TESOROS OCULTOS. LAS COMIC STRIPS DE LA PRENSA AFROAMERICANA
JOSE MARIA CONGET

Title:
Hidden Treasures. The Afro-American Press comic strips
Palabras clave / Keywords:
Tiras de prensa, Cultura afroamericana/ Comic strips, Cultura afroamericana

TESOROS OCULTOS

LAS COMIC STRIPS DE LA PRENSA AFROAMERICANA


Para Maribel, que me contagió su enorme pasión por la cultura afroamericana y a la que debo más de un dato de estas páginas


            «Nunca pertenecería a un club que me tuviera a mí como miembro» es una de las paradojas irónicas más celebradas de Groucho Marx y un sarcasmo sobre el antisemitismo estadounidense que hoy, cuando por las finanzas, la política, la literatura, las artes, el cine y los cómics del país circulan sin ningún riesgo de exclusión personalidades judías que están en la mente de todos, cuesta situarse en la perspectiva de un periodo en el que los nombres hebreos se americanizaban en busca de la integración laboral o, en el caso de los grandes magnates cinematográficos, se hacían perdonar sus orígenes con absurdos camuflajes católicos —y una mirada de reojo a la taquilla— produciendo la increíble vida de Bernadette Soubirous, la niña visionaria de Lourdes, o cursiladas de monjas guapas, Ingrid Bergman sin ir más lejos, y curas “modernos” con la voz de crooner de Bing Crosby, o el colmo de la hipocresía, publicitando la primera comunión de una hija. Si se tiene ocasión de revisar Gentlemen’s Agreement (La barrera invisible, 1947), de Elia Kazan, prototipo de mensaje liberal, con gotas de izquierdismo, sorprenderá que ese alegato sutilmente paternalista se considerara un acto de valentía —la historia del periodista Gregory Peck que, para escribir con conocimiento de causa sobre la situación real de los judíos en Estados Unidos, finge ser uno de ellos y en consecuencia sufre ostracismo social, el desprecio tácito de sus pares, el portazo de instituciones y viviendas que habían estado abiertas para él—, y si se reflexiona unos minutos, la convicción de facto, sin fisuras, de que el racismo antisemita es el único detectable en la amplia geografía nacional. En efecto, a Leo Jacoby le bastó transformarse en Lee J. Cobb y a Julius Garfinkle en John Garfield para ser respetados en Hollywood, o a Jacob Kurtzberg en el dibujante Jack Kirby para que lo aceptaran en el ámbito de los comic books, donde tantos como él se habían rebautizado, por si acaso. Sin embargo, otras víctimas de abusos raciales resultaban mucho más conspicuas porque sus barreras eran cualquier cosa menos invisibles. Bernard Schwartz, como Tony Curtis, dejó de ser un israelita apestoso, pero ninguna metamorfosis onomástica habría borrado su negritud a Sidney Poitier, su compañero de reparto en Fugitivos (The Defiant Ones, 1958). La escritora Jill Lepore, en su extraordinario panorama diacrónico de Estados Unidos, These Truths, argumenta que las interpretaciones históricas del país no son correctas ni justas si no se concede importancia decisiva, trascendental, al pasado esclavista y a sus secuelas terminada la Guerra de Secesión, es decir, a la evolución de las relaciones sociopolíticas entre la población mayoritariamente blanca y la aplastada minoría afroamericana. Los judíos obtuvieron poder económico y mediático para reivindicar, tras años de humillaciones y menosprecio, su participación en el proyecto nacional; los negros han arrastrado su condición de esclavos liberados hasta hoy en día, y la conquista de los derechos civiles en las batallas cruentas de la década de los sesenta del siglo pasado no han eliminado el odio supremacista, sobre todo en los estados sureños, la herencia de pobreza y desigualdad, el bajísimo índice de negros con estudios superiores y el altísimo en los corredores de la muerte, a pesar del apócrifo desmentido que sugiere la presidencia de Barack Obama en dos legislaturas.

