulación se sumará al deseo natural de sobresalir.
  • No solo los tenderos se verán prevenidos de fijar un precio exorbitante sobre sus problemas de publicación y venta de grabados, sino que también aumentará el número de quienes traen impresiones a sus tiendas y alentará la compra, mejorando las impresiones y bajando el precio; es de esperar que esto compense tal pérdida.
  • El comprador tendrá una mayor variedad de impresiones para elegir y lo que compre, con toda probabilidad, será a un precio menor porque, cuando cada uno esté seguro de los frutos de su propio trabajo, el número de artistas aumentará cada día.

El argumentario claramente instrumental de los grabadores elucubra in extenso sobre el fomento del negocio a través de un discurso netamente mercantil, por ejemplo:

¿De dónde espera un grabador que surjan sus beneficios? Ciertamente, de la excelencia en su dibujo, de la baratura proporcional a esa excelencia para cada impresión y del número que imprime; si fija un precio demasiado alto, se comprarán pocos y la demanda de ellos será pequeña; si todos compran caerán en todos los sentidos y, en consecuencia, la demanda aumentará.

Este mercado virtuoso no es, sin embargo, la razón final, sino que –de acuerdo con el mercantilismo– encarna la forma óptima de fortalecer al Reino frente a su permanente rival continental: Francia. Paradójicamente –por parte de un Hogarth notablemente anti-académico en busca de un estilo nacional propio– se reconoce a Luís XIV (al Rey Sol, el monarca ilustrado) su cobertura y fomento del grabado mediante privilegios reales, aspecto que cuestiona la supuesta ruptura moderna de esta nueva ley. En realidad, antes que a la «posesión de su propio dibujo […] conferida durante, al menos, veinte años» que apunta el documento, no es difícil adivinar el interés de los grabadores británicos por el sistema francés que, en 1660, los liberaría del control de las corporaciones profesionales o, dicho en términos nacionalistas:

Nuestros propios muebles, nuestras propias sedas, nuestras propias manufacturas son tan útiles como las suyas, pero no tan elegantes ni tan bien vistas, ni nuestros patrones tan bien dibujados. […] Es mejor que este dinero se gaste entre nosotros que enviarlo al extranjero.

De acuerdo con David Hunter, al menos en parte, los grabadores acertaron en sus pronósticos:

Los peticionarios tenían razón al juzgar que el comercio aumentaría. Hogarth comentó a Hawkins en 1753 que su esperanza de que «los vendedores de grabados... llegarían a ser tan numerosos como las panaderías... parece estar casi satisfecha». […] En 1770 la situación se había invertido. Gran Bretaña podía presumir de tener muchos grabadores consumados y disfrutaba de un gran comercio de exportación, ganando hasta doscientas mil libras al año antes de que la Revolución Francesa perturbara los mercados (Hunter, 1987: 137-138).

En cuanto a la versión definitivamente aprobada de la ley (anexo II), esta recoge las demandas esenciales de los peticionarios, apoyándose tan solo en el criterio del valor-trabajo lockeano que se recoge de buen principio: «diversas personas […] han inventado y grabado […] series de grabados históricos y de otro tipo, con la esperanza de haber cosechado el único beneficio de su trabajo». Además, su articulado establece, en caso de incumplimiento, una sanción de cinco chelines por impresión, exige que se grabe en cada plancha el nombre del propietario y permite la cesión de los derechos reproductivos acreditada por su firma.

Según los registros disponibles en el Diario de los Comunes, sabemos que la comisión encargada de examinar la petición recibió el testimonio favorable del grabador francés Bernard Baron y algunas enmiendas de las que desconocemos su contenido salvo una, incorporada como punto cinco al redactado final de la ley:

Y considerando que John Pine de Londres, grabador, se propone grabar y publicar una serie de estampas copiadas de varios tapices de la Cámara de los Lores, y del guardarropa de Su Majestad, y otros dibujos relacionados con la invasión española, en el año de nuestro Señor mil quinientos ochenta y ocho; sea promulgado además por la autoridad antes mencionada Que dicho John Pine tendrá derecho al beneficio de esta ley, para todos los efectos y propósitos, de la misma manera que si dicho John Pine hubiera sido el inventor y diseñador de dichas impresiones.

Esta cláusula se introdujo, sin duda, porque el objeto de la ley era proteger los “diseños” originales frente a las copias y, para salvaguardar a Pine, se daba excepcionalmente a sus copias de los tapices un estatus equivalente al “original”. Así lo confirma el recuento de su posterior tránsito por la Cámara de los Lores:

Al día siguiente [16 de abril], los Lores dieron al proyecto de ley su segunda lectura. Mientras estaban en el comité, un Lord comentó sobre la cláusula de Pine y propuso «enmendar el proyecto de ley y hacerlo más general, ampliándolo a las estampas grabadas a partir de pinturas antiguas, siempre que las mismas sean grabadas con el consentimiento de los propietarios de dichas pinturas». Pine, que estaba presente, dijo que «los grabadores habrían estado encantados de que el proyecto de ley fuera más general, pero que la Cámara de los Comunes no estaba dispuesta a hacerlo tan extensivo, lo cual era la razón por la que él intentaba obtener dicha cláusula». El Lord no insistió en su enmienda «porque se temía que pudiera poner en peligro el proyecto de ley». El comité informó sobre el proyecto de ley sin enmiendas el 23 de abril (Hunter, 1987: 135).

De hecho –según el anterior pleito de Hogarth contra Morris (1728)– los tapices se consideraban como copias de un dibujo y, por tanto, los grabados de Pine serían, en lugar de una copia, la copia de una copia, es decir, un simulacro, como posteriormente confirmó el testimonio de Thomas Barnardiston en el juicio de Blackwell contra Harper (1740):

que la Impresión no puede ser una Invención, ya que es solo una mera copia del tapiz. Todo tapiz está hecho a partir de dibujos; el dibujo es la invención, el tapiz es una copia de los dibujos y, en consecuencia, las estampas del señor Pine son sólo copias de copias (cit. Alexander y Martínez, 2021: 63).

El mismo Lord Canciller Hardwicke que promulgó la sentencia de este caso anterior, volvería a encontrarse con un asunto parecido en Jefferys contra Baldwin (1753). Richard Baldwin –propietario del London Magazine– había pirateado una estampa que, originalmente, el cartógrafo Thomas Jefferys encargó a un artista. Como juez, Hardwicke dictaminó que:

ningún cesionario, que no fuera también el inventor original, podía beneficiarse de la protección otorgada por la ley, y por lo tanto falló a favor de Baldwin. Argumentó que el propósito del estatuto era alentar el genio y el arte, y no proteger la propiedad de «cualquier persona que emplee un impresor o grabador» (Hunter, 1987: 137).

En consecuencia, los derechos de los grabadores que trabajaban como meros copistas –es decir: la gran mayoría– no estaban protegidos por la “Ley Hogarth”. Para remediarlo, en 1766, los Comunes promulgaron una nueva reforma que extendía los beneficios de la anterior a toda persona que efectuase «cualquier retrato, conversación, paisaje o arquitectura, mapa, gráfico o plano, o cualquier otro grabado o grabados de cualquier tipo […] tomado de cualquier cuadro, dibujo, modelo o escultura, ya sea antigua o moderna» (Bently y Kretschmer).

Sin embargo, esta modificación hacía posible de nuevo la piratería, ya que: «¿qué sucedería si, en lugar de copiar una obra de arte desprotegida, como una escultura o una pintura, un grabador copiaba otro grabado, por ejemplo, uno de los grabados de Hogarth?» (Rose, 2005: 65) Para resolverlo, el parlamento aprobó en 1777 –a petición de otros once grabadores– una versión final que prohibía la reproducción de grabados «sin el consentimiento expreso del propietario o propietarios de la misma, obtenido previamente por escrito, firmado por él, ella o ellos respectivamente, con su propia mano o manos, en presencia y atestiguado por dos o más testigos creíbles» (Cora, 2020: 1601).

A partir del siglo XIX, en Gran Bretaña, nuevas leyes iban a ampliar la cobertura del copyright a otros campos como la escultura (Sculpture Copyright Act, 1814), los actores y actrices (Dramatic Copyright Act, 1833) o la pintura (Fine Arts Copyright Act, 1862). Finalmente –en 1886 y a iniciativa de Victor Hugo– Alemania, Bélgica, España, Francia, Haití, Italia, Liberia, Reino Unido, Suiza y Túnez firmarían el “Convenio de Berna”, primer tratado internacional para la protección de obras literarias y artísticas.

 

Las copias piratas de A Rakes Progress

Sin embargo, como suele decirse: hecha la ley, hecha la trampa. La petición al Parlamento –redactada con ayuda del abogado, compañero masón y amigo de Hogarth, William Hugg– se limitó inicialmente a proteger los “diseños” originales respecto a los calcos y permitía, por tanto, la copia de los grabados reelaborada a manos de otros artistas.

Fig. 3 - London Journal (22 de diciembre de 1733), anuncio.

A pesar de haber esperado hasta la sanción de la ley en 1735 para publicar A Rakes Progress, su nueva serie de grabados; las subscripciones de la misma ya habían arrancado desde el 22 de diciembre de 1733 a través de un anuncio en el London Journal (fig. 3), donde invitaba a visitar su casa en Golden-Head in Leicester-Fields para ver allí los ocho lienzos en que se basarían sus correspondientes estampas. No obstante, en otro anuncio casi un año posterior –publicado en London Evening Journal el 2 de noviembre de 1734– Hogarth manifestaba haber retocado sus pinturas originales, sin duda con el ánimo de desanimar a los piratas y demorarse hasta la entrada en vigor de la nueva normativa. De poco sirvió, ya que el 3 de junio de 1735, el propio Hogarth se lamentaría en el London Evening Post de un nuevo truco de estos:

Varios vendedores de grabados […] han decidido, no obstante, continuar con sus dañinos procedimientos al menos hasta ese momento, y han conseguido, de manera clandestina, que personas miserables y necesitadas acudan a la casa del señor William Hogarth, con el pretexto de ver su Rakes Progress, para piratearlo y publicar impresiones básicas antes de que arranque la ley, e incluso antes de que el propio señor Hogarth pueda publicar las verdaderas (Kunzle, 1980: 23)

Las suspicacias de Hogarth estaban bien fundadas ya que, no una semana ni dos días después, sino exactamente ese mismo día –el 3 de junio de 1735– cuatro impresores (Henry Overton, John King y Thomas y John Bowles) anunciaron en el Daily Advertiser la edición de una versión pirata de A Rakes Progress –con el indisimulado título The Progress of a Rake– anterior incluso a la publicación de la primera tirada de grabados de Hogarth, que saldría el 25 de junio coincidiendo con la entrada en vigor de la nueva ley. Estos impresores piratas adoptaron su particular modus operandi entre febrero –mes en que se registró la petición de los artistas en el Parlamento– y mayo de 1735, una operación así descrita por Kunzle:

Sin duda se empleó una serie de agentes porque el regreso reiterado de una sola persona despertaría sospechas; los recuerdos de una sola visita, incluso por más de una persona, no habrían proporcionado una base suficientemente buena para una historia tan larga. […] Además, los espías no podían haber tenido ningún vínculo conocido con el negocio, ya que a cualquier grabador o vendedor de estampas profesional se le habría negado la entrada. […] Como profanos en las artes, con mentes no entrenadas para las hazañas de memoria, los espías deben haber presentado informes confusos y contradictorios. Cotejando la información, clasificando lo que era factible y creíble, y con nociones simples de la colocación de las figuras principales, los grabadores tuvieron la poco envidiable tarea de elaborar la composición detallada por sí mismos mientras esperaban las correcciones orales de los espías. El trabajo debe haber sido realizado a toda velocidad, para poder presentarse antes de que la ley entrara en vigor. Esta extraña forma de colaboración obtuvo resultados extraños. Algunas partes se recuerdan con bastante precisión, otras sólo vagamente: un gesto, una actitud, una acción, un personaje se pierden para desaparecer por completo o para reaparecer en otro contexto. […] Los espías estaban claramente sorprendidos por la cantidad de figuras y es posible que hayan duplicado algún personaje aquí y allá en sus informes, pues destaca que la obra del plagiario esté, por regla general, más poblada que la de Hogarth (Kunzle, 1980: 23-24)

Esta banda de cuatreros no era, desde luego, desconocida para Hogarth sino que se trataba de los mismos ricos “monopolistas” que denunciaba en su petición al parlamento: las familias de tenderos bien establecidas en Covent Garden o Fleet Street –la calle de la prensa– como los hermanos Bowles o los hermanos Overton. En sus comienzos, el también masón Henry Overton había asesorado a Hogarth y, durante 1725-1726, la serie de doce grabados que adaptaba el Hudibras de Samuel Butler sería puesta a la venta a través del local de su hermano, Philip Overton. Esa experiencia fue un escarmiento para Hogarth ya que Philip se quedó las planchas originales y buena parte de sus ganancias. Seis años después, cuando Hogarth decidió publicar por su propia cuenta A Harlots Progress, los hermanos Overton la plagiaron y reimprimieron despiadadamente. A pesar del burdo intento de plagio de A Rakes Progress por Thomas Overton, cuando Hogarth lanzó, como contramedida, el anuncio de sus propias versiones baratas de este ciclo de grabados entre el 17 y el 19 de junio de 1735, no le quedó más remedio finalmente que también venderlas en la misma tienda de Philip Overton (Kunzle, 1966: 317). No obstante, una vez aprobada la nueva ley, el número de falsificaciones se redujo muy notablemente.

 Fig. 4- William Hogarth (1734): A Rake's Progress VIII: The Madhouse, óleo sobre lienzo.
 Fig. 5- William Hogarth (1763): A Rake's Progress VIII: The Madhouse, grabado.
 Fig. 6- Overton, King y Bowles (1735): He is chained raving mad in Bedlam, grabado.

Como ejemplo, podemos comparar el caso de la pintura original (fig. 4), su reproducción oficial (fig. 5) y la versión plagiada (fig. 6) de la octava y última viñeta en A Rakes Progress: The Madhouse. Durante 2021 –coincidiendo con una muestra del artista inglés– la Tate Gallery de Londres analizó las pinturas de este ciclo moral a través de rayos X e infrarrojos, concluyendo que:

Una radiografía de la pintura mostró que Hogarth inicialmente pintó las figuras del protagonista, Tom Rakewell, y la siempre devota Sarah Young mucho más cerca en posición y sentimiento de su apariencia en la estampa. Este hallazgo nos llevó a creer que Hogarth volvió a la pintura y cambió la figura central después de que se hicieran los grabados. […] Se cree que la pose de Tom, postrado en primer plano con cadenas en las muñecas y los tobillos, está inspirada en las estatuas de tamaño natural Melancholia y Raving Madness del escultor Caius Gabriel Cibber, ambas de 1676, que coronaban las puertas del Hospital Real de Belén (Bethlem) para pacientes psiquiátricos, conocido como Bedlam, donde se encuentra esta pintura. […] En la primera representación del lienzo y en grabados posteriores, Hogarth parece mostrar a Tom en una posición que recuerda a Raving Madness: su cuerpo está tenso, su brazo está levantado, sus dos rodillas están dobladas y tiene una expresión de dolor. El cambio posterior en la posición de Tom sugiere que Hogarth cambió de opinión y optó por una pose más clásica con ecos de la Melancholia de Cibber (Griffin, Macaro y Townsend, 2021).