            El arduo e incompleto progreso de la población afroamericana desde la miseria anónima, el linchamiento y la ignorancia hasta la igualdad ante la ley, al menos a nivel teórico, el respeto y el reconocimiento de méritos, no solo deportivos y musicales, se puede seguir a través de la visión rara vez desinteresada de las producciones de Hollywood. Casi al tiempo que en El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914), de Griffith, todos los personajes negros —de aspecto patibulario, conducta criminal y salvajismo incivilizado— estaban interpretados por blancos embadurnados de tizón, lo que se llamaba blackface, el escritor negro Oscar Micheaux, que deseaba trasladar a la pantalla su segunda novela, The Homesteader, se convenció de que nadie lo haría si él mismo no emprendía la tarea. Así nació la singular Lincoln Motion Picture Company (recibió otros nombres a lo largo del tiempo), que producía y distribuía películas realizadas por hombres de color, especialmente del propio Micheaux, que se veían en un circuito marginal más que alternativo, y sobrevivió hasta la última producción del realizador, The Betrayal, en 1948. Retengamos ese esfuerzo —volveremos a él— que no se cruzó nunca con los estrenos de las majors ni ilustró las páginas de las revistas del glamour de la industria. Porque si bien las blackfaces se mantuvieron durante años en el vodevil y algunas películas (pensemos en El cantor de jazz, 1927, y el rostro embetunado de Al Jolson), e incluso el famoso programa radiofónico Amos ’n’ Andy, que caricaturizaba el lenguaje inarticulado, las supersticiones e incultura de los negros, estaba interpretado por blancos y solo con el paso a la novedad de la tele se vio la necesidad de contratar a Spencer Williams y Alvin Childress, dos cómicos afroamericanos que aceptaron la humillación de hacer un retrato grotesco de su raza, los oficios de criados, camareros, revisores de trenes y otros servicios de bajo calibre se encomendaban ya a actores y actrices “auténticamente negros”, condenados, fuera cual fuese su talento, a no pasar de mayordomos con diálogo o sirvienta de Scarlett O’Hara, como la combativa Hattie McDaniel, que, siendo una lúcida luchadora de sus derechos, ganó un Oscar (y la humillación de necesitar un permiso especial para asistir a la ceremonia en una butaca oculta de todos los espectadores) por participar en la indisimuladamente racista Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939). Con el tiempo, se vio la conveniencia de introducir, como si hubiera que cubrir un cupo, a un negro bueno en el grupo de combatientes en el Pacífico o Corea, que ascenderá a ser amigo fiel del héroe y por fin, con Sidney Poitier, al primer lugar en los créditos. Hoy en el firmamento de Hollywood brillan estrellas negras que han heredado y superado el caché de Poitier y nadie duda de la calidad artística de Denzel Washington, Will Smith o Halle Berry. En el mundo de los cómics el proceso fue similar.

Presentación de Poor Li'Mose en una dominical de Yellow Kid.

            Debemos a la labor de rastreo arqueológico (y con metafórica lupa) del sueco Fredrik Strömberg y sobre todo del afroamericano William H. Foster por hemerotecas y viejas colecciones el poseer una idea ajustada de cuál fue la imagen del negro en los cómics estadounidenses. Si el satisfecho colonialismo europeo y la abrumadora convicción de superioridad racial pintaban a los subsaharianos como sencillamente salvajes, retrasados, cuando no caníbales sin entrañas ni pensamiento —invoquemos las lamentables páginas de Tintin en el Congo, y conste que no se encuentran entre las más ofensivas—, en las primitivas viñetas norteamericanas los negros se ajustan a los clichés impersonales y subordinados que les adjudicaba el cine contemporáneo. O se revisten de brutalidad desde el que muchos consideran el cómic fundacional, The Yellow Kid, donde el autor, Outcault, introduce como rival del niño amarillo a otro de raza negra y de malas intenciones, New Bully, que a pesar de su poca simpatía cayó en gracia y pasó a engordar en la brevísima serie The Huckleberry Volunteers los estereotipos que todavía en 1901 se multiplicaron en la igualmente efímera Poor Li’ Mose. Los rasgos de pereza, hosquedad e ignorancia de los niños negros del pionero Outcault se trasladaron a los adultos, y no hay negro en las tiras de prensa que no hable en un inglés vulgar e infantiloide, que dé señales de inteligencia o de civismo, que se sitúe en plano de igualdad con los blancos menos dotados[1]. El siervo forzudo de Mandrake, el fiel Lothar (Lotario en las versiones españolas) tiene nombre propio —no era frecuente en los negros de aluvión de otras tiras— y, si prescindimos de la princesa Narda, la novia del mago, de presencia irregular en la historia, es el único personaje de entidad y actuación constante en todas las aventuras; pero viste de forma aniñada, con camiseta y pantalón corto, sus supersticiones lindan con la estupidez, se expresa en una media lengua y a Mandrake lo llama “amo”

     
      Lothar, siervo de Mandrake.

(todo cambiaría con la progresiva sensibilización del autor, Lee Falk, y de la sociedad: resultó que Lothar era hijo de un rey africano, se distingue por su aguda mente sin perder musculatura y deviene amigo, no siervo, del héroe). Asimismo, el liberal Will Eisner, al regresar de la Guerra Mundial y retomar su serie estrella, Spirit, se avergüenza del trazo grotesco del amiguito negro del enmascarado, Ebony White, y modifica su retrato otorgándole una dignidad; también introduce un policía de color, el teniente Le Grey, cuyas parrafadas se emiten en correcto inglés. Parte de la información anterior procede de la investigación de Strömberg, y a Foster le debo el dato de que en las primeras entregas de Henry (el niño calvo y mudo que como Enriquito publicaron en España TBO, Nicolás y otras revistas) juegan niños negros sin el menor atisbo de los habituales prejuicios degradantes. Bien, hay que destacar algo: ninguna de las franquicias de cómics de prensa mencionadas, con mayor o menor grado de condescendencia racial, eran obra de guionistas o dibujantes negros, a los que se impedía el ingreso en las selectas agencias de distribución periodística. Hubo una excepción clandestina: George Herriman, el creador de la que para muchos es la mejor historieta americana, era un mestizo de piel clara (hijo de mulatos de Nueva Orleáns, con abuela negra cubana), que practicaba el passing, como se conoce al ardid de muchos negros de rasgos raciales suavizados que se hacían pasar por blancos (véase la excelente novela Passing, de Nella Larsen, y el prólogo explicativo de Maribel Cruzado en Claroscuro, su versión española). Gracias al engaño, Herriman fue aceptado en la cadena de Pulitzer y luego en la cuadra de Hearst, el gran abogado de la inmortal Krazy Kat, donde, según Tisserand, el biógrafo del dibujante, algunos gags adquieren un sentido distinto al superficial si el lector no ignora la secreta identidad que el autor ocultó toda su vida. Antes del gato enamoradizo, en 1902, Herriman dibujó en New York World la tira Musical Mose, historia de un negro pobre que desea triunfar como músico y para ello se hace pasar por blanco —no hará falta subrayar la ironía—, sin maquillarse, confiando en que lo tomen por escocés gracias a la gaita, irlandés por el violín o italiano por el organillo, aunque su pareja, Sal, duda de la efectividad: «¿No es tu complexión muy oscura para ser un escocés?». Las insinuaciones y bromas íntimas de Herriman las percibirían tan escasos lectores como las referidas a la homosexualidad de Montgomery Clift o Rock Hudson durante unos años en los que equivalía a un sacrilegio suponer que un rutilante actor de Hollywood fuera gay. Ignoro en qué momento, desde luego después de su muerte, se reveló la negritud de Herriman, hoy ese conocimiento nos incita a una relectura en clave de su obra. Un caso singular, por su excepcional aceptación en las agencias blancas, es el de E. Simms Campbell, magnífico ilustrador y un experto en diseñar mujeres blancas espectaculares, en posturas insinuantes y con ropa a la moda, sin que ni una sola belleza negra aparezca (las gentes de su raza sí ocupan un lugar prominente en sus pinturas y dibujos sobre el mundo del jazz) en la serie de gags titulada Cuties (1942-1971); sus lectores probablemente nunca supieron que el creador de tanta fantasía erótica era un negro, desconocimiento al que contribuyó el que Campbell pasara buena parte de su vida en Suiza[2].

Dos creaciones de Simms Campbell, a la izquierda un libro de Cuties y a la derecha una ilustración sobre tema jazzístico.

            Como en el cine, hay que llegar a los sesenta del siglo XX, en plena efervescencia de la lucha por la integración racial, para encontrar una serie de aventuras, Dateline Danger! (1968), con coprotagonista negro, el agente secreto Danny Raven —seguramente no es casual que el apellido signifique cuervo—, mímesis de la exitosa serie de televisión I Spy, con Bill Cosby encarnando al espía afroamericano Alexander Scott, uno de los hitos del lento ascenso al estrellato de la población de color. La comic strip, de Saunders y McWilliams, se despidió a los seis años, un semifracaso en las series de prensa, que cuentan sus glorias por décadas. Protagonismo absoluto sí que tuvo la modelo y luego fotógrafa Friday Foster (1970), que, aparte del color de piel y de haber nacido en Harlem, sus peripecias entre el melodrama y lo policiaco podrían acontecer a una mujer blanca de similares circunstancias profesionales; fue no flor de un día sino de cuatro años pelados y sus autores —la dibujó el español Longarón— eran tan caucásicos como el resto de los personajes de la historieta, pues los episodios de Friday se desarrollan en un universo social estrictamente de blancos;

     
      La fotógrafo Friday Foster en un cómic de Dell.