 Fig. 7- Caius Gabriel Cibber (1676): Raving Madness, estatua en piedra de Portland.

Además de este cambio en el ademán de Tom, la transformación más evidente del grabado original a partir del lienzo es la inversión horizontal en su estructura, elemento facilitado precisamente por esta técnica reproductiva. Paradójicamente, la versión pirata conserva la simetría del cuadro al óleo, pero parece adelantarse a la reposición del brazo de Tom sobre el pecho, probablemente inspirada por la Raving Madness de Cibber (fig. 7). Esto demuestra, una vez más, el juego del gato y el ratón entre Hogarth y sus plagiarios piratas. En general, la copia bastarda parece una recomposición desgarbada, desplazando algunos personajes –notablemente a Sarah Young y quienes la rodean– reconfigurando a otros –como las curiosas visitantes de la burguesía, abanico en mano, substituidas por una chiflada– y eliminando elementos como las escaleras. Kunzle ofrece una descripción al detalle de estas alteraciones para rematar: «la diferencia estilística entre los originales de Hogarth y la obra de los plagiados, especialmente en los rostros, puede resumirse según los criterios esenciales del propio Hogarth: son caricaturas de sus personajes. La motivación psicológica cede ante la farsa» (Kunzle, 1966: 339-345).

 Fig. 8- William Hogarth (20 de marzo de 1754): Crowns, Mitres, Maces Etc., grabado.

En 1750, A Rakes Progress pasó al dominio público –y, por tanto, libre de ser reproducida allende el copyright– sin que su autor se molestara por ello. Al contrario, cuatro años después, Hogarth todavía celebraba la “Ley de los grabadores” en uno de sus tickets de subscripción para su The Humours of an Election (1755), titulado Crowns, Mitres, Maces Etc (fig. 8), atribuyéndose a sí mismo el impulso la iniciativa:

En humilde y agradecido reconocimiento de la gracia y bondad de la Legislatura, manifestada en la Ley del Parlamento para el fomento de las artes del diseño, grabado, etc., obtenida por los esfuerzos, y casi a expensas exclusivas, del diseñador de esta impresión, en el año 1735; por la cual no solo los profesores de esas artes fueron rescatados de la tiranía, los fraudes y las piraterías de los comerciantes monopolistas y legalmente obtuvieron derecho a los frutos de sus propios trabajos, sino también fueron impulsados el genio y la industria por los incentivos más nobles y generosos a esforzarse, se excitó la emulación, las composiciones ornamentales se comprendieron mejor y cada manufactura en que la fantasía se interesaba se elevó gradualmente a un nivel de perfección antes desconocido, de tal manera que las de Gran Bretaña son en la actualidad las más elegantes y las más estimadas de todas en Europa.

Dos años después de la muerte de Hogarth en 1764, su viuda conseguiría que el parlamento modificase la ley para doblar a veintiocho años la protección del copyright y, en su caso, otros veinte años extra más que garantizasen su subsistencia personal frente a las continuas reimpresiones libres de su fallecido marido (Kunzle, 1980: 27).

 

2. METÁFORAS DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL

En el nombre del Padre

La polémica filosófica sobre la reproducción de imágenes tiene un origen concreto en el pensamiento europeo: el Sofista de Platón. A través de este diálogo entre Teeteto y un extranjero, el padre de la Academia distingue (235d-236c) dos tipos de imágenes (eídola): las copias (eíkon) y los simulacros (phántasma):

Extr. Una de las artes que veo contenidas en él es el hecho de hacer copias [tékhné eikastikén]. Esta existe cuando alguien, teniendo en cuenta las proporciones [symmetrías] del modelo [paradeígmatos] en largo, ancho y alto, produce una imitación que consta incluso de los colores que le corresponden.

Teet. ¿Por qué? ¿No es eso lo que todos los imitadores [mimoúmenoí] tratan de hacer?

Extr. No aquellos que elaboran o dibujan [gráfousin] obras monumentales. Si reprodujeran las proporciones [symmetrían] verdaderas que poseen las cosas bellas, sabes bien que la parte superior parecería ser más pequeña de lo debido, y la inferior, mayor, pues a una la vemos de lejos y a la otra de cerca.

Teet. Eso es verdad.

Extr. ¿Pero acaso los artistas [demiourgoí] no se despreocupan de la verdad y de las proporciones [symmetrías] verdaderas, y confieren a sus imágenes [eidólois] las que parecen ser bellas?

Teet. Así es.

Extr. Entonces, aquello que es otro [éteron], pero justo [díkaion], podemos llamarlo copia [eíkona], ¿no es así?

Teet. Sí.

Extr. Y la subdivisión correspondiente del arte de la imitación [mimitikés] puede ser llamada con el nombre que acabamos de usar: hacer copias [eikastikén].

Teet. Puede ser.

Extr. Ahora bien, lo que aparece [phainómenon] de lo bello sólo porque no se lo ve bien, pero que si alguien pudiera contemplarlo adecuadamente en toda su magnitud no diría que le es familiar [eoikénai] ¿cómo se llamará?, ¿no será un simulacro [phántasma]?

Teet. Indudablemente.

Extr. Y ésta es una clase muy extensa, pues abarca las pinturas [zografían] y las imitaciones [mimitikén] de toda índole.

Teet. Es verdad.

Extr. Entonces, el nombre más apropiado para el arte que no produce una copia [eikóna], sino un simulacro [phántasma], será el de «hacer simulacros» [phantastikén].

Teet. Perfectamente.

Extr. Éstas, en consecuencia, son las dos formas de hacer imágenes [eidolopoiikés] a que me refería: hacer copias [eikastikén] y hacer simulacros [phantastikén].

Teet. Bien.

Al final de este extenso diálogo (268c-268d), Platón lo compendia para identificar al sofista como artista humano, que no divino, de los simulacros, que no de las copias:

Extr. Arte de contradecir derivado de un insincero género de doxomímica, vástago de la creación de simulacros [fantastikoú géno], procedente del hacer imágenes [eidolopoiikés], que se distingue como una porción no divina, que exhibe, en fin, un oscuro juego de palabras: tal es la sangre [aímatos] y el linaje [geneás] que pueden asignarse, en verdad, al auténtico sofista[4].

En su célebre comentario de esta obra, Francis M. Cornford precisa:

Tanto aquí como en la República, todo el arte refinado, considerado “imitativo”, queda subsumido dentro del arte de “hacer simulacros”, no “copias”. Platón no quiere decir que haya un tipo de arte bueno y honesto que haga “copias”, que reproduzca las proporciones reales en sus tres dimensiones y con los colores naturales del original —o sea, una producción de imágenes de cera—; y, por otro lado, un arte deshonesto —que incluiría las esculturas del Partenón— que distorsiona las proporciones verdaderas. El término “copia” está utilizado aquí con un sentido más restringido que el habitual. Significa reproducción o réplica (Cornford, 2007: 251).

Ciertamente, parece harto improbable que Platón condenase a los dibujantes o demiurgos como responsables de anamorfosis; el objeto de su crítica se ciñe estrictamente al sofista. No obstante, sí considera con claridad a la copia como superior frente al simulacro: la primera es justa por adecuarse a la simetría de su paradigma. Este último aspecto, ha sido desgranado por Gilles Deleuze en su magnífico texto Platón y el simulacro, con una belleza y claridad excepcional para un autor habitualmente barroco. El francés despliega una lectura genealógica implícita en el diálogo platónico: los simulacros, como el sofista, serían falsos pretendientes de una novia donada por su padre.

El platonismo es la Odisea filosófica; la dialéctica platónica no es una dialéctica de la contradicción ni de la contrariedad, sino una dialéctica de la rivalidad (amphisbetesis), una dialéctica de los rivales o de los pretendientes: la esencia de la división no aparece a lo ancho, en la determinación de las especies de un género, sino en profundidad, en la selección del linaje. Seleccionar las pretensiones, distinguir el verdadero pretendiente de los falsos. […] El pretendiente es quien recurre a un fundamento a partir del cual su pretensión se encuentra bien fundada, mal fundada o no fundada. […] Participar es, en todo caso, ser el segundo. De ahí la célebre tríada neoplatónica: lo imparticipable, lo participado, el participante. También podríamos decir; el fundamento, el objeto de la pretensión, el pretendiente; el padre, la hija y el novio (Deleuze, 2005: 256-257).

Agazapado en la buena copia, se encuentra el idealismo platónico, una reelaboración de su mito de la caverna respecto de las imágenes:

Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza; los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación esenciales. Es en este sentido que Platón divide en dos el dominio de las imágenes-ídolos: por una parte las copias-iconos, por otra los simulacros-fantasmas. […] La gran dualidad manifiesta, la Idea y la imagen, no está ahí sino con este fin: asegurar la distinción latente entre los dos tipos de imágenes, dar un criterio concreto. Pues, si las copias o iconos son buenas imágenes, y bien fundadas, es porque están dotadas de semejanza, pero la semejanza no debe entenderse como una relación exterior: no va tanto de una cosa a otra como de una cosa a una Idea, puesto que es la Idea la que comprende las relaciones y proporciones constitutivas de la esencia interna. Interior y espiritual, la semejanza es la medida de una pretensión: la copia no se parece verdaderamente a algo más que en la medida en que se parece a la Idea de la cosa. El pretendiente sólo se conforma al objeto en tanto que se modela (interior y espiritualmente) sobre la Idea […]. En síntesis, es la identidad superior de la Idea lo que funda la buena pretensión de las copias, y la funda sobre una semejanza interna o derivada (Deleuze, 2005: 258).

Por otra parte, el simulacro encarna una nietzscheana potencia de lo falso:

Consideremos ahora el otro tipo de imágenes, los simulacros: lo que pretenden, el objeto, la cualidad, etc., lo pretenden por debajo, a favor de una agresión, de una insinuación, de una subversión, «contra el padre» y sin pasar por la Idea. Pretensión no fundada que recubre una desemejanza como un desequilibrio interno. […] Si decimos del simulacro que es una copia de copia, icono infinitamente degradado, una semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro, una imagen sin semejanza. […] La imitación está determinada a tomar un sentido peyorativo en tanto que no es sino una simulación, que sólo se aplica al simulacro y que designa el efecto de semejanza meramente exterior e improductivo, obtenido a través de astucias o por subversión. […] El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción. […] Es el triunfo del falso pretendiente. Simula al padre, al pretendiente y a la novia en una superposición de máscaras. Pero el falso pretendiente no puede ser llamado falso en relación a un supuesto modelo de verdad, como tampoco la simulación puede ser llamada apariencia, ilusión. […] Se trata de lo falso como potencia, Pseudos […]: la más alta potencia de lo falso (Deleuze, 2005: 258-259 y 263-264).

De manera muy instructiva, el filósofo francés aplica estas reflexiones griegas sobre la imagen a la doctrina cristiana o, como decía Nietzsche, el “platonismo de los pobres”:

El catecismo, tan inspirado del platonismo, nos ha familiarizado con esta noción: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, por el pecado, el hombre perdió la semejanza, conservando sin embargo la imagen. Nos hemos convertido en simulacro, hemos perdido la existencia moral para entrar en la existencia estética. La observación del catecismo tiene la ventaja de poner el acento en el carácter demoníaco del simulacro. Sin duda, aún produce un efecto de semejanza; pero es un efecto de conjunto, completamente exterior, y producido por medios totalmente diferentes de aquellos que operan en el modelo (Deleuze, 2005: 259).

Finalmente, concluye:

En definitiva, hay en el simulacro un devenir-loco, un devenir ilimitado. […] Imponer un límite a este devenir, ordenarlo a lo mismo, hacerlo semejante; y, en cuanto a la parte que se mantuviera rebelde, rechazarla lo más profundamente posible, encerrarla en una caverna al fondo del océano: tal es el objetivo del platonismo en su voluntad de hacer triunfar los iconos sobre los simulacros (Deleuze, 2005: 260).

Esta interpretación patriarcal del Sofista, allí apenas esbozada, proviene, en realidad, de otro diálogo platónico anterior: el Timeo. En su apartado 28a, se discrimina entre el ser y el devenir –término de la máxima importancia en Deleuze– tal como sigue:

¿Qué es lo que siempre existe, que carece de devenir, y qué lo deviene continuamente, pero nunca es? Lo uno, el ser siempre inmutable; puede ser comprendido por la inteligencia mediante el razonamiento: lo otro, en cambio, que nace y fenece, y nunca es realmente, es objeto de opinión, comprendido mediante la sensación. Además, todo lo que deviene, deviene necesariamente por alguna causa; es imposible, por tanto, que algo devenga sin una causa. Cuando el Artesano [dēmiourgós] de algo, al construir su forma y cualidad, fija constantemente su mirada en el ser inmutable y lo usa de modelo [paradeígmatos], lo así hecho será necesariamente bueno. En cambio, aquello cuya forma y cualidad hayan sido conformadas por medio de la observación de lo generado, sirviéndose de un modelo engendrado, no será bueno[5].

Aquí tenemos ya al modelo, la copia y el simulacro. Sin embargo, poco después (49b-51b), se precisa que, además del ser/modelo (paradeigmatos) y el devenir/imitación del modelo (mímima paradeígmatos), es necesaria una tercera categoría fundamental:

¿Qué característica y qué naturaleza debemos suponer que posee? Exactamente la siguiente: que es receptáculo, como una nodriza, de toda generación [pases einai geneseós ipodojen auten oion tienen] […] En efecto, recibe siempre todo sin adoptar en lo más mínimo ninguna forma semejante a nada de lo que entra en ella; y es que subyace como molde natural [ekmageîon] para todo, puesto en movimiento y configurado por los cuerpos entrantes, a causa de los cuales adopta sucesivamente apariencias diversas y los cuerpos que entran y salen son siempre imitaciones de los seres reales [ton ontón aei mimemata], impresos [tipôcenta] a partir de ellos de una manera asombrosa e inefable, que trataremos en otro momento. Ciertamente, ahora, es preciso concebir tres géneros: lo que deviene, aquello en lo que deviene y aquello a partir de cuya imitación nace lo que deviene; es más, resulta congruente comparar el receptáculo a una madre, aquello de donde viene, a un padre y la naturaleza intermedia, a un hijo y pensar que, de manera similar, cuando un relieve ha de ser de una gran variedad, el material en que se va a realizar el grabado estará bien preparado, salvo si careciera de todas aquellas formas que va a recibir de algún lugar.

Es decir, las tres categorías serían el ser inmutable/el padre, el devenir temporal/ el hijo y, en tercer lugar, la madre: «el género eterno del espacio (jora), que no admite destrucción, proporciona asiento a todo cuanto llega a la existencia» (52a-52b). En boca de Sócrates, resulta inevitable recordar a su propia madre, Fenáreta, la partera que presta oficio a su método: la mayéutica. Deleuze concede cierta importancia a esta “nodriza del devenir”, por ejemplo, en El pliegue (Deleuze, 1989 101-102) pero, en su análisis del Sofista, esta figura no aparece.