como blancos eran los responsables del célebre relato antirracista Judgment Day, de Feldstein y Orlando para la controvertida compañía EC; y blanco, pero arriesgado, Mort Walker, que en las populares viñetas de su Beetle Bailey introduce en 1970 al teniente negro Jack Flapp y provoca la cancelación de contrato de la strip por parte de varios periódicos sureños y del diario militar Stripes and Stars. En el sector de superhéroes los negros invadieron más deprisa las fantasías de DC y Marvel, ya sea como miembro de un grupo (Storm en X-Men), o alzándose a titular de la cabecera (The Black Panther), de resonancias políticas obvias, por citar un par de ejemplos, hoy en día más que abundantes. Hay que subrayar que hubo un intento, en 1947, de lanzar un comic book, All-Negro Comics, totalmente dibujado por afroamericanos, con personajes similares a los de otros cuadernillos de aventuras pero de raza negra: el detective Ace Harlem, una historieta de ciencia ficción protagonizada por Lion Man… La revista, editada por Corrin Cromwell Evans, no superó el primer número porque en los quioscos del ramo se negaron a vender un tebeo de esas características (no era la primera ocasión en que Evans sufría una bofetada racista de sus compatriotas: ya en 1932, al comienzo de una rueda de prensa de Charles Lindbergh, el famoso aviador y ferviente pronazi se había negado al diálogo si no se expulsaba al negro del grupo de periodistas). Pero la gran apertura provino de unas tiras de niños, en las que no participaron artistas blancos, Luther (1968-1986), que homenajeaba en el nombre al asesinado Martin Luther King, de Bromsic Brandon Jr., y Quincy (1970-1986), de Ted Shearer; contaban las travesuras y conflictos, esencialmente humorísticos y amables, de niños negros en un entorno afroamericano, sin excesivos resabios reivindicativos, como si el hecho mismo de que se integrasen en la prensa nacional fuese ya suficiente reivindicación, y en cierto modo así lo fue en un principio. Otras tiras con niños negros, como Curtis, de Ray Billingsley, que surge ya en 1988, tuvieron el terreno abonado y podían abordar cuestiones raciales de actualidad sin temor a la censura, pero no olvidemos que el mismo Billingsley había inventado antes una familia negra en la serie Looking Fine, de 1980, y la abandonó harto de las presiones de sus editores para que se incluyera un chaval blanco adoptivo; Jump Start (1989), de Robb Armstrong, y Mama’s Boys (1995-2913), de Jerry Craft, agudizaron las audacias críticas, que alcanzaron sus mayores y explícitas osadías en The Boondocks, de Aaron C. Gruder (1996), donde el politizado y visceral protagonista, el niño Huey Freeman, vapuleó a los halcones republicanos y blancos supremacistas hasta el final de la serie en 2006, no sin antes pasar por una versión televisiva de Sony Pictures. Cabe preguntarse, y la respuesta es sencilla —la supuesta inocencia de los menores permitía infiltrar mensajes contra los abusos racistas sin la conciencia agresiva de los adultos—, por qué todas estas historietas se inscriben en el subgénero de kid strips, o sea, de personajes infantiles. Estos pequeños tenían un precedente al que prestaremos mayor atención[3].

Varios comic books en los que aparecieron personajes afroamericanos.

Tira de Beetle Bailey en la que aparece el teniente Flap.

Varios recopilatorios con series de blacks kids mencionadas.

            En efecto, el dibujante negro Morrie Turner se adelantó a los mencionados con Wee Pals (1965), que es considerada la primera tira de prensa con personajes —niños, por supuesto— de varias etnias y que aquí interesa especialmente por sus orígenes. Coincidió Turner en un congreso de profesionales del cómic con Charles Schulz, el inventor de Charlie Brown, y entre copa y copa Turner le preguntó por qué no había cacahuetes negros en Peanuts; Schulz, que añadiría al afroamericano Franklin dos años después, le sugirió que tomara la iniciativa él mismo, y Turner aceptó el desafío. Ideó en 1960 Dinky Fellows, viñetas de niños negros que interactúan con niños negros, muy conscientes de sus limitaciones por los prejuicios ajenos; la ofreció ingenuamente a las agencias de distribución de cómics, que aún no estaban listas para lo que, según varios directivos, incomodaría a sus lectores blancos. Hubo un periódico que aceptó y publicó la serie, The Chicago Defender, no en vano un diario elaborado por profesionales de color y dirigido específicamente a la población negra, no el único, como veremos más adelante. Es sabido que el ambicioso Turner no se rindió —o se rindió, según se mire— e introdujo peques de procedencias étnicas diversas en su strip, retitulada Wee Pals, que se vendió, ahora sí, a los syndicates nacionales y se ha prolongado hasta nuestros días. Lo importante aquí es que, antes de suavizar su tira, el dibujante encontró un nicho donde publicar. Y es que, igual que Micheaux produjo durante décadas black films, de realización y temática negras, que se veían en circuitos restringidos, los artistas de cómics afroamericanos desarrollaron su talento, con frecuencia infinitamente más comprometido y social que el de las historietas blancas, en las secciones de cómics de periódicos, habitualmente semanales, como el arriba citado[4], el New York Amsterdam News, el Pittsburgh Courier o el Philadelphia Afro-American, con sede en Baltimore, entre otros muchos de menor difusión. Hoy, cuando comienza la recuperación de todo ese mundo específico de cómics estadounidenses, premeditadamente ignorados y desechados, descubrimos cuán incompleto era nuestro conocimiento de las historietas de ese país y qué tesoros nos habíamos perdido.

Recopilatorios de Wee Pals y de The Boondocks citados en el texto.