Al respecto –dada su conocida predilección por la embriología– el francés quizás también considerase, en lugar de la jora, su distorsión a través de la doctrina que el pensamiento europeo heredará de la escolástica cristiana: las tesis aristotélicas sobre la reproducción, no ya artística sino biológica, delimitadas principalmente en su Generación de los animales. El estagirita no se anda con rodeos, al identificar al macho con «lo mejor y más divino» (732a), es decir, la causa formal o eîdos (forma visible o idea) del vástago, mientras que a la hembra corresponde la causa material o hyle (materia), una herencia consolidada a través del étimo latino “madre”. Como apunta Rose en relación directa a los derechos de autor:

Según esta comprensión, el varón proporciona el espíritu de un niño, una esencia inmaterial que se nutre en el útero femenino donde se reviste de materia. Un niño, por tanto, no era tanto la mezcla de las características de dos progenitores como la emanación de uno de ellos, el padre. En otras palabras, de tal palo tal astilla. […] La noción de autoría expresada por la metáfora de la creación infantil era, por tanto, ineludiblemente masculina. La autoría era la paternidad (Rose, 2002: 4).

En la misma línea machista, Aristóteles afirma que las mujeres son «como varones estériles (ágonon)» (728a), que una mujer es «como un varón discapacitado (pepiroménon)» (737a) y que la naturaleza femenina debe ser considerada «como una mutilación (anapiría) natural» (775a). Pero, más relevante para nosotras, el macho es producto de la proporción o symmetría, a diferencia de la hembra:

En primer lugar, los movimientos masculinos dominan cuando hay symmetría entre los padres, mientras que se describe que los nacimientos femeninos ocurren en casos en los que hay una falta de symmetría (767a). Suponiendo que symmetría aquí signifique algo como “conmensurabilidad” o “proporción debida”, parecería que las mujeres surgen cuando existe una relación desproporcionada. […] Los machos son el resultado de un movimiento para producir machos, movimiento que está presente en lo actual y que dominará siempre que haya conmensurabilidad o proporción debida (symmetría); las mujeres, por otro lado, resultan cuando no hay symmetría y el movimiento masculino no logra dominar, permitiendo que el movimiento y el potencial femenino se vuelvan operativos (Gelber, 2017: 183-184).

El desastre extremo de la reproducción biológica surge con el monstruo que se desvía, en parábola, del linaje y –aún sin ser lo mismo– no anda, para Aristóteles, tan lejos de la mujer:

Desde luego, el que no se parece a sus progenitores [progónois] es ya en cierto modo un monstruo [térati], pues en estos casos la naturaleza se ha desviado [parekbolḗ] de alguna manera del linaje [génous]. El primer comienzo de esta desviación es que se origine una hembra y no un macho (767b).

Esto se confirma poco después al aplicar al monstruo uno de los términos ya asociados a lo femenino y que, significativamente, todavía identifica en griego moderno a la discapacidad física:

Las explicaciones de la causa están próximas y son similares en cierto modo en el caso de los monstruos y de los animales mutilados [anapíron]: pues también la monstruosidad es una especie de mutilación [anapiría] (769b).

En suma, el monstruo es consecuencia de una causa material, es decir: la hembra, que no ha sido dominada por la causa formal, es decir: el varón…

Sin embargo, nunca es al azar, y parece menos monstruosidad [téras] porque incluso lo que va contra la naturaleza está en cierto modo de acuerdo con la naturaleza, cuando la naturaleza formal [eídos physis] no prevalece sobre la naturaleza material [hylen] (770b)[6].

Consecuentemente, la contraposición entre copia y simulacro se plantea ahora como un espectro de diferencias entre dos extremos: el vástago simétrico (hijo varón) y el monstruo ajeno a la semejanza respecto de la forma ideal (eídos) de su padre[7]. Por lo demás, el estagirita valida la transferencia de este dominio de la reproducción biológica –donde, a su juicio, el macho representa el calor seco y la hembra el frío húmedo– al mecanismo de reproducción técnica o artística: «Ocurre también lo mismo en los productos del arte. Pues el calor y el frío hacen el hierro duro o blando, pero la espada la hace el movimiento de los instrumentos, movimiento que contiene una definición, la del arte» (725a). Como apuntaba Deleuze, esta herencia griega sería mediada por la escolástica cristiana –en especial a través de su posterior De Anima– para conformar una interpretación teológica del acto creativo predominante, cuando menos, hasta finales del Renacimiento.

 

Del Hijo…

Tras lo genealógico, la siguiente metáfora sobre propiedad intelectual –aquella en que se compara con el trabajo agrícola– es eminentemente moderna, aunque también se pueden encontrar algunos precedentes griegos como, por ejemplo, la equiparación clásica del acto de arar el campo en bustrofedón con la escritura sobre una tablilla de cera. No obstante, la idea del campo mental como tabla de cera pasaría a la posterioridad a través de la célebre imagen de la tabula rasa, reformulada por John Locke –fundador del empirismo moderno– en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690).

Precisamente, frente a la justificación del absolutismo en el Patriarca o el poder natural de los reyes (1680) de Robert Filmer –que identifica al soberano con el padre– Locke establecería en sus Dos tratados sobre el gobierno civil (1689) un fundamento de autoridad alternativo, su teoría del valor-trabajo, así expuesta tras recordar el salmo del Rey David por el que «Dios ha dado la tierra a los hijos de los hombres» (ST 27):

Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona [every man has a property in his own person]; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo [labour] de su cuerpo y la labor [work] producida por sus manos podemos decir que son suyos [are properly his]. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor [labour] y añade a ella algo que es de sí mismo [that is his own], es, por consiguiente, propiedad suya [his property]. Pues al sacarla del común en que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo [labour], y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres (Locke, 2022: 66)[8].

En consecuencia, el trabajo –fundamento de la propiedad– es un derecho, pero también una obligación, aspecto muy del gusto protestante (ST 32):

Dios, cuando dio el mundo comunitariamente a todo el género humano, también le dio al hombre el mandato de trabajar [commanded man to work]; y la penuria de su condición requería esto de él. Dios, y su propia razón, ordenaron al hombre que éste sometiera a la tierra, esto es, que la mejorara para beneficio de su vida, agregándole algo que fuese suyo, es decir, su trabajo (Locke, 2022: 70).

El termino preciso para esta miseria originaria presente en el Segundo tratado de Locke, es waste (desperdicio) o wasted land (yermo o tierras desperdiciadas) que se contrasta –por dos veces seguidas– a las tierras poseídas (where all the land is possessed), como afina Meiksins:

El argumento de Locke, que no por casualidad rezuma desprecio colonialista, es que la tierra no mejorada es un desperdicio [waste], de modo que cualquier hombre que la saque de la propiedad común y se la apropie –el que la retire de lo común y la acordone a fin de mejorarla– le ha “dado” algo a la humanidad, en lugar de quitárselo (Meiksins, 1999: 111).

Sin duda, esta tesis legal del desperdicio agrícola –así como aquella de la Tierra de nadie (Terra nullius o Vacuum domicilium)– recuerdan con claridad la noción de la mente como tabula rasa dispuesta a ser labrada. Aunque, particularmente en filosofía analítica, se proscribe la comparación entre la doctrina política y epistemológica lockeana, resulta difícil obviar que fueron escritas por la misma persona. En este sentido, consideramos que la teoría del valor-trabajo en el Segundo tratado sobre el gobierno civil –publicado originalmente durante 1689– se amplía e ilumina notablemente con el célebre capítulo sobre la identidad personal que Locke añadió cinco años después a la segunda edición de su Ensayo sobre el entendimiento humano. Ya en el Tratado se esboza que la “persona” es una propiedad del hombre como individuo (ST 44):

El hombre, al ser dueño de sí mismo y propietario de su persona y de las acciones y trabajos de ésta, tiene en sí mismo el gran fundamento de la propiedad. [Man had in himself the great foundation for ownershipnamely his being master of himself, and owner of his own person and the actions or work done by it] (Locke, 2022: 82).

Por tanto, el fundamento de la propiedad es, en primer lugar, el dominio de la propia persona. Sin este paso previo, un individuo que no se controle a sí mismo no es propiamente una persona y, por extensión, no puede ser propietario de ninguna otra cosa. Sin embargo, esta breve noción inicial de la “persona” no se despliega profundamente en el Tratado sino después en el Ensayo, donde se define de la siguiente manera (EH 27/9):

Es, me parece, un ser pensante inteligente dotado de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como el mismo [itself as itself], como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace en virtud de su tener conciencia [what enables it to think of itsef is its conciousness], que es algo inseparable del pensamiento y que, me parece, le es esencial, ya que es imposible que alguien perciba sin percibir que percibe. […] Porque, como el tener conciencia siempre acompaña al pensamiento, y eso es lo que hace que cada uno sea lo que llama sí mismo [self], y de ese modo se distingue a sí mismo [himself] de todas las demás cosas pensantes, en eso solamente consiste la identidad personal, es decir, la mismidad [sameness] de un ser racional. Y hasta el punto que ese tener conciencia pueda alargarse hacia atrás para comprender cualquier acción o cualquier pensamiento pasados, hasta ese punto alcanza la identidad de esa persona: es el mismo sí mismo [it is the same self] ahora que era entonces; y esa acción pasada fue ejecutada por el mismo sí mismo [by the same self] que el sí mismo que reflexiona ahora sobre ella en el presente (Locke, 2005: 318)[9].

Este vínculo entre persona y propiedad se encuentra inscrito en la lengua inglesa, precisamente, a través de los pronombres reflexivos. Mientras en la meseta castellana se refieren a uno mismo, tú mismo o él mismo en singular –estos dos últimos casos idénticos a los pronombres personales– los anglosajones ciertamente repiten oneself pero también emplean myself (mío mismo) para la primera persona y yourself (tuyo mismo) para la segunda; para la primera persona del plural se usa ourselves (nuestros mismos) y yourselves (vuestros mismos) para la segunda. Es decir, en inglés, varios pronombres reflexivos son –a diferencia también del francés o el alemán– eminentemente posesivos. Allende esta intuición lingüística preliminar, no deberíamos dejarnos arrastrar por un abismo metafísico, ontológico o, incluso, epistémico sobre este término de la persona ya que el mismo Locke precisa que, ante todo, su noción de la identidad personal responde a otro ámbito concreto, el jurídico (EH 27/26):

Tomo la palabra persona como el nombre para designar el sí mismo [self]. Dondequiera que un hombre encuentre aquello que él llama su sí mismo [myself], otro puede decir que se trata de la misma persona [the same person]. Es un término forense que imputa las acciones y su mérito; pertenece, pues, tan sólo a los agentes inteligentes que sean capaces de una ley y de ser felices y desgraciados. Esta personalidad no se extiende ella misma más allá de la existencia presente hacia lo pasado, sino por su tener conciencia, que es por lo cual se preocupa y es responsable de los actos pasados, y los reconoce [owns] y se los imputa a sí misma [itself] con el mismo fundamento y por la misma razón que lo hace respecto a los actos presentes (Locke, 2005: 310-311).

El mecanismo por el que la conciencia de sí se apropia de sus acciones se asemeja mucho, si no es igual, al del hombre que domina su propia conciencia: el individuo es dueño de su conciencia y esta, de sus acciones, incluido el trabajo, raíz, como ya hemos visto, de la propiedad. Para las lenguas que toman este término del latín como el castellano y el inglés, la noción de “propiedad” (proprietas) es un substantivo derivado del adjetivo “propio” (proprius) que posee, cuando menos, tres sentidos: la adecuación (esto es lo conveniente), la posesión (esto es lo mío) y la atribución (esto es lo correspondiente). En lugar de nombrar el último de estos tres conceptos como “propiedad”, Locke opta por priorizar la voz de “cualidad” en su célebre división entre cualidades primarias/objetivas (el tomate es redondo) y secundarias/subjetivas (el tomate es rojo).  Por tanto, en justicia, la propiedad para Locke es, ante todo, lo apropiado – dominarse, negarse a sí mismo adecuándose a una razón pertinente –y, solo en segundo lugar, lo propio– adoptar la pertenencia exclusiva de uno mismo (ST 63).

Tal prioridad moral del autocontrol personal sobre la propiedad agrícola encuentra sus antecedentes en el mundo clásico y, particularmente, en el Económico (362 a. C.) de Jenofonte que Locke había leído, más o menos, entre 1677 y 1678. Allí, este discípulo de Sócrates plantea el dominio de sí (enkrateia) como condición previa y necesaria al gobierno de la casa (oikos) (Foucault, 2019: 140-153). Pensadores contemporáneos tan distintos como Dardot y Laval (Dardot y Laval, 2010: 81-87) o Udo Thiel (Thiel, 2011: 127-131) abundan en esta misma interpretación de John Locke que prioriza una ética de la autocensura, incluso frente a la autonomía personal. Este aspecto de su pensamiento se manifiesta inequívocamente a través de una precaución de la máxima importancia: si la conciencia individual es el fundamento último de autoridad –de entrada, sobre el cuerpo de cada persona– el suicidio podría ser visto como acto de soberanía absoluta. Pues no, para Locke (ST 6), en realidad, el suicidio no es un acto autónomo sino obra de una discontinuidad, una fractura interior, por la que sobreviene otra conciencia personal distinta, la del demente (EH 27/20):

Tal, en efecto, vemos que es el sentir de la humanidad, según se ha expresado en las más solemnes declaraciones, puesto que las leyes humanas no castigan al loco por las acciones del hombre cuerdo, ni al cuerdo por las acciones del loco, de donde se ve que se hacen de ellos dos personas; lo que en cierta forma se ratifica en algunos modos de hablar que usamos, cuando decimos de alguien que no es sí mismo [not himself], o que está fuera de sí mismo [beside himself], frases indicativas de que quienes las emplean, por lo menos, que quienes las emplearon por vez primera, pensaron que el sí mismo había sufrido un cambio, y que lo que constituye al sí mismo de la misma persona ya no estaba en ese hombre (Locke, 2005: 326-327).

Al filo de este límite, surgen todo tipo de hipótesis extravagantes: ¿somos la misma persona al soñar? ¿Al emborracharnos? ¿tras la reencarnación, si la hubiera? Este último caso sería secularizado por Derek Parfit quien –en su Razones y personas (Parfit, 2019)– especula sobre una eventual tele-transportación física y mental. A su vez, Paul Ricoeur contestó al filósofo analítico, en mismo como otro (Ricoeur, 1996), discriminando las nociones de mismidad e ipseidad. Allende estos debates sobre la identidad personal, a nuestro juicio, las figuras de la alteridad que moviliza Locke resultan, precisamente, de lo más significativas ya que, a grandes rasgos, movilizan el infausto triángulo entre la locura, el niño y el salvaje o primitivo, no casualmente asociados al estado de “naturaleza inculta” previa al orden cívico. Por ello (ST 60): «los lunáticos y los idiotas nunca están libres del gobierno de sus padres» (Locke, 2022: 96), es decir, numerosas capas sociales deben excluirse del ámbito civil para ser dominadas según la vieja usanza autoritaria.