II

            Entre junio de 2021 y enero de 2022, el Chicago Cultural Center cobijó una exposición que a cualquier aficionado a los cómics pondría los dientes largos: Chicago: Where Comics Came to Life, comisariada por el historiador Tim Samuelson y el gran dibujante Chris Ware. Unos meses antes la ciudad del viento había ofrecido otra exposición sobre los cómics surgidos allí desde 1960 hasta hoy; ahora bien, el nuevo escaparate de historietas retrocedía a la prehistoria del género, rescataba nombres ninguneados o borrados por la incuria y prestaba una atención especial, y por primera vez en el país desde un museo, a las viñetas pioneras de la prensa negra, en especial a The Chicago Defender, fundado en 1905 y durante mucho tiempo el único de su clase que incluía una página completa dedicada a los cómics. Si la recuperación de autores y obras que nadie recordaba fue un impulso para su estudio y posibles reimpresiones, los actuales artistas afroamericanos descubrieron a sus predecesores y el público WASP la existencia de un mundo de humor, aventuras y protesta social al margen de las series canónicas. Ambas exposiciones estuvieron reforzadas por el volumen It's Life as I See it. Black Cartoonists in Chicago 1940-1980, que abarcaba más años hacia delante y menos hacia atrás que la muestra de Ware y Samuelson. Editado por Dan Nadel, gracias al Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, reproducía historietas de nueve artistas negros publicadas originalmente en The Defender y las revistas Jet y Negro Digest. Todo lo anterior respondía al caldo de cultivo que venía cociéndose desde que William Foster lanzase su indispensable Looking for a Face Like Mine, 2005, y su continuación en 2020, Dreaming of a Face Like Ours, así como el impresionante Pioneering Cartoonists of Color, de Tim Jackson, en 2016, a los que hay que sumar la labor de la profesora Sheena C. Howard, autora, entre otros trabajos, de Encyclopedia of Black Comics (2017), y la primera antología en torno a la gran figura femenina del cómic afroamericano: Jackie Ormes, de Nancy Goldstein, editada por la Universidad de Michigan en 2019.

Varios de los textos sobre cómics afroamericanos citados por el autor.

            Los adjetivos “marginal” o “alternativa” no son del todo exactos al aplicarse a la prensa afroamericana. A mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado, el Courier alcanzó una tirada de 360.000 ejemplares, y los otros aquí mencionados superaban los 100.000, a pesar de las restricciones interesadas de papel, las dificultades de distribución en los Estados del Sur, donde se llegaron a leer a escondidas por miedo a las represalias del Ku Klux Klan, y la vigilancia del FBI, que en determinadas épocas (durante el macartismo, por ejemplo) censuró y multó los editoriales y artículos que juzgaba subversivos, cuando no suspendía su circulación. La lucha por la igualdad, la educación y los derechos civiles, la denuncia de discriminaciones e injusticias llenaban sus páginas, que incluían asimismo notas de sociedad, las crónicas deportivas en las que destacaban los de su raza, reseñas artísticas, literarias y musicales, y por supuesto cómics. Solo una mínima parte de su caudal de historietas nos es accesible hoy, gracias a los estudiosos que las han reproducido de los microfilms de hemerotecas. Y solo a unos pocos, los más importantes y prolíficos, me referiré en estas líneas divulgativas que se inician con la extraordinaria guionista-dibujante Jackie Ormes.

   
Libro sobre Jacke Ormes.     Torchy Brown, la comic strip más conocida de Ormes.

            Zela Mavin Jackson, su nombre de soltera, nació en Pittsburgh en 1911. Su padre, que era masón y propietario de un cine al aire libre, murió cuando ella no había cumplido los siete años; un segundo y feliz matrimonio de la madre estableció a la familia en un pueblecito de Pensilvania, desde donde la futura artista, recién salida del instituto, donde había destacado como dibujante, regresó a Pittsburgh y se ofreció al Courier, que la contrató de correctora de pruebas y para reportajes periodísticos menores. Allí se casó con Earl Ormes, entonces un empleado de banco, tuvieron una hija que falleció de cáncer y Zelda/Jackie trató de superar el luto convenciendo al director del periódico de que podía añadir una historieta de su propia cosecha a la sección más frívola del semanario, la de cómics. Así empezó una carrera de la que nacerían cuatro strips, dos de ellas más que notables. La primera fue Torchy Brown in “Dixie to Harlem”, título que prometía subsiguientes episodios que no vieron la luz. El trazo, a plumilla y tinta, es todavía titubeante, pero encontramos ya algunas de las características que marcarán su obra: protagonismo femenino con atención puntillosa a sus atuendos, posturas y gestos; lenguaje que no rehúye el argot, las idiosincrasias sintácticas y los vulgarismos de la población afroamericana; la participación del argumento en el correlato social e histórico del momento, con intervención de ciudadanos reales, como su admirado boxeador Joe Louis o el actor y bailarín Bill “Bojangles” Robinson; la tendencia al autorretrato de Jackie, menuda, esbelta y muy atractiva, con un rostro de pómulos altos, siempre bien maquillado y sonriente, que heredarán sus heroínas; y por último la conciencia de la negritud y la desigualdad consecuente, que en esta primera entrega no presenta la visibilidad, ironía e indignación de su madurez. La tira duró exactamente un año, desde el 1 de mayo de 1937 hasta el 30 de abril de 1938, seguramente por acuerdo contractual, y desarrolló, sin desviaciones, una sola narración: la epopeya de Torchy, una chica joven de provincias que vive con sus tíos, ha mitificado a una madre desconocida que se desplazó a Nueva York y decide imitarla en busca de un posible triunfo en el ámbito del cabaret y la vida nocturna de la Big Apple. Comparada con las series “blancas” de la época, se diferencia por varios rasgos: es mucho más realista; si la enfrentamos a Brenda Starr, de Dale Messick, a la que se adelanta tres años y con la que ofrece puntos de contacto —amén de la rareza, entonces, de ser creación de mujeres, ambas conceden tanta importancia a la representación icónica de muchachas modernas, liberadas y no indiferentes a las modas, como a las tramas donde evolucionan—, resalta inmediatamente que las andanzas de Torchy se inscriben en un fenómeno real contemporáneo, la inmigración negra del sur hacia el norte, que inspiró la famosa serie de pinturas de Aaron Douglas, mientras que la reportera de Messick carece de referente social; Jackie no padece el moralismo puritano de los cómics blancos (sabemos por testimonio de su hermana que el dormitorio de la pareja Ormes estaba presidido por una pintura de la artista en cueros), de modo que vemos a Torchy en ropa interior y en un par de ocasiones completamente desnuda; gracias a esa misma libertad, el viaje a Harlem reproduce situaciones impensables en sus colegas nacionales, como el apartheid de los vagones de tren, resuelto con humor vengativo, o el encuentro con una prostituta apenas la muchacha llega a Manhattan (¿alguien puede fechar otra alusión en los cómics americanos a la profesión más antigua del mundo?). Torchy Brown termina apresuradamente cuando su éxito en el music-hall atrae a «una dama de aspecto extranjero» que al verla exclama: «My baby!». El happy end parece todavía más venturoso, pues el lector reconoce en la madre los rasgos nada menos que de Josephine Baker.

     
  Obras de Ormes servidas en viñetas: Candy y Patty-Jo 'n' Ginger.   

            El matrimonio Ormes se trasladó a Chicago, donde Earl se colocó en una agencia de seguros y obtuvo en 1952 el puesto de director del hotel integrado Sutherland, con su célebre club de jazz, un trabajo que aumentaría las amistades y la ya intensa vida social de la pareja (hay fotos de Jackie con Duke Ellington, Lena Horne, Eartha Kitt y otras personalidades negras del espectáculo). Durante ese tiempo tomaron conciencia de que las condiciones laborales generadas por la guerra mundial habían incrementado la desigualdad de salarios entre las razas, con particular perjuicio de las mujeres, cuyo principal empleo era el de criadas, abusos que solo la prensa de color reflejaba, pues el esfuerzo bélico proporcionaba una coartada moral para que el poder arrinconase cualquier problema no derivado del conflicto. La señora Ormes se ofreció al Defender, que le encargó una columna fija de opinión sobre temas femeninos, en la que ella alternó superficiales reseñas de sociedad con crónicas de las circunstancias de su entorno en que se manifestaban el supremacismo blanco y el machismo. No es de extrañar que la involucración progresiva de Jackie en la lucha por los derechos civiles al final de la contienda la aproximara a posiciones cercanas a los comunistas y en los cincuenta a la mirada inquisitorial del macartismo. En 1945 debió presionar a sus editores para que le permitieran volver a los cómics y consiguió una resolución a medias: sin abandonar sus artículos, le ofrecieron una viñeta que se publicaría en la página de opinión y por la que no recibiría retribución alguna; aceptó, y siete años después del desenlace de Torchy Brown, su creadora regresaba al dibujo con Candy, una seductora sirvienta negra, de facciones semejantes a las de Jackie, único personaje visible de un gag que se burlaba del racismo de su patrona blanca — Goldilocks, que podríamos traducir como Ricitos de Oro—, su falta de ética y necedad general. Deduzco lo anterior del informe de Nancy Goldstein sobre la serie, ya que los cuatro chistes que reproduce en su volumen solo me permiten acceder a la hermosa figura de pin-up, con exhibición de magníficas piernas sobre zapatos de tacón alto, incluso en la cocina o trajinando en una huerta, a su guasona indignación por los trapicheos de Ricitos en el mercado negro y al desparpajo con que se prueba los modelitos de su ama, que sin duda sientan mejor a la criada. Candy era el apodo de una hermana de Earl, pero además el nombre reúne las connotaciones de dulzura —candies son las chuches americanas—y de franqueza y honestidad, el significado del sustantivo candor. Cuatro meses compartió sección la guasona y guapa doméstica con los ensayos de Langston Hughes, Du Bois y demás intelectuales del Renacimiento de Harlem (se hablaba ya de un Renacimiento de Chicago, de menor repercusión que el de los felices veinte) y su corta vida carecería de importancia si no fuera porque sirvió de tanteo y transición hacia otro panel satírico, este sí longevo y enormemente popular, Patty-Jo 'n' Ginger, que se estrenó en el Courier el 1 de septiembre de 1945 y se despidió el 31 de marzo de 1956.