Allí y entonces, importaba mucho cómo este argumento se reciclaría para plantearse como verdad ideológica autoevidente: los niños, los dementes y los salvajes no formaban parte de la comunidad política y se les excluía del derecho a voto, pero tampoco los pobres ni los asalariados, al depender su voluntad de un amo ajeno a ellos mismos. Por supuesto, igualmente las mujeres. Es más, este programa delineaba el contorno de una sociedad disciplinaria:

Los directores de los asilos («casas de corrección») debían ser incitados a convertirlos en establecimientos de trabajo manufacturero; los jueces de paz debían ser incitados a crear establecimientos de trabajo forzado. Los hijos de los desempleados «de más de tres años» eran innecesariamente una carga para la nación; debían ser enviados a trabajar, y hacerles ganar más de lo necesario para su mantenimiento. Todo esto se justificaba por la razón explicita de que el desempleo no se debía a causas económicas sino a la degradación moral. La multiplicación de los parados –escribía Locke en calidad de miembro de la Comisión de Comercio en 1697– no se debía «a otra cosa que a la relajación de la disciplina y a la corrupción de las costumbres». Para Locke no era cuestión de considerar a los parados como miembros libres o de pleno derecho de la comunidad política; tampoco había duda alguna de que estaban plenamente sometidos al Estado. Y el Estado estaba autorizado a tratarles de ese modo porque no vivían con arreglo al criterio moral exigido a los hombres racionales (Macpherson, 2005: 220).

En tiempos recientes, se han presentado muchas críticas a la doctrina lockeana, por tan solo destacar algunos ejemplos: la feminista (Pateman, 1995), la anticolonial (Tully, 1993 y Renault, 2014), la marxista (Meiksins, 1999) o la foucaultiana (Dardot y Laval, 2010). Todas ellas acertadas en sus propios términos y, al mismo tiempo, deudoras parcialmente de la tesis del “individualismo posesivo” de Macpherson, formulada en los años sesenta del siglo XX y así resumida por Shelley Wright:

La definición actual de derecho de autor […] presupone que los individuos viven aislados unos de otros, que el individuo es una unidad autónoma que crea obras artísticas y las vende, o permite su venta por otros, ignorando la relación del individuo con otros dentro de su comunidad, familia, grupo étnico o religión: las mismas relaciones sociales a partir de las cuales y en beneficio de las cuales se supone que existen los derechos de monopolio limitado del individuo. (cit. en Alexander y Martínez, 2001: 72).

Sin embargo, el término “individualismo posesivo” puede llevar fácilmente a engaño de contraponerse, por ejemplo, a un “colectivismo altruista” o alguna otra fórmula semejante. Para decirlo en palabras del propio Macpherson: «no se trata de que a más individualismo menos colectivismo; se trata más bien de que cuanto más completo es el individualismo más completo es el colectivismo» (Macpherson, 2005: 251). De entrada, este autor emplea el término “individualismo posesivo” para englobar las doctrinas tanto de Hobbes y Hamilton como de los levellers y Locke, lo que oscurece su análisis particular de cada uno de ellos. De acuerdo con lo anteriormente expuesto, demuestra la especial continuidad entre los levellers y John Locke. Ciertamente, el edificio teórico lockeano sobre la propiedad y la persona podría considerarse como destilación final de la polémica histórica sobre estos asuntos que caracterizó a la Inglaterra del siglo XVIII. En este sentido, líderes de los levellers como Richard Overton o John Lilburne ya habrían avanzado antes de Locke los vínculos entre persona, propiedad y razón que hemos expuesto (Macpherson, 2005: 142-144). Todavía hoy, esta amplia tesis lockeana sobre la propiedad y la persona constituye «lo que podría llamarse el inconsciente de la ley de derechos de autor» (Rose, 2002: 8) asentada sobre el ejemplo del territorio agrícola:

En el siglo XVIII, la “propiedad” con la que se metaforizaba principalmente el copyright se trasladó a la tierra […] Se habla de “posesión” y “título”. Los derechos eran “rebasados”. O "invadidos e intervenidos". La propiedad literaria era una “tenencia”. La transgresión siguió siendo la principal metáfora del plagio hasta bien entrado el siglo XIX (St. Claire, 2010: 391-392).

Finalmente, cabe destacar otras dos metáforas –derivada y antagónica– del símil agrícola: las del dominio público y la piratería. Un proceso histórico determinante durante la Inglaterra de John Locke, sería el cercado de las, hasta entonces, tierras comunales o campos abiertos; aspecto que algunos consideran como base de su teoría de la propiedad y que Marx identificaría bajo el título de “acumulación originaria o primitiva” en tanto fundamento necesario del capitalismo. En el caso del copyright, el “dominio público” a menudo se compara con aquel sistema comunitario, previo al cercamiento, que hunde sus raíces en el concepto romano de la res publica. Esta comparación –que, por ahora, planteamos sin resolver– nos sumerge en el debate sobre la prioridad o no de la ley al reconstituir su estado anterior en términos de prohibición.

Y –si bien no se trata ya de bienes fijos sino móviles– la misma buena fortuna correría la metáfora contrapuesta al copyright que pervive aún en nuestro tiempo: la de la piratería. Ante una estricta repartición de la propiedad agrícola, el motivo del océano como esfera libre se remonta, cuando menos, al Mare Liberum (1609) de Hugo Grotius. No por casualidad, los piratas representaban el otro por excelencia de las tesis coloniales lockeanas, ya que comparten un mismo trasfondo histórico: los grandes imperios marítimos de las potencias europeas, ante los que cabría preguntarse si a los bucaneros –antes de salvajes bastardos– no les convendría aquello de que “quien roba a un ladrón…”. En cierto modo, los piratas siempre han despertado una mínima simpatía entre las clases populares, como aprecia St. Claire:

Aunque durante la era esclavista los piratas marinos eran enemigos públicos, a pesar de su crueldad también eran admirados por su igualdad: elegían a su capitán, dividían su botín en partes iguales, nunca se robaban unos a otros y proporcionaban una especie de modelo para una sociedad y economía alternativa. (St, Claire, 2010: 390).

 

y del Espíritu Santo

La última perspectiva y metáfora de la trinidad que aquí presentaremos como armazón teórico del copyright es la del “cuerpo político” civil, término derivado del “cuerpo místico” que designa a la Iglesia como encarnación comunitaria del espíritu de Jesucristo, celebrada aún hoy a través del ritual de la eucaristía.

Aunque sus orígenes se remontan hasta algún papiro egipcio del segundo milenio antes de Cristo y al Rigveda (c. 1500-1000 a. C), libro sagrado del hinduismo donde el sistema de castas se asocia con diversos órganos –los sacerdotes son la boca; los soldados, los brazos; los pastores, los muslos y los campesinos, los pies– esta alegoría se consolidaría en el mundo clásico occidental a través de la fábula de Esopo que contrapone El vientre y los pies (c. 620-564 a. C).

Durante la Inglaterra de la Alta Edad Media, el precursor de tal imagen del cuerpo político fue John de Salisbury, quien en su Policraticus (1159) sistematizó esta analogía orgánica: el rey sería la cabeza; los sacerdotes, el alma; los consejeros, el corazón; los funcionarios, sus ojos, oídos y lengua; una mano, el ejército, sostenía un arma; la otra, sin arma, era la justicia y los pies del cuerpo eran las clases populares, cuya armonía general correspondía al monarca (Salisbury, 1927: 63-280).

 Fig. 9- Abraham Bosse (1651): Portada de Leviatán de Thomas Hobbes, aguafuerte.

En la Era Moderna –aparte de la doctrina de los dos cuerpos del rey de la dinastía Tudor (Kantorowicz, 1997)– el concepto de Gran Bretaña como un solo organismo político casi se identifica con el célebre frontispicio del Leviatán (1651), donde la figura del monarca incorpora en su interior al conjunto de sus súbditos (fig. 9). No por casualidad esta metáfora orgánica resurgió en pleno esplendor del primer imperio británico, al traducir jurídicamente la literatura de la “isla virgen”. Por ejemplo, en The Commonwealth of Oceana (1656), James Harrington compararía el dominio marítimo británico con el sistema de circulación sanguínea y –en otra obra posterior– afirma que: «es cierto que la creación de un gobierno modélico […] no es nada menos que una anatomía política» (Harrington, 1659: 4). Este mismo término de “anatomía política” sería empleado por Foucault para describir el programa disciplinario de Jeremy Bentham (Foucault, 2002: 83) y –frente al cuento trascendente del contrato social– debemos ahora remitirnos, precisamente, a los antecesores del utilitarismo.

Para ello, cabe recuperar otra metáfora y otra fábula, ambas sucedáneas del “cuerpo político”. El primer ejemplo –hoy bien conocido por los fans de ciencia-ficción– es aquel de la “mente colmena” cuyo germen se remite al Fedón (82b) de Platón, a la Política (1253a) de Aristóteles y, especialmente, al Licurgo de Plutarco que exalta los valores intrínsecos al enjambre como sumisión y laboriosidad (Xenophontos, 2013: 1). John de Salisbury se haría eco del mismo motivo al titular el capítulo XIII de su Policraticus: «que la comunidad debe ordenarse según el modelo de la naturaleza, y que su ordenamiento debe tomarse prestado de las abejas». Esta metáfora pervive hasta nuestros días, por ejemplo, a través de la noción de la polinización cruzada aplicada al trabajo cognitivo (Moulier Boutang, 2012: 136-146).

En cuanto a la nueva parábola, obviamente, nos referimos a la célebre Fábula de las abejas (1714) de Bernard de Mandeville cuya influencia sobre las trifulcas sociopolíticas en la época de Hogarth resulta difícil exagerar. Tal como en el Leviatán se había favorecido ferozmente al monarca absoluto, la defensa del naciente capitalismo a cargo Mandeville será igualmente despiadada, lo que resume a la perfección el subtítulo del libro: vicios privados, beneficios públicos. En su relato, cuando las abejas abandonan la ambición de lucro personal para optar por una vida honesta y virtuosa, la colmena colapsa. Este argumento –moral, al fin y al cabo– resultaría particularmente hiriente tras el estallido de la burbuja de la South Sea Company en 1720 –uno de los primeros cracks bursátiles de la Historia– sobre el que Hogarth elaboró, un año después, su estampa de denuncia South Sea Scheme.

Entre los muchos críticos contemporáneos de la fábula de Mandeville destacó –por su vehemencia– Francis Hutcheson quien la rebatiría en Inquiry concerning Beauty, Order, Harmony and Design (1725). Para Hutcheson, ese panal melífero no podía ser sino una combinación mortal entre el escepticismo francés y el más furibundo calvinismo (Hont, 2006: 399-401). Con todo, debe reconocérsele el mérito a Mandeville de plantear en términos sociales un debate habitualmente circunscrito a la esfera de la ética personal.

Esta distorsión comunitaria permitirá a Hutcheson reformular en términos pre-utilitaristas la metáfora del cuerpo político, como expresa con clara presciencia su lema: «la mejor acción es la que produce la máxima felicidad al mayor número de personas, y la peor es la que, de igual modo, ocasiona miseria», así escrita en su Inquiry concerning Moral Good and Evil de 1725 (Hutcheson, 2008: 125). De hecho, llega a formular en términos matemáticos este punto, considerando que el “Momento del bien” es igual a la “Benevolencia” multiplicada por las “Habilidades”, o sea: M=B×H (Hutcheson, 2008: 128). Sin duda, Hutcheson militaba a favor del hedonismo, considerando el placer como bien supremo, pero ¿qué tipo de placer?

Para Hutcheson, si bien no obtenemos placer inmediato de nuestras acciones virtuosas, podemos, no obstante, asumir el papel de espectadores. Cuando lo hacemos, nuestras acciones virtuosas activan nuestro sentido moral, que es en sí mismo –como insiste Hutcheson– la fuente de los placeres más valiosos (Dorsey, 2021)

Sea de un modo u otro, la doctrina hedonista deriva sus elementos normativos de la percepción sensorial, haciendo equivaler el bien al placer y el mal al dolor. Es decir, las sensaciones fisiológicas se elevan al rango colectivo, apuntándose así a la metáfora del cuerpo social. En este sentido, el hedonismo supone la corriente principal de aquello que Anscombe denominaría como filosofía moral consecuencialista (Anscombe, 1958). Frente a la deontología –término, paradójicamente acuñado por Bentham, según el cual la moral debe regirse por principios y no por resultados– el consecuencialismo o ética teleológica sostiene que el valor moral de una conducta depende, en último término, de las consecuencias que produce o evita. Por tanto, el acto correcto (incluida la omisión de actuar) depende de un cálculo final entre sus efectos positivos y negativos.

Aplicado al copyright, el consecuencialismo se debate entre los resultados sociales positivos y negativos de su regulación, siguiendo el esquema utilitarista que, normalmente, justifica las patentes como incentivos a la producción, en cuya ausencia, las copias baratas destruirían el beneficio potencial de los costes de inversión innovadora. Entonces, como menciona St. Clair, la metáfora del cuerpo social se desliza hacia su interpretación en términos sanitarios: los textos no autorizados serían “pestilentes” al propagar una “infección”, concluyendo que «la alianza entre la industria del libro impreso y la industria farmacéutica se remonta al siglo XVI» (St. Claire, 2002: 378-384).

En cierta manera, asistimos entonces a una completa inversión de las tesis de John Locke: si para este el fundamento de la persona es la propiedad, con el utilitarismo, la garantía de la propiedad es la persona colectiva del cuerpo social. Como expresan con claridad Laval y Dardot:

El sentido del interés, el gusto por la actividad, la energía y la inteligencia que uno pone en ella, la capacidad de proyectarse hacia el futuro está subordinados a la protección jurídica de las recompensas que se pueden disfrutar. La relación con el tiempo dista mucho de ser natural, como creemos. El futuro es una creación institucional: depende sobre todo de la seguridad sin la cual no puedo concebir ninguna esperanza de disfrute futuro. […] Estabilizar las expectativas a través de la seguridad para aumentar el incentivo al trabajo y la inversión; desarrollar sistemas de vigilancia mutua para garantizar que todos sean supervisores de los demás; todo esto es para ayudar a este autogobierno cuyo nombre emblemático en la historia del pensamiento es el famoso “cálculo de placeres y dolores” (Dardot y Laval, 2010: 117-118).

Esa seguridad jurídica, penal, como presupuesto implícito del utilitarismo ya había sido destacada, justamente, por Nietzsche en su segundo tratado de La genealogía de la moral, al preguntarse y responderse:

¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de «sujetos de derechos» y que, por su parte, remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico (Nietzsche, 1996: 72).

Tal vínculo entre dolor físico y mal moral –y su correlato inverso del placer como bien– proviene, para el filósofo alemán, de la necesidad de asegurar la memoria frente a la capacidad de olvido, sobre todo para el acreedor/culpable, a través de la amenaza y ejecución de las torturas más crueles. Y es así como surge la figura que, finalmente, identifica al individuo utilitarista: el hombre calculable…

Así anticipadamente del futuro, ¡cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el acontecimiento necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y a anticipar lo lejano como presente, a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el fin, a saber en general contar, calcular, —cuánto debe el hombre mismo, para lograr esto, haberse vuelto antes calculable, regular, necesario, poder responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente poder responder de sí como futuro a la manera como lo hace quien promete! (Nietzsche, 1996: 66).

Es decir, el objetivo manifiesto de las tesis consecuencialistas es regular la conducta de la población a través de un sistema social de castigos y recompensas que produzcan un sujeto normativo concreto. ¿Qué sucede –aquí tanto como en Locke– con aquellos que no se ajustan a ese patrón? Para los indigentes, los niños, los locos, los delincuentes y demás, la nueva sociedad propone aquellas instituciones panópticas que, antes de una prisión ideal, son, sobre todo, reformatorios destinados a su normalización.