Viñeta en la que Patty-Jo emite una de sus afiladas sátiras.

            Patty-Jo es una niña de cinco años, deslenguada y asombrosamente al corriente de los acontecimientos políticos mundiales y de su país, así como de las humillaciones de la población norteamericana de color; Ginger es su hermana mayor, que no abre la boca a lo largo de los once años largos de la serie, de nuevo un retrato de su dibujante, y un muestrario de los vestidos de moda de la época (no son infrecuentes los patrones Dior), incluida la ropa interior y trajes de baño; el estilo sofisticado y puro glamour de Ginger (hay que añadir que Patty-Jo es asimismo la niña de los cómics con un fondo de armario más amplio) contrasta con la gravedad y trascendencia de los temas que aborda Ormes en un ejemplo de lucidez política insólita en las historietas. Algunas de las viñetas se vinculan al tradicional registro de comedia familiar que impusieron tiras como Blondie o Bringing up Father, pero la mayoría ironiza, por disimular la indignación y la rabia de las que brotan, en torno a una caliente actualidad; en un repaso somero, registro entregas sobre las huelgas en las industrias de la zona urbana de Chicago, la aplicación de leyes torticeras para impedir el voto a los ciudadanos negros, la segregación en clubs, hoteles y cines, la apología del NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color), la guerra fría, la histeria anticomunista (en chiste memorable Patty-Jo pregunta a un floristero que vende rosas rojas si no le da miedo que lo investiguen por izquierdista), la caza de brujas de McCarthy, que inspira una buena docena de sarcasmos (pensemos que solo Walt Kelly, en Pogo, y Al Capp, en Li'l Abner, dentro de las funny pages blancas, se atrevieron a cuestionar las campañas antidemocráticas del senador; el previo comité para investigar actividades antiamericanas imputó a Capp de subversivo por el episodio de los bondadosos schmoos, y Ormes salió en defensa del colega blanco en gag de febrero de 1948), los conflictos entre sindicatos de ideologías contrapuestas, la integración de deportistas negros en la Liga Nacional de béisbol, las desigualdades por razones de género, el retrato, nada común, de la miseria extrema de los de su raza en barrios marginados —esta vez sin modelitos de Ginger—, la defensa de la libertad de expresión y el ataque al militarismo galopante del Gobierno, el uso peligroso de la energía nuclear, la guerra de Corea, que despierta el razonado antibelicismo de la niña, la ausencia de negros en los programas de la novedosa televisión, el chovinismo que la pequeña ridiculiza apuntando a un globo terráqueo que esgrimirá repetidamente, un poco como años más tarde hará Mafalda, el nulo respeto de los Estados del Sur a los tímidos avances de los derechos civiles (en viñeta de 1952 vemos a las hermanas pasar delante de una sala de cine donde se proyectan las películas apócrifas Dixie Belle y Southern Fury y al costado hay un cartel que indica la entrada trasera, para negros, y Patty-Jo comenta «Sería interesante descubrir qué comité decidió que era antiamericano ser de color»), el apoyo al resultado de juicios decisivos para desagregación de las escuelas y al boicot al transporte público a raíz del desafío de Rosa Parks, la negra que no aceptó la prohibición de sentarse en los asientos destinados a los blancos en los autobuses, y en fin, la sangrante absolución del matrimonio de Misuri que raptó y asesinó al adolescente negro Emmett Till por entender que su silbido callejero era una forma de flirteo con una mujer blanca, lo que da lugar al panel 8 de octubre de 1955, en el que la niña dice: «No querría pasarme de susceptible sobre el tema… pero esa nueva tetera blanca acaba de silbarme» (si el lector encuentra paralelismo con recientes casos de resolución de inocencia por crímenes policiales contra negros, no se equivoca, han transcurrido más de sesenta años y el despropósito judicial y ético continúa). No dispongo de espacio para enumerar muchos más contenidos de otro cariz, como la difusión de los beneficios de la vacuna antipolio, homenajes a Billie Holiday y atletas negros, visitas a museos, el escepticismo ante los programas presidenciales… El dossier sobre Jackie Ormes en las listas de potenciales revolucionarios de los archivos del FBI alcanza las 287 páginas, que catalogan desde su pertenencia a grupos políticos de lucha por las libertades hasta su asistencia a un espectáculo de ballet… ruso. En terrenos más banales, me referiré al proyecto de la artista de crear una muñeca que reprodujera a la niña de su cómic y la aceptación de la idea por parte de la compañía de juguetes Terri Lee, que lanzó al mercado, al parecer con cierto éxito, una moña negra que, lástima, no hablaba como su modelo. ¿Me referiré a las viñetas con Ginger desnuda en la bañera, probándose bikinis, en sensual salto de cama?