Consiste en tratar a todos aquellos que, por una razón u otra, no están adaptados a lo que la vida social y económica les exige, es decir, en primer lugar, un cálculo justo de sus intereses que les lleve a buscar enriquecerse a través de su esfuerzo personal. En particular, se trata de garantizar que los “rechazados” (desechos) de la sociedad comercial sean puestos a trabajar y, mediante una ocupación estrictamente controlada, reformados. El Panóptico no es principalmente un lugar de confinamiento, es un lugar de reeducación donde aprendemos a trabajar (Dardot y Laval, 2010: 119-120).

 

EPÍLOGO: LA PLUMA ES VIRGEN, LA IMPRENTA, UNA PROSTITUTA.

La trinidad cristiana del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que hemos delineado como matriz de las metáforas sobre el copyright reprime manifiestamente a una figura imprescindible: la mujer. Esta religión –como casi todas– la relega a un segundo, tercer o cuarto plano, ciñendo su papel al de reproductora y cuidadora doméstica cuya tarea principal es ser “madre”. Como hemos visto, tal doctrina hunde sus raíces, cuando menos, en la Grecia clásica. Por otra parte, a futuro, el dilema entre patrimonio y matrimonio adquiriría durante la época moderna un nuevo tinte vinculado a la reproducción técnica de las imágenes.

 Fig. 10- Nicolas Henry Jacob (1819): El genio del dibujo estimulando al arte de la litografía, litografía.

Su mejor resumen quizás sea el célebre proverbio del monje benedictino y amanuense Filippo di Strata en su panfleto contra la imprenta de 1474: est virgo hec penna, meretrix est stampificata (la pluma es virgen, la imprenta es una prostituta). Pero no nos confundamos, no se trata finalmente de contrastar dos modelos de mujeres –la virgen y la puta– sino de reafirmar el dominio patriarcal. Esta perspectiva machista se especifica, idealizada, en el grabado El genio del dibujo estimulando al arte de la litografía (1819) de Nicolas Henry Jacob (fig. 10), frontispicio de la primera edición de El arte de la litografía de Aloïs Senefelder, inventor de este método de reproducción visual. El genio, semilla de la creación, corresponde al varón en forma de ángel coronado por la llama de pentecostés, mientras la hembra encarna a una máquina reproductora, un razonamiento peyorativo no demasiado sutil.

Que Hogarth subscribía estos lugares comunes machistas queda claro a través de su pareja de grabados Before and After de 1736 (fig. 11). Obviamente, entre el antes y el después, aquello que se elide es el acto sexual. Mientras en la primera viñeta la mujer resiste a los embates del hombre –cumpliendo así las expectativas del comportamiento de su género, más le vale– en la siguiente imagen, esta contempla cautiva a un hombre que, una vez satisfecho, se levanta los pantalones, presumiblemente antes de dejarla tirada, algo que también se supone la mujer ha de lamentar hasta que, en un nuevo ciclo idéntico, el hombre, cuando le plazca, vuelva a vencer su resistencia. Toda esta dinámica de poder se refuerza mediante el ascenso y descenso de los bustos: el de la mujer resistente sobre el hombre como punto de partida y el del hombre satisfecho sobre la mujer como resultado. En suma, Before and After compendia los tópicos sobre la fundamental pasividad femenina, cuyas únicas opciones son resistir o entregarse, frente al carácter activo del hombre, verdadero agente medio violento del acto sexual a su libre voluntad. La misma autosuficiencia narcisista de la mujer que parece romperse con su espejo, se exhibe impúdicamente respecto del hombre.

 Fig.11- William Hogarth (1736): Before and After, grabado.

Al respecto, vale la pena contextualizar el primero de los juicios sentenciado a la luz de la nueva “Ley Hogarth” –Barnardiston contra Harper (1740)– donde se debatiría el nuevo rol, imprevisto, de una mujer como tenedora de copyright (Alexander y Martínez, 2021). Y no tanto por la sentencia del pleito, como por su marco legislativo bajo la doctrina consuetudinaria de la “cobertura”, que consideraba el rito matrimonial como fusión de dos personas en una sola, cuya portavocía, obviamente, corresponde al marido. Desde la Alta Edad Media –posiblemente a partir de la invasión normanda– hasta la “Ley de propiedad de las mujeres casadas” de 1870, Inglaterra discriminaba así entre las mujeres adultas solteras (feme sole) y desposadas (feme covert). Estas últimas constituían, de hecho y derecho, un apéndice del hombre: no tenían personalidad jurídica propia y, por tanto, no podían celebrar contratos o ser titulares de ninguna propiedad.

En su articulado, la Engravers Act retoma en términos genéricos –aparentemente más neutrales– esta misma discriminación entre el ideal productivo y lo manual reproductivo. Así, llama mucho la atención el empleo reiterado de las expresiones honoríficas design o designer (diseño y diseñador) en lugar de las mucho más mundanas drawing o draughtsman (dibujo y dibujante). Esta estratagema proviene de un calco evidente del italiano disegno, por el que los dibujantes del Renacimiento pretendían distinguirse como artistas. Como apunta Timothy Erwin: «el término significa dibujo manual, la etapa intermedia en la creación de la obra de arte, pero más importante aún, significa el control intelectual y moral de la línea» (Erwin, 2001: 389).

De tal modo, los bocetos de Leonardo o Miguel Ángel podían ser considerados como productos intelectuales antes que simples manualidades. Este mismo punto de vista prevalecería también en la Inglaterra de entonces, como muestra el siguiente pasaje de un tratado del dibujo escrito por John Gwynn en 1749:

El dibujo es mecánico y, por lo tanto, puede enseñarse, en cierta medida, a cualquier persona de talentos moderados que se aplique lo suficiente a su práctica; pero el diseño es hijo del genio y no puede ser infundido por completo: su principio debe existir en el alma, y sólo puede surgir mediante la educación y mejorarse mediante la práctica (cit. en Alexander y Martínez, 2021: 46).

Si bien es cierto que Hogarth despreciaba la estética clasicista como falsa y anticuada, su petición al parlamento pretendía proteger nítidamente a aquellos grabadores que, en lugar de limitarse a copiar, inventasen sus propios “diseños”. ¿Nos encontramos aquí ante una “afinidad platónica” de la palabra design como defiende Mark Rose (Rose, 2005: 64) o –como afirman Alexander y Martínez– esta «se empleó para transmitir el acto mecánico, mientras que invent se utilizó para expresar el acto creativo?» (Alexander y Martínez, 2021: 46). Estas últimas especifican:

El uso de estos términos y sus abreviaturas latinas en los grabados variaba (por ejemplo, invenit o invent para la persona que concibió la imagen, sculpt o sculpsit para el grabador, y delint, delt o delineavit para la persona que creó el dibujo). Es interesante señalar que Hogarth empleó algunas de estas formas latinas en sus primeras obras: The Lottery (1724) contiene “Willm. Hogarth Inv. et Sculpt.” inscrito dentro de la propia imagen; […] y en su serie A Harlot's Progress (1732) aparece la inscripción "invt. pinxt. et sculpt.”; pero después de la aprobación de la ley, las frases y fórmulas de Hogarth se proveen de manera más consistente en inglés, como si se alejaran de la tradición continental. Esto se puede ver en la serie A Rake's Progress (1735), “Invented Painted Engrav'd & Publish'd by Wm. Hogarth”, así como en las láminas I y II del Análisis de la belleza (1753), “Design’d, Etch’d & Publish’d by Wm. Hogarth”; y en los boletos de suscripción de Crowns, Mitres, Maces, Etc. (1754), “Design'd, Etch'd & Publish'd by Wm. Hogarth”, entre otros (Alexander y Martínez, 2021: 44).

Es decir, inicialmente invent cobraba prioridad en las firmas de Hogarth, pero –tras la aprobación de la Engravers Act– comenzaría a alternarse con design. De un modo u otro, en ambos casos prevalece el acto creativo como proceso mental anterior a su ejercicio físico. Sin embargo, en este supuesto “idealismo”, el criterio de autenticidad se desvía respecto a la simetría eidética griega: la diferente forma (shape) y distancias (distances) de las partes traicionan a la copia bastarda frente al ideal moderno que proclama la singularidad personal, irreductible a la sumisión legal paterna.

Con todo, ya lo indicamos, la petición al parlamento de los grabadores sí presenta una variante de la metáfora paternal: la falsificación de papel moneda o contrahechura. En verdad –como recuerdan Adorno y Benjamin– la acuñación fue el primer método de reproducción técnica, muy anterior a la imprenta (Adorno y Benjamin, 2003: 60). Su falsificación supone, obviamente, una violación del patrimonio encarnado en la moneda donde, en una de sus caras, se inscribe, tantas veces, el rostro del monarca, padre de la patria.

A tal efecto, recordemos el caso de Diógenes el Cínico, quien fue desterrado de su natal Sinope, precisamente, por falsificar moneda, en supuesta comandita con su padre Hicesio, banquero de la ciudad (Diógenes Laercio, 2007: 288-289). Desde entonces, se consolidaría el tópico griego que asociaba la moneda adulterada a los falsos amigos (Casadesús Bordot, 2008: 305-306), como proclama Aristóteles en su Ética Nicomáquea (1165b): «cuando [uno] es engañado por el fingimiento de su amigo, es justo acusar al otro, y más que a los falsificadores de monedas (to nomisma kibdhleuousin)» (Aristóteles, 1985: 357)[10].

Sin embargo, Hogarth y sus compañeros no aluden al dinero en metálico sino a otro método moderno, cuando menos en Occidente: el papel moneda. Durante la época del Engravers Act, este nuevo fenómeno contaba en Inglaterra con menos de cien años de existencia. A mediados del siglo XVII, los orfebres de Londres, pioneros también el arte de los grabados, habían comenzado a emitir recibos convertibles a su propio oro como cheques al portador, inicialmente denominados drawn notes (notas manuscritas). El papel moneda vino, en consecuencia, a reforzar, precisamente, un medio específico de autentificación personal: la firma, rúbrica o autógrafo, que había sustituido «progresivamente como signo de validación al sello personal y a los demás signos gráficos entre el siglo XIV y el XVI, bajo la influencia del Estado» (About y Denis, 2011: 22).

Por tanto, aquí se delinea una historia paralela en Occidente entre los sistemas de identificación, la forma que ha adoptado el dinero y el tipo de escritura. Desde antiguo, la moneda metálica y el sello –que equipara al individuo con su gremio o linaje– comparten tanto el método de la acuñación como su carácter emblemático, mientras la escritura era desconsiderada ante la voz y relegada a empleos como secretario o amanuense. Durante la etapa moderna surge el papel moneda o billete y –frente a la reproducción mecánica de la imprenta– el manuscrito cobraría un nuevo prestigio del que la ostensiva firma patronímica da testimonio, distinguiendo no ya a la clase, sino a una persona concreta[11]. Finalmente –en la sociedad del control contemporánea– el manuscrito es de nuevo arrinconado por la máquina de escribir y las computadoras, al tiempo que el individuo –disuelto en múltiples variables de conducta bajo vigilancia perpetua– se autentifica mediante la contraseña numérica secreta, con la que accede a un capital –desde las tarjetas de crédito a las criptomonedas– ahora intangible. Por seguir con nuestras metáforas trinitarias, nos arriesgaremos a resumir este proceso histórico en términos orgánicos: la voz del Padre, la mano del Hijo y el ojo del Espíritu Santo.

En este sentido –de acuerdo con la lógica del periodo moderno– los peticionarios homologan el dibujo con la escritura a mano, ambos combinados en la rúbrica bajo la pretensión de discernir la singularidad personal. El mismo Hogarth revalidará este argumento, dieciocho años después, en su Análisis de la belleza (1753):

Obsérvese que el modo en que los dedos se sirven de la pluma se puede ver exactamente reflejado en la forma de las letras. Si los movimientos de los dedos de todos los escritores fuesen exactamente iguales, no sería posible distinguir una caligrafía de otra. Pero como los dedos incurren naturalmente en diferentes hábitos de movimiento, por ese motivo son diferentes las distintas caligrafías. Pues, aunque sean demasiado rápidos y diminutos como para ser distinguidos por el ojo, estos movimientos se deben adecuar a las letras. Y esto nos demuestra cuantas bellas diferencias son causadas por los movimientos habituales (Hogarth, 1997: 143).

Esta maniera –cuando es propia de un artista– revela, según Hogarth, lo natural, la vida, la salud, el ocio, la belleza, la curvatura, lo tierno, la variedad y la gracia asociadas al cuerpo humano frente al artificio, la vejez, la enfermedad, el trabajo, la pobreza, lo rectilíneo duro y regular, la tosquedad. Aunque no lo explicita, ese trazo vivo, curvo y natural del manuscrito, claramente contrasta con la pobre tipografía mecánica y homogénea de la reproducción técnica[12].  Paradójicamente por parte de los grabadores, este argumento no es sino una variante de la anterior condena contra la imprenta, tema todavía persistente en pleno siglo XX a manos del probable mejor filósofo de su tiempo:

La escritura maquinal despoja a la mano de su rango en el dominio de la palabra escrita y degrada la palabra a un medio de comunicación. Además, la máquina de escribir ofrece la “ventaja” de ocultar el manuscrito y, con ello, el carácter. En la máquina de escribir todos los hombres tienen el mismo aspecto. […] No es casual que la invención de la prensa tipográfica coincida con el comienzo de la época moderna. Las señales de la palabra se hacen letra, y el rasgo de la escritura desaparece de golpe. Las letras son “puestas”, lo puesto se hace “prensado”. Este mecanismo de poner y prensar y de “imprimir” es la forma preliminar de la máquina de escribir. En la máquina de escribir encontramos la irrupción del mecanismo en el ámbito de la palabra. […] La máquina de escribir vela la esencia del escribir y de la escritura. Ella sustrae del hombre el rango esencial de la mano (Heidegger, 2005: 105, 110-111).

Lleva razón Derrida, a nuestro juicio, cuando denuncia esta “reacción arcaizante hacia el artesanado rústico” (Derrida, 2011: 382) y llama mucho la atención que –pese a todas sus disquisiciones sobre la mano– Heidegger se resista tan siquiera a considerar expresamente la promesa moderna por excelencia: el soltar la mano, la manumisión, la emancipación[13]. Este último aspecto se encuentra, aún de manera elíptica, en el mismo corazón tanto del “Estatuto de la Reina Ana” como de la “Ley Hogarth”, al limitar el usufructo de las obras impresas:

Los términos, que se inspiraron en el Estatuto Jacobeo de los Monopolios, probablemente se relacionan con fórmulas antiguas relacionadas con la emancipación. Siete años es la duración tradicional de un aprendizaje, una fórmula tan antigua como el Libro del Génesis. Catorce es dos veces siete. Veintiún años, la mayoría de edad tradicional, es tres veces siete. Implícito en el término original de copyright, entonces, estaba la noción de que, al igual que un niño, una obra protegida eventualmente se emanciparía (Rose, 2002: 13-14).

Con todo, el filósofo alemán sí elabora tácitamente este punto en su obra ¿Qué significa pensar? a través de la alegoría del aprendiz de carpintero, es decir, el discípulo del artesano (demiourgos) maderero (tekton, cognado con tékhnē), constructor de viviendas[14].

Un aprendiz de carpintero, por ejemplo, o sea, uno que aprende a construir armarios y cosas semejantes, en el aprendizaje no sólo se ejercita en la habilidad de usar instrumentos. Y tampoco se limita a familiarizarse con las formas usuales de las cosas que él ha de construir. Si es un auténtico carpintero, busca ponerse en correspondencia sobre todo con los diversos tipos de madera y las formas que allí duermen, con la madera tal como descuella mostrando la oculta plenitud de su esencia en el habitar del hombre. Y esta relación con la madera incluso soporta toda la obra del artesano. Este, sin dicha relación con la madera, no pasa de realizar una actividad vacía. En tal caso su ocupación está determinada enteramente por el negocio. Toda obra de un artesano, toda acción humana corre siempre ese peligro. […] Ahora bien, el hecho de que un aprendiz de carpintero llegue o no a corresponder a la madera y así obtenga cosas hechas de ese material, sin duda depende de que haya allí alguien dotado de la habilidad de enseñárselo (Heidegger, 2005b: 77)

Tras analizar detenidamente este apartado, Derrida concluye:

No habría oficio de carpintero sin esta correspondencia entre la esencia de la madera y la esencia del hombre en tanto que ser consagrado a la habitación. “Oficio” se dice en alemán Handwerk, trabajo de la mano, obra de mano, si no maniobra. […] Implícitas, la jerarquización y la evaluación no son por ello menos claras: de un lado, pero también por encima, del lado de lo mejor, el trabajo de la mano (Handwerk) guiado por la esencia del habitar humano, por la madera de la cabaña más bien que por el metal o los cristales de los centros urbanos; del otro, pero también por debajo, la actividad que separa a la mano de lo esencial, la actividad útil, el utilitarismo guiado por el capital (Derrida, 2011: 382)

Antes que en la Ley de 1735, el verdadero despliegue por parte de Hogarth de esta doctrina de la laboriosidad y el hijo pródigo emancipado se encuentra ejemplarmente en su serie de grabados Industry and Idleness (1747) que –Junto a Beer Street and Gin Lane y The Four Stages of Cruelty (ambas de 1751)– por su baja calidad de impresión, su precio de un chelín cada imagen y su temática disciplinaria se dirigía a un nuevo público: «aquellos en posiciones de autoridad en la supervisión y el cuidado de los jóvenes» (McNally, 2014: 84). Entre tales instituciones, la “Ley de ayuda a los pobres” de 1722 generalizó en Gran Bretaña el sistema de las workhouses, convirtiendo estos refugios de caridad en talleres productivos donde se trabajaba a cambio de poco más que la manutención. Por igual, recordemos que un Hogarth sin descendencia ejercería como uno de los directores del Foundling Hospital, hospicio para niños huérfanos o abandonados abierto en 1739.

Industria y ociosidad, sin embargo, se encarga de otro dispositivo social específico: relata las vidas paralelas de dos aprendices, significativamente denominados Francis “Goodchild”, el buen niño, y Thomas “Idle”, el holgazán. En el Londres del siglo XVII, este sistema de aprendizaje era el mecanismo por excelencia de reproducción colectiva de la pequeña y mediana burguesía, controlado por los gremios profesionales que normalmente limitaban el número de aprendices para cada negocio. En el ramo de la confección textil –reflejado en Industry an Idleness– la mayoría de progenitores venían del sector manufacturero (42,6%) y, en menor lugar, de propietarios agrícolas (25,2%) (Wallis y Minns, 2013: 344). Estos últimos debían ser pudientes ya que las familias pagaban al empleador una prima promedio de 11,5 libras anuales, equivalentes al jornal de cuatro años y siete meses de un simpe labriego o del salario anual total de un trabajador no-cualificado en provincias (Wallis y Minns, 2013: 343).

Para los aprendices, casi todos hombres, esta etapa suponía la continuación de una educación básica en alfabetización y aritmética. Por norma, ingresaban a los 17 años y –aunque entre 1563 y 1814 se requería legalmente un total de siete años para completar un aprendizaje– estos pasaban solo alrededor de unos diez meses conviviendo con su maestro y muchos, especialmente los más pudientes, lo abandonaban. Solo alrededor de un 40% completaban el aprendizaje inscribiéndose en el gremio correspondiente (Wallis, 2019: 279). A finales del siglo XVII, aproximadamente uno de cada diez adolescentes ingleses varones servía como aprendiz en Londres, cifra que apenas se redujo hasta un 8% a lo largo de los siguientes cien años, constituyendo a la ciudad en una aspiradora de la juventud inglesa que reunía el 39% de los aprendices de Inglaterra a principios del siglo XVIII y el 18% a finales del mismo (Wallis, 2019: 259).

Por tanto, si bien es posible cuestionar el aprendizaje como sistema de ascenso social, no hay ninguna duda respecto a la movilidad geográfica que desencadenó. Esta escala de migración hacia la capital contribuyó decisivamente a romper los vínculos familiares entre maestro y aprendiz, apoyando decisivamente la emancipación, como afirma Patrick Wallis: «El aprendizaje en Inglaterra era un mecanismo para salir del oficio familiar, no para reforzarlo. Era una manera de dejar lugares, no de quedarse en ellos. Era un solvente, en una sociedad ya fluida» (Wallis, 2019: 274). Este mismo autor nos recuerda como no solo había aprendices que robaban y mentían, sino también maestros que mataban de hambre y golpeaban a sus aprendices, dirimiéndose muchas de estas disputas en los tribunales (habitualmente a favor del aprendiz que pretendía abandonar):

El hecho de que el aprendizaje pudiera terminarse de manera limpia y legal no impedía otros procesos disciplinarios. Los amos conservaban y ejercían el derecho de castigar físicamente a los aprendices; estos protestaban contra la corrección excesiva, no contra la violencia en sí. Como subordinados dentro de los hogares, los aprendices se enfrentaban a la misma autoridad patriarcal que los demás sirvientes, los hijos y las esposas. En Londres, la ciudad lanzó repetidas campañas para mejorar la moralidad y la deferencia de los aprendices, a quienes se les ordenaba cortarse el pelo, vestir modestamente, quedarse en casa por la noche y no cazar, jugar al fútbol ni bailar. […] En Londres, el chambelán de la ciudad escuchaba las quejas de los amos y regularmente prescribía azotes o períodos de trabajos forzados en las cárceles de la ciudad (Wallis, 2019: 278)

Ya en la primera imagen de Industria y ociosidad, vemos como el maestro vigila a sus dos aprendices garrote en mano y, en la penúltima, como Tom Idle es llevado a la horca, lo que nos retrotrae desde la disciplina física hasta las ejecuciones públicas del Antiguo Régimen. Se trata de la misma espiral descendente del vicio que ya encontramos en los “progresos” de la ramera y el libertino, pero, ahora, contrapuesta a la escalera virtuosa hacia el cielo de Francis Goodchild.

 Fig. 12- William Hogarth (1747): Industry and Idleness, V: The Idle 'Prentice turn'd away, and sent to Sea, grabado.

Aunque no se emplea la metáfora agrícola, queda claro que mientras este último sabe estarse en su sitio –en el taller, en la iglesia, en Londres…– las peripecias de Idle lo llevan de un lado a otro incluyendo, llamativamente, una singladura marítima, escena que arrastra su pasado, la madre, y prefigura su futuro, el patíbulo (fig. 12). De hecho, mientras Tom ejerce de ladrón y frecuenta a una prostituta que finalmente lo traiciona; Francis Goodchild es la buena copia de su maestro, el buen pretendiente al que este entrega su negocio y a su hija en matrimonio. Frente al carácter prospectivo de Francis –que se convierte en sheriff, luego concejal y finalmente alcalde de Londres– Tom personifica la regresión, encarnada por la repetida presencia lastimera de su madre. Por una aparente astucia de la historia, Francis será el encargado de condenar a su antiguo compañero al cadalso. Es decir, ya no se trata solo de eludir la discusión sobre el trato del amo sino, directamente, de hacer competir entre sí a los aprendices, destruyendo cualquier vínculo de solidaridad generacional entre ellos. En resumidas cuentas, frente a esta alocada discontinuidad personal de Tom, la docilidad conduce a Francis hacia el éxito, explicitando aquello que Locke solamente insinuaba: la prevalencia de lo apropiado –la buena conducta y el dominio de si– sobre la propiedad como riqueza, fruto del trabajo.

 

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ANEXO I: EL CASO DE LOS DIBUJANTES, GRABADORES, ARTISTAS DE AGUAFUERTE Y CÍA EXPUESTO EN UNA CARTA A UN MIEMBRO DEL PARLAMENTO

(7 de febrero de 1735)[15]

Señor, no le sorprenderá la cantidad de personas impertinentes que continuamente interrumpen su tiempo cuando considere la oportunidad que le brinda su escaño en el Parlamento de promover cualquier ley sobre el dibujo para el fomento de las artes y en apoyo a la libertad.

Como es lo opuesto a su propia naturaleza oprimir, es lo que nunca hará sufrir a los demás, cuando está en su poder impedirlo. Por tanto, pido permiso para presentarle el caso de los artistas antes mencionados que podrían ser fuente de honor, así como un servicio nada despreciable para su país, si no estuvieran oprimidos por la tiranía de los ricos: no los ricos que están por encima de ellos, no los ricos de su propia profesión, sino los ricos de ese mismo comercio sin los cuales no podría subsistir. Cuando las artes mismas del dibujo, del grabado, del aguafuerte, etc. y todo el conjunto de las artes inferiores (que dependen del dibujo), en las que se requiere gusto y fantasía, sufren la misma opresión; no dudo que usted se sentirá reconfortado en su defensa.

Cuando cualquiera de estos artistas haya terminado un dibujo que haya requerido tiempo, esfuerzo y cabeza en su ejecución, y haya adquirido, a un costo considerable, grabados o cualquier otro tipo de impresiones de sus dibujos: ¿de qué manera se les reembolsarán sus gastos y se les recompensará su trabajo e invención? Por las ganancias que resulten de la venta de sus grabados y la reputación que adquieran por ellos en su profesión, lo que aumenta gradualmente el valor de lo que luego producirán.

Si, entonces, se descubre que en las circunstancias actuales nunca se les permite acercarse a una parte proporcional de los beneficios por la venta de sus impresiones y que su reputación se ve afectada por las mismas artes que defraudan sus beneficios, espero que toda persona imparcial admita que es muy razonable que sean eximidos de tales agravios lo antes posible.

Que este es el caso será evidente al observar las diversas etapas por las que muchos grandes genios han descendido hacia la pobreza y la esclavitud.

Pocos de estos artistas, en las condiciones actuales de la profesión, tienen casas convenientemente situadas para exponer sus impresiones a la venta y, aquellos que las poseen, tienen formas mucho más ventajosas de emplear el tiempo que mostrar sus impresiones a sus clientes. Las tiendas son entonces los únicos lugares adecuados para este propósito.

Aquí está la fuente de todas las desgracias que aquejan a los artistas y, aquí, cada paso que den hacia la mejora de las artes será ciertamente suplantado.

En toda la extensión de Londres y Westminster, no hay más de doce imprentas de importancia y estas están bajo el poder y la dirección de muy pocos, que son los más ricos. Por lo tanto, es fácil concebir cómo es posible que todos estén de acuerdo y se apoyen firmemente unos a otros para oprimir y mantener en su poder a los mismos hombres sin los cuales sus tiendas pronto quedarían sin producto.

Esta es su manera de proceder.

El primer paso que dan es insistir en una parte harto irrazonable de las ganancias por vender las impresiones, casi el doble de lo que un librero exige por publicar un libro. Resulta fútil que el artista proteste o pruebe en cualquier otra tienda. Todas están de acuerdo y nunca aceptarán menos. En consecuencia, debe someterse.

Este, digo, es el primer paso, antes de que sepan si la impresión se realizará o no. Si por su demanda descubren que su venta es probable, se procuran inmediatamente copias del mismo y se imponen a los que no tienen curiosidad por los originales o, al menos, se envían diligentemente a todas partes del país, donde nunca se permite que aparezca el original.

Cuando el artista regresa para consultar el número de sus grabados vendidos y espera una rentabilidad adecuada a su trabajo y gastos, se le dice con aire insolente y descuidado: "Sus impresiones han sido copiadas; las copias se venden tan bien como los originales; muy pocas de las suyas se han repartido" y se le presenta un gran remanente que se ve obligado a llevarse a casa consigo.

Así –a pesar de todos sus esfuerzos, invención y gastos, tanto de tiempo como de dinero– numerosos originales han regresado a sus manos, mientras que las copias se dispersan por todas partes en su nombre, pero en beneficio de otro.

Incluso esto, señor, no sería motivo de queja si los artistas de cualquier rango (incluso aquellos que hacen copias robadas) cosecharan la ventaja de su trabajo. Pero los ladrones son hombres que han pasado todos por las mismas angustias en un grado u otro y ahora trabajan día y noche a precios miserables, mientras que el tendero henchido obtiene el principal beneficio de su trabajo.

Esto sería suficiente para mostrar cuán poco rentable e incómoda es esta profesión, en las circunstancias actuales, aunque por su propia naturaleza promete tanto honor como beneficio a quienes sobresalen en ella. Pero esto no es todo: el tendero tiene un propósito ulterior en este comportamiento, que conviene, señor, que todo hombre de su temperamento y posición conozca.

La consecuencia natural de este trato es que el artista, aunque al principio puede quejarse de él donde quiera que vaya y oponerse, al final necesariamente debe caer en sus despiadadas manos.

Su participación en las ganancias es tan inferior al gasto de tiempo y dinero empleado en la ejecución de su dibujo que, primero, es impulsado por su necesidad y, como suministro actual, se desprende de las planchas e impresiones originales devueltas a sus manos, y todo a estos mismos hombres según su propio precio que, puede estar seguro, será muy bajo ya que saben que no tiene otra posibilidad para deshacerse de ellas. Y, poco después, sintiendo lo vano que es intentar algo nuevo y mejor, se despide de la exactitud, la expresión, la invención y todo lo que distingue a un artista sobre otro y, por la mera subsistencia, se adentra en los niveles del trabajo pesado bajo estos monopolistas donde –si tiene fuerza de constitución para trabajar día y noche (sin importar si está bien o enfermo)– tal vez pueda superar la semana, pero nunca se le permitirá prosperar o enriquecerse, ni dejársele crecer allende su poder.

Lo que he estado describiendo es igualmente la condición de los que inventan y de los que toman sus dibujos de retratos, pinturas, edificios, jardines, etc. y, por consiguiente, toda la profesión está enteramente en manos del tendero.

Por nuevo que esto le parezca, o por difícil que le resulte, Señor, imaginar que existe tal escena de esclavitud en un país que se jacta de la libertad de hasta el más humilde de sus habitantes; no es ficción ni prejuicio mal fundado contra ningún grupo particular de hombres, sino una cuestión de hecho, que numerosos estarán dispuestos a atestiguar bajo juramento en el tribunal de su Cámara y están dispuestos a que el éxito de su proyecto de ley dependa de probarlo.

Las mismas artes por las que los artistas son defraudados de su derecho, se utilizan para mantener al tendero inferior o más pobre en estricta obediencia a las órdenes de los ricos.

Porque si alguno de los ladrones, más valiente que los demás, se atreviera a exceder el precio fechado de cualquier impresión que considerase más valiosa de lo ordinario, los otros se procuran inmediatamente copias y las venden a cualquier precio para reprimir tal rebelión contra el monopolio de los ricos.

El hecho de que un artista tenga en su poder copiar los dibujos de otro es, por tanto, la verdadera fuente de todos estos agravios, que al mismo tiempo que han oprimido a los artistas más hábiles y laboriosos, han hundido las mismas artes en la baja condición en que se encuentran actualmente.

Si se considera qué es lo que le da a un artista el derecho a las ganancias de sus propios dibujos, impresiones, etc. se verá fácilmente que estos copiadores no son mejores que el más bajo de los ladrones.

Cualquier derecho que un artista tenga sobre la venta de su propia impresión surge de esto: por su propia industria y habilidad ha dado a su impresión cualquier valor que tenga sobre otra hoja de papel común y, por tanto, tiene derecho a todas las ventajas que surjan de ese valor superior, como una retribución propia y adecuada a su industria y destreza.     

¿Existe algún cuadro original y valioso que haya dibujado algún artista? Un segundo, un tercero y tantos como quieran tienen igual derecho a realizar dibujos de la misma pintura.

¿Algún artista ha elegido un nuevo tema y ha ejecutado su dibujo a satisfacción de la población? Ciertamente, si algún otro cree que vale la pena, tiene derecho a tomar el mismo tema y ejecutarlo a su manera.

Sin duda, todos tienen igual derecho sobre todos los temas y quien –como todo el que intenta una materia ya ejecutada sin copiar directamente el dibujo de otro– hace igualmente uso de su propia habilidad tiene, indudablemente, el mismo derecho a los frutos de su destreza que tuvo el primero y, aunque lo superara hasta el punto de afectar la venta de sus dibujos, no es un daño sino la debida recompensa de su habilidad superior.

Pero, al tomar una copia directa de un dibujo, no se requiere en absoluto ninguna destreza gráfica. Debe hacerse mecánicamente, por alguien que no sabe nada del negocio. Aquel que solo puede seguir con su herramienta una línea ya trazada puede, coloreando el reverso de una impresión y colocándola adecuadamente en una plancha debidamente preparada para recibir ese color, trazar y delinear los contornos y cada rasgo notable, más aún, cada línea individual de la impresión. ¿No es razonable que estos hombres sean excluidos de los beneficios derivados de tal plancha cuando se considera que, sin ninguna habilidad, con poco o ningún esfuerzo, en un día como mucho, defraudan a un artista laborioso y hábil de los frutos de algunos meses de trabajo e invención?

¿No daña tanto al otro como si falsificara un pagaré? De hecho, no roba el mismo papel (que, si lo hiciera, aunque no tiene un valor tan grande, sabe que debería sufrir por ello) sino que roba todo lo que hizo de ese papel valioso y cosecha una ventaja a la que no tiene más derecho que al dinero que recibe quien falsifica un pagaré.

Poseen igualmente medios mecánicos con la ayuda de reglas, etc. para tomar copias de impresiones –tanto de mayor como de menor tamaño que el original– por lo que pueden, en muy poco tiempo, suministrar diferentes ediciones de una impresión en todos los tamaños que crean puedan agradar.

Cuando se comprende esta pieza de picaresca y se considera, más a fondo, que aquellos culpables de ella son alentados y convertidos en herramientas de un grupo de hombres, mediante la que oprimen al artista hábil y laborioso, es de esperar humildemente que se considere apropiado hacer punible por ley del parlamento que cualquiera copie los dibujos de otro.

No hay temor de que, si tal ley se aprobara, tendría todo el efecto previsto para poner fin a tal picaresca.

Porque –cuando una impresión se copia directamente de otra– se deduce del método de hacer dicha copia que la manera debe ser inevitablemente la misma, la forma de cada parte debe ser exactamente idéntica y todas las partes mantendrán las mismas distancias en la copia que en el original y, en consecuencia, habrá tantas señales de que es una copia directa, distinguible por el ojo más común, que será imposible que no se descubra cuando se compare con su origen en el tribunal.

Por otra parte, si algún artista solo ha hecho un dibujo sobre el mismo tema de otro, la manera será tan aparentemente suya, la forma de las partes será tan diferente y las distancias variarán tanto unas de otras que esta tendrá tantas marcas aparentes de ser un original como, en el otro caso, hubo pruebas de que era una copia.

Sobre la base de estas consideraciones se espera que, cuando se apruebe tal ley, la práctica de la copia desaparecerá por sí misma, sin que haya ni un solo pleito.

Porque un copiador sabrá que, para escapar a un descubrimiento, debe disfrazar la manera del original, alterar la forma y variar las distancias de cada parte y, en consecuencia, encontrará más valioso intentar lo que pueda hacer por su cuenta sobre el mismo o cualquier otro tema donde pueda cosechar tranquilamente la ventaja de su trabajo.

Y no se puede suponer que nadie sea tan ciego a su propio interés como para perseguir a otro; a menos que pueda probar evidentemente que el dibujo del otro tenga todas estas marcas de una copia, las cuales (si no más) son ciertamente tan evidentes para cualquier ojo común cuando se comparan realmente con el original como lo son las pruebas de una mano falsa cuando se comparan con la escritura original, pues estas también dependen de la manera, distancia y forma de los trazos que componen las letras.

Sería una evasión muy insignificante de la ley alegar que una impresión no puede ser una copia de otra porque en ella hay una figura más o menos que en el original cuando, evidentemente, se puede demostrar que todas las demás fueron tomadas de ella y se espera que, mediante el fraseado de la ley, todos estos malvados intentos de hacer inútil el dibujo sean completamente prevenidos.

Por estas razones, Señor, se espera que la ley proponga el método más eficaz para eliminar estos agravios, sin infringir las libertades de nadie y sin ninguna probabilidad de que sea ocasión de pleitos frívolos y vejatorios.

Asegurar a cada uno los frutos de su propio trabajo es el mayor y más noble estímulo que cualquier arte puede recibir, porque es el más natural, igual y extenso.

El artista se verá visiblemente alentado no sólo a ser diligente sino también amable en la elección y exacto en la ejecución de su dibujo por la certeza de una recompensa que abundará en proporción a la excelencia, así como al número de sus ejercicios.

El comprador tendrá una mayor variedad de impresiones para elegir y lo que compre, con toda probabilidad, será a un precio menor porque, cuando cada uno esté seguro de los frutos de su propio trabajo, el número de artistas aumentará cada día. No sólo a los indigentes y laboriosos sino también a los genios vivaces e inventivos se les permitirá entrar en la profesión. Hay muchos ejemplos de jóvenes de buen gusto y genio a los que no se les ha permitido dar rienda suelta a su amor por el dibujo y casi han sido arrancados de su lápiz por aquellos que saben muy bien, en las circunstancias actuales, lo poco que se puede ganar con el negocio.

A medida que aumente el número de artistas, la emulación se sumará al deseo natural de sobresalir; se empleará más tiempo, cabeza y esfuerzo en sus dibujos, y se obtendrán a un precio más razonable porque el artista es atraído por sus ganancias. Al no poder ser copiado y vendido a la baja, en consecuencia, imprimirá tantos como crea que es probable que se venda y puede entregar nuevas impresiones cada vez que la demanda supere sus expectativas. ¿De dónde espera un grabador que surjan sus beneficios? Ciertamente, de la excelencia en su dibujo, de la baratura proporcional a esa excelencia para cada impresión y del número que imprime; si fija un precio demasiado alto, se comprarán pocos y la demanda de ellos será pequeña; si todos compran caerán en todos los sentidos y, en consecuencia, la demanda aumentará.

Pero supongamos que algunos (en contra de sus intereses), por vanidad, hacen una impresión muy escasa y curiosa de un dibujo con el propósito de elevar su nombre aumentando su precio. ¿Cuál será la gran consecuencia negativa? Las impresiones no son necesarias para la vida de los hombres, su fortuna, su salud o su felicidad. Los ricos y los curiosos serían sus únicos compradores y –cuando los ingeniosos son atraídos a aprovecharse– puede ser perjudicial para el público, especialmente al tener en cuenta que estos siempre enviarán a buscar tales impresiones en Francia si no pueden encontrarlas en su propio país. Es mejor que este dinero se gaste entre nosotros que enviarlo al extranjero.

Por esta ley, no solo los tenderos se verán prevenidos de fijar un precio exorbitante sobre sus problemas de publicación y venta de grabados, sino que también aumentará el número de quienes traen impresiones a sus tiendas y alentará la compra, mejorando las impresiones y bajando el precio; es de esperar que esto compense tal pérdida. Añádase que la ley es tan útil para los tenderos a la hora de asegurar su derecho sobre cualquier dibujo que compren como lo es para los propios grabadores; en consecuencia, en lugar de perjudicar, será una ventaja para el tendero justo y honesto.

No quedará duda de que –cuando los artistas, el comprador y el tendero reciban todos ellos su parte de ventaja sobre esta garantía de propiedad– las artes del dibujo, el grabado, etc. florecerán y pronto se elevarán a su mayor perfección.

En el reinado de Luis XIV, estas artes fueron elevadas en Francia –desde una condición tan baja como la que se encuentra actualmente aquí– a una gran perfección, por la misma seguridad que se espera de esta ley. Cada hombre tiene allí la posesión de su propio dibujo que le ha sido conferida durante, al menos, veinte años. Sin este estímulo fundamental y extenso, su academia y sus estímulos privados nunca podrían haber producido una mejora tan universal en estas artes. Pero esta es una especie de estímulo que hace diligente a cada hombre en particular y continuará las artes en su condición floreciente cuando cesen los estímulos particulares.

El dibujo es el fundamento de la pintura, la escultura, la arquitectura, etc. y –en la medida en que se fomenta y mejora el dibujo– estas deben mejorar con él: todo el conjunto de artes inferiores que dependen del dibujo, todos los ornamentos de la construcción, de los jardines, más aún, de los muebles, del vestido y del equipamiento –donde la exactitud del contorno y la fantasía del diseño dan pulcritud y elegancia a la obra– recibirán diariamente su parte de mejora.

Que esto no es simplemente una noción romántica se desprende de la notable preferencia que se da a los franceses en todo lo que nos prestan. Nuestros propios muebles, nuestras propias sedas, nuestras propias manufacturas son tan útiles como las suyas, pero no tan elegantes ni tan bien vistas, ni nuestros patrones tan bien dibujados ¿No es evidente, entonces, que las mejoras en el dibujo se han infiltrado insensiblemente en todas las artes inferiores donde el gusto y la fantasía tienen alguna importancia? ¿Y no es razonable esperar las mismas mejoras, aquí, cuando tengamos el mismo estímulo?

Este es, Señor, el estado de los artistas: ve usted sus agravios y el método propuesto para eliminarlos, y se espera que el método resulte eficaz, sin dañar a nadie, ni causar pleitos frívolos y vejatorios, al mismo tiempo que probablemente llevará las artes a su mayor perfección.

Yo soy, con toda sumisión

Su humilde servidor.

 

ANEXO II: LEY PARA EL FOMENTO DE LAS ARTES DEL DIBUJO, GRABADO Y AGUAFUERTE, ESTAMPAS HISTÓRICAS Y OTRAS, CONFIRIENDO LA PROPIEDAD DE LAS MISMAS A LOS INVENTORES Y GRABADORES, DURANTE EL TIEMPO QUE SE MENCIONA

(25 de junio de 1735)[16]

CONSIDERANDO que diversas personas, por su propio genio, industria, esfuerzo y coste, han inventado y grabado, o trabajado en media tinta o claroscuro, series de grabados históricos y de otro tipo, con la esperanza de haber cosechado el único beneficio de su trabajo; y considerando que los impresores-vendedores y otras personas últimamente, sin el consentimiento de los inventores, diseñadores y propietarios de dichas impresiones, se han tomado con frecuencia la libertad de copiar, grabar y publicar, o hacer que se copien, graben y publiquen copias base de dichas obras, diseños y grabados, en muy gran perjuicio y detrimento de los inventores, diseñadores y propietarios de las mismas; para remediarlo y prevenir tales prácticas en el futuro, si place a Su Majestad, que se promulgue; y sea promulgado por la excelentísima majestad del Rey, por y con el consejo y consentimiento de los señores espirituales y temporales, y de los comunes, en este presente parlamento reunido, y por la autoridad del mismo, Que a partir del día veinticuatro de junio, que será en el año de Nuestro Señor de mil setecientos treinta y cinco, toda persona que invente y diseñe, grabe, aplique aguafuerte o trabaje en media tinta o claroscuro, o, desde sus propias obras e invención, deberá causar para ser diseñado y grabado, aplicado aguafuerte o trabajado en media tinta o claroscuro, cualquier impresión o grabados históricos o de otro tipo, tendrá el derecho y la libertad exclusivos de imprimir y reimprimir los mismos por el término de catorce años, a partir del día de la primera publicación del mismo, que estará verdaderamente grabada con el nombre del propietario en cada plancha, e impreso en cada una de dichas impresión o impresiones; y que si cualquier impresor-vendedor, u otra persona, desde y después del citado veinticuatro de junio de mil setecientos treinta y cinco, dentro del tiempo limitado por esta ley, graba, aplica aguafuerte o trabaja, como se mencionó anteriormente , o de cualquier otra manera copia y vende, o hacer que se grabe, aplique aguafuerte o copie y venda, en su totalidad o en parte, variando, agregando o disminuyendo el diseño principal, o imprima, reimprima o importe para la venta, o haga que se imprima, reimprima o importe para la venta, cualquiera de dichas impresiones, o cualquiera de sus partes, sin el consentimiento del propietario o propietarios de las mismas que primero haya tenido y obtenido por escrito, firmado por él o ellos respectivamente, en presencia de dos o más testigos creíbles, o, sabiendo que lo mismo será impreso o reimpreso sin el consentimiento del propietario o propietarios, publicase, vendiese o expusiese a la venta, por lo demás, o de cualquier otra manera dispondrá de, o hiciera que se publique, venda o exponga a la venta, o por lo demás, o de cualquier otra manera eliminada, dicha impresión o impresiones sin dicho consentimiento primero tenido y obtenido, como se mencionó anteriormente, entonces dicho infractor o infractores perderán el derecho de la plancha o planchas en las que se copian o se copiaran dichas impresiones, y todas y cada una de las hojas (siendo parte de, o en el cual dicha impresión o impresiones sean o fueran copiadas o impresas) al propietario o propietarios de dicha impresión o impresiones originales, quien inmediatamente las destruirá o cubriría con damasco; y además, que cada uno de esos infractores pagará cinco chelines por cada impresión que se encuentre bajo su custodia, ya sea impresa o publicada y expuesta a la venta, o eliminada de otro modo, en contra de la verdadera intención y significado de esta ley; la mitad de la misma a la excelentísima majestad del Rey, sus herederos y sucesores, y la otra mitad a cualquier persona o personas que demanden por la misma, a ser recuperada en cualquiera de los tribunales de registro de Su Majestad en Westminster, mediante acción de deuda, factura, demanda o información, en los que no se permitirá ninguna compurgación, excusación, privilegio o protección, o más de una mediación.

II. Disponiéndose, sin embargo, que será y podrá ser legal para cualquier persona o personas que en lo sucesivo compren cualquier plancha o planchas para imprimir, de sus propietarios originales, imprimir y reimprimir a partir de dichas planchas, sin incurrir en ninguna de las sanciones previstas en esta ley mencionada.

III. Y sea promulgado además por la autoridad antes mencionada Que si se inicia o presenta alguna acción o demanda contra cualquier persona o personas por hacer o causar que se haga algo en cumplimiento de esta ley, la misma se presentará dentro del espacio de tres meses después de haberlo hecho; y el demandado y los demandados en dicha acción o demanda deberán o podrán defender la cuestión general y presentar la cuestión especial como prueba; y si tras dicha acción o demanda se dicta un veredicto a favor del demandado o los demandados, o si el demandante o los demandantes no son demandados, o interrumpen su acción o acciones, entonces el demandado o los demandados tendrán y recuperarán todos los costos, para cuya recuperación tendrá el mismo recurso que cualquier otro demandado o demandados en cualquier otro caso tiene o tenga por ley.

IV. Siempre y cuando lo disponga la autoridad antes mencionada Que si se inicia o interpone cualquier acción o demanda contra cualquier persona o personas por cualquier delito cometido contra esta ley, la misma se iniciará dentro del plazo de tres meses después del descubrimiento de cada delito, y no después; no obstante, cualquier disposición en contrario contenida en esta ley.

V. Y considerando que John Pine de Londres, grabador, se propone grabar y publicar una serie de estampas copiadas de varios tapices de la Cámara de los Lores, y del guardarropa de Su Majestad, y otros dibujos relacionados con la invasión española, en el año de nuestro Señor mil quinientos ochenta y ocho; sea promulgado además por la autoridad antes mencionada Que dicho John Pine tendrá derecho al beneficio de esta ley, para todos los efectos y propósitos, de la misma manera que si dicho John Pine hubiera sido el inventor y diseñador de dichas impresiones.

VI. Y sea promulgado además por la autoridad antes mencionada Que esta ley será considerada, juzgada y tomada como una ley pública y será judicialmente conocida como tal por todos los jueces, magistrados y otras personas, sin alegar especialmente a la misma.

 

 

NOTAS

[1] Autores de la escuela de los Annales, como el indio Kirti Narayan Chaudhuri, incluso defienden que esta falta de amparo legislativo sobre la propiedad –en su caso del capital mercantil– fue una de las causas de la “gran divergencia” o “milagro europeo” por el que las potencias de Occidente terminaron por prevalecer sobre las asiáticas en paralelo a la Revolución Industrial (Chaudhuri, 1985: 228-229).

[2] A pesar de sus diferentes condiciones geopolíticas –una inmensa China continental frente a un pequeño Japón insular– y estructuras sociales –un sistema burocrático centralista chino frente a la descentralización feudal japonesa– ambos países comparten muchos rasgos culturales, desde su escritura en ideogramas hasta tradiciones intelectuales, religiosas y jurídicas comunes. De entrada, las lenguas tanto china como japonesa, emplean un mismo ideograma para el concepto de “ley” –法 (fa en chino, ho en japonés), cuyo radical氵(shui) representa al agua– mientras en ninguna de las dos existe un término que signifique “derecho” objetivo o subjetivo. El principio rector del ejercicio legal en la tradición del Extremo Oriente proviene de la doctrina taoísta del wu wei, la “inacción” que se restringe a la mínima intervención jurídica, no agitar las aguas. La ley es, por tanto, el último recurso, como bien había expuesto Confucio en sus Analectas: «Manejado por maniobras políticas y contenido con castigos [fa], la gente se vuelve astuta y pierde la vergüenza. Conducidos por la virtud y moderados por los ritos [li] desarrollan el sentido de la vergüenza y de la participación» (Confucio, 1998: II, 3). Frente a esta tradición confuciana, la posterior escuela legalista priorizaría la ley penal (fa) sobre los ritos civiles (li). En China, ambas perspectivas solo adquirieron un cierto compromiso a través del “Código Tang” (624 d. C.), adoptado veinte años después como base de la “Reforma Taika” (645 d. C.) que estableció el Ritsuryō como sistema legal del Japón. La eficacia del Ritsuryō, progresivamente degradada, terminó durante el shogunato Tokugawa (1603-1868) que –de acuerdo al neo-confucianismo– reestructuraría el País del Sol Naciente en torno a cuatro clases sociales: samuráis, granjeros, artesanos y comerciantes. Por tanto, las leyes tradicionales del Extremo Oriente, provienen de una misma fuente doctrinal que se debate entre el confucianismo y el legalismo. Ahora bien –mientras la disciplina penal legalista se aplicó en términos de censura– el copyright siempre se contemplaría asociado, como indica Alford, al ámbito moral del “decoro” público y privado (Alford, 1996: 21). Al respecto, el término central confuciano es li, que suele traducirse como ritual, moralidad, buenas costumbres o conducta apropiada (Sutter, 2021: 95-105). Por su sentido dramatúrgico, el li se aproxima a otros actos performativos tan importantes en la justicia occidental como el juramento o la promesa, que también apuntan al buen nombre. Aunque el campo de aplicación del li es muy amplio –desde la ceremonia del té al trabajo del duelo– en cuanto a los derechos de propiedad intelectual, debemos tener presente otra máxima de las Analectas: «la práctica de la humanidad se reduce a domesticar el yo [rang] y restaurar los ritos [li]» (Confucio, 1998: XII, 1). El ideograma de este último concepto rang (讓) significa gráficamente ceder el trono y es traducido, a menudo, como “rendirse” o “abdicar”. Es decir, frente a la autodeterminación soberana del sujeto, se prescribe su renuncia como signo de deferencia en aras de la armonía y, por ello también, el maestro afirma: «yo me limito a transmitir, no invento nada. Confío en el pasado y lo amo» (Confucio, 1998: VII, 1). En suma, la tradición filosófica del Lejano Oriente –a diferencia del repudio a la falsificación del platonismo– siempre priorizó la difusión del conocimiento y la promoción del saber.

[3] La Cámara Estrellada o Star Chamber fue el equivalente al tribunal supremo inglés entre su fundación en 1487 y su abolición en 1643. Durante el reinado de Carlos I de Inglaterra (1626-1649), suplantó al parlamento y se empleó como una suerte de audiencia nacional orientada a la represión y tortura de la disidencia política (desde el puritanismo hasta los levellers) por lo que, hasta el día de hoy, se asocia su nombre con la justicia arbitraria, secreta y sin el debido proceso. Este conflicto desembocó en la guerra civil inglesa (1642-1651) entre el monarca y el Parlamento Largo (1640-1660). Como respuesta, los parlamentarios abolieron la Cámara Estrellada en 1641 para, finalmente, prevalecer por las armas y decapitar a Carlos I en 1649.

[4] Para esta traducción hemos empleado dos versiones textuales en castellano: (Platón, 1992: 380-382) y (Cornford, 2007: 248-250). Además, estas se han contrastado con la última edición inglesa (Platón, 2015: 127-128). Los términos en griego han sido tomados de Platón (1903), disponible en línea a través de la biblioteca digital Perseus: https://www.perseus.tufts.edu/hopper/text?doc=Perseus%3atext%3a1999.01.0171%3atext%3dSoph.

[5] En esta traducción utilizamos dos versiones en castellano: la clásica de Gredos (Platón, 1992b), de estilo más legible, y la excepcional traducción del CSIC (Platón, 2012), precisa y minuciosa. Los términos en griego han sido tomados de Platón (1925), disponible en línea a través de la biblioteca digital Perseus: https://www.perseus.tufts.edu/hopper/text?doc=Perseus%3Atext%3A1999.01.0180%3Atext%3DTim.

[6] Para esta traducción hemos empleado la versión española de Ester Sánchez (Aristóteles, 1994) junto con otras dos ediciones en inglés: la más reciente (Aristóteles, 2019) y la bilingüe (Aristóteles, 1943) de donde hemos extraído los términos en griego antiguo. Esta última disponible online en:   https://archive.org/details/generationofanim00arisuoft/page/n5/mode/2up.

[7] Al respecto, Deleuze define su propia relectura de los demás filósofos como una teratología (y ventriloquía) vinculada a la penetración anal: «el modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer» (Deleuze, 1996: 8-9).

[8] Las citas del Segundo Tratado sobre el gobierno civil están tomadas de su traducción al castellano por Carlos Mellizo (Locke, 2022) y el texto original se extrajo de la edición de Thomas Tegg (Locke, 1823).

[9] Las citas del Ensayo sobre el entendimiento humano están tomadas de su traducción al castellano en la editorial Siglo XXI (Locke, 2022) y el texto original se extrajo de la edición de Thomas Tegg (Locke, 1825).

[10] Por cierto, esta misma figura de la moneda falsa es retomada por Foucault para describir la propuesta ética del “cuidado de sí”: «[Epicteto] pide que adopte uno para consigo mismo el papel y la postura de […] un "verificador de la moneda", de un "argirónomo", de uno de esos cambistas de dinero que no aceptan ninguna moneda sin haberse asegurado de lo que vale […]. Desgraciadamente, prosigue […], estas precauciones que estamos dispuestos a tomar cuando se trata del dinero, las descuidamos cuando se trata de nuestra alma. […] Velar permanentemente sobre nuestras representaciones, o verificar las señales como se autentifica una moneda, no es interrogarnos (como se hará más tarde en la espiritualidad cristiana) sobre el origen profundo de la idea que viene; no es tratar de descifrar un sentido oculto bajo la representación aparente; es calibrar la relación entre uno mismo y lo que es representado, para no aceptar en la relación con uno mismo sino lo que puede depender de la elección libre y razonable del sujeto» (Foucault, 2007: 62-64).

[11] Resulta interesante comparar el caso europeo con el de China: como pioneros de la imprenta, los chinos también lo fueron en cuanto al papel moneda. Durante la dinastía Song (960-1279), el gobierno imperial lanzó sus primeros billetes, pronto impresos con tipos móviles. Sin embargo –desde la era de bronce hasta, al menos, el fin del Trono del Dragón en 1912– antes que la firma manuscrita, se emplearía el sello estampado como método de identificación. Obviamente, no puede acusarse a la civilización oriental de “fonocéntrica” ya que –a través de los ideogramas– su escritura prevalece frente al lenguaje oral y, en consecuencia, la caligrafía es allí considerada como una de sus artes mayores. Tanto en la tradición taoísta china como en el zen japonés  –antes que afirmar el carácter autónomo del sujeto moderno– la letra manuscrita canaliza la “energía vital”, liberando a la pluma del valor de uso en favor de un trazo espontáneo que conecta harmoniosamente al grafista con el universo. Esta discrepancia cultural revela –frente a las tesis históricas tecno-deterministas– aquello que Yuk Hui denomina como diversidad cosmotécnica (Hui, 2024).

[12] Recordemos que, posteriormente, Töpffer siempre prefirió su propio trazo manuscrito al rotulado mecánico y promovía una variante específica de la litografía denominada, precisamente, como “método autográfico”. Según el caricaturista ginebrino, la autografía presenta la ventaja de «poder explicarse mediante ejemplos gráficos que solo tienen valor en tanto trazados directamente por la propia pluma del escritor» (Töpffer, 2020). Aunque por su inclinación romántica hacia la espontaneidad, incluso defectuosa, Töpffer no secundaría estos valores estéticos ni, tampoco, las pretensiones psicológicas de la grafología, seguramente sí compartía –en cuanto a la firma y al trazo– el doble presupuesto metafísico de la originalidad del estilo gráfico personal y la autenticidad de las huellas manuscritas.

[13] Si hay un filósofo contemporáneo que anude los motivos de la escritura, la moneda falsa y la firma, este es Jacques Derrida, arconte de la “deconstrucción”. En su ya clásica definición de la escritura como pharmakon de La diseminación, destacan a nuestro interés lo capítulos “El padre del logos” y “La herencia del fármacon: la escena de la familia” (Derrida, 1975: 110-124 y 216-237) donde desgrana el vínculo entre las figuras de la voz paterna y su vástago escrito, a ella sometido. En cuanto a la moneda falsa, Derrida no alude sino elípticamente a Diógenes, centrándose en una interpretación –ligeramente rocambolesca– del relato homónimo de Baudelaire a partir de su propia teoría del “don” (Derrida, 1995: 75-169). El asunto de la firma se esboza brevemente en contraste con la teoría de los actos de habla de Austin y Searle (Derrida, 1998), polémica que continuaría posteriormente. Sobre este último aspecto, recomendamos ante todo el reciente libro Event of Signature de Michaela Fiserova, en especial su sexto capítulo donde contrasta la firma según Derrida con el grafiti según Deleuze (Fiserova, 2022: 131-153). Fiserova resume con precisión la deconstrucción derridiana de la firma: «En términos de diseminación, la firma manuscrita puede ser tomada como una huella estilizada –huella irrepetible de un estilo repetible– cuya autoridad semántica y legal se construye sobre el requisito contradictorio de repetir lo irrepetible. Debido a su irrepetibilidad, la firma manuscrita no es un acto performativo ni un acto de habla: no puede repetirse funcionalmente, porque cada intento individual de repetirla exactamente a mano produce una nueva forma, una nueva versión de la firma, más o menos similar a las anteriores, pero nunca la misma. Cada firma es una nueva variación de la firma modelo. En Derrida, no hay una versión original de la firma: la firma original no existe» (Fiserova, 2022: 133-134). No obstante, añade una crítica muy pertinente para la teoría del cómic: «La imagen del nombre, que es inventada, necesita ser distinguida de la palabra del nombre, que es dada de antemano. Como Derrida no distingue principalmente entre textos plásticos y literarios, su deconstrucción no distingue principalmente la semántica de las imágenes de la semántica de las palabras. Esta homogeneización textual, propia de la deconstrucción de Derrida, no ayuda a distinguir en principio las imágenes de las palabras. Considero que esta distinción es particularmente importante en el caso de la firma manuscrita, que puede entenderse como la imagen de una palabra, la imagen del nombre del firmante. La naturaleza precaria de la firma manuscrita legal, que se analiza en este libro, proviene estrictamente de su aspecto pictórico, no de su aspecto verbal» (Fiserova, 2022: 144).

[14] «La palabra techne deriva de la raíz indoeuropea “tek”, que significa «encajar las piezas de madera de una . . . casa” […] el significado más antiguo del término griego […] probablemente era “construcción de casas”, algo que tal vez se delate en la conexión etimológica entre techne y tekton (carpintero)» (Angier, 2010: 3).

[15] Original inglés disponible en línea el 7-XI-2024 en: https://www.copyrighthistory.org/cam/pdf/uk_1735_1.pdf

[16] Original inglés disponible en línea el 7-XI-2024 en: https://statutes.org.uk/site/the-statutes/eighteenth-century/1735-8-george-2-c-13-engraving-copyright-act/

Creación de la ficha (2024): Félix López
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Breixo Harguindey (2024): "La Ley Hogarth de 1735: primer estatuto mundial sobre el copyright de las imágenes", en Tebeosfera, tercera época, 27 (25-XI-2024). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 15/V/2025 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_ley_hogarth_de_1735_primer_estatuto_mundial_sobre_el_copyright_de_las_imagenes.html