La sección Torchy Togs.

            En 1950, The Pittsburgh Courier y el Smith-Mann Sydicate, a imitación del suplemento dominical que diez años antes había creado Will Eisner (donde nació The Spirit), lanzó un cuaderno de ocho páginas a todo color con varias series de cómics (a las que me referiré más adelante), entre ellas, retomada de su personaje juvenil, Torchy Brown in Heartbeats por Jackie Ormes, con esos “latidos de corazón” delimitando el género al que pertenecía: el romance, las soap-operas que reinaban en la radio y arrasaban en los comic books femeninos. Ormes simultaneaba, pues, la causticidad de su Patty-Jo con una historia de cuitas sentimentales, tan alejada, en principio, del trabajo de la autora hasta la fecha. Probablemente se arrojó a la doble tarea (nunca utilizó ayudantes, al contrario de la que era —y es— costumbre en los profesionales de la historieta yanqui) por el desafío de explorar las técnicas de lo narrativo, que no había dominado en su primitivo Dixie to Harlem, con la ventaja de disponer ahora de media página y en ocasiones una página completa para jugar con la alternancia de planos, la combinación de colores, que no dejan de resaltar la gracia indumentaria de la protagonista, y el discurso más moroso de unos guiones que presentan mayores entresijos que la primera aventura de Torchy. Se han perdido los cuatro primeros meses de la historia —las bibliotecas no tenían el mismo cuidado en preservar los cómics afroamericanos que los distribuidos por los grandes syndicates—, de forma que ignoramos si el inicio enlazaba al personaje con el que viajó hasta Nueva York hacía diez años. Lo que no había cambiado era el bello rostro de la heroína, que, para no variar, reproducía el de Jackie, la desinhibición corporal —Torchy aprovecha una laguna de la selva amazónica para bañase desnuda y no pierde ocasión de que la contemplemos en sus vistosos sostenes— y la elegancia de su vestuario, tanto en el medio urbano como haciendo trocha por la selva brasileña. Gracias a los excesivamente verbosos resúmenes que prologan cada capítulo, sabemos que en los episodios desaparecidos Torchy ha sufrido un desengaño con un tal Dan del que se enamoró pero resultó ser una especie de gánster; no le irá mejor con el siguiente caballero, un intérprete de jazz llamado Earl, como el marido de Jackie, al que ella amará intensamente pero no querrá interponerse con su vocación musical. Con el corazón partido, la sacrificada muchacha se traslada a Brasil atraída por la oferta de trabajo de una plantación de plátanos, allí descubrirá que se trataba de un señuelo para esclavizar mujeres y la serie adquiere un tono más siniestro y próximo a situaciones reales de abuso sexual que pasaban desapercibidas si las víctimas eran de color. Hay dos intentos de violación, uno de ellos con violencia explícita, que sorprenderían al lector de la época por lo inusual y absolutamente prohibido según el código moral al que se sometían los cómics de prensa, o sea, la censura. De regreso a la patria, tras huir de la trampa bananera en compañía del que será el hombre de su vida, el doctor Paul Hammond, se instalan en una ciudad sureña, Southville, donde el médico crea un ambulatorio y Torchy cursa un rápido aprendizaje de enfermería para incorporarse a tareas hospitalarias. Heartbeats no deja de latir románticamente, pero el contacto activo de Ormes con su entorno da un giro completo al carácter de la serie. Las barriadas del sur de Chicago, ocupadas por familias pobres, sobre todo de raza negra, sufrían enfermedades, aparte de soportar un olor hediondo, como consecuencia de los vertederos de basura y de residuos de muchas industrias de la zona; en la historieta, la reciente enfermera descubre que las graves miserias físicas de los habitantes de su área se originan en la polución del bosque y las aguas por culpa de los detritus venenosos de una fábrica química cuyo dueño es un blanco racista, el coronel Fuller. De nuevo, únicamente en el Pogo de Kelly habían manifestado los cómics cierta preocupación medioambiental, lo que sitúa a esta ecologista avant la lettre en la vanguardia de unos compromisos con la naturaleza que tardarán décadas en interesar a los tebeos del mundo. Torchy Brown se despide el 18 de septiembre de 1954, cuando The Courier elimina el suplemento en color, que no era rentable, y algunos de sus cómics se destiñen en blanco y negro; los seguidores del personaje agradecieron el doble final feliz: el propietario de la planta química cambia de actitud al curar el doctor Hammond a su hijo y en la última entrega el médico pide en matrimonio a su enfermera. Tras el coraje de su denuncia, se puede perdonar la cursilería de la viñeta postrera con el triunfo del corazón, dos sombras en estrecho abrazo vistas a través del cristal de una ventana en cuyo alféizar se posa un pajarito; la cartela que la precede no tiene desperdicio: «Y justo detrás de la ventana de la pequeña clínica, un pájaro azul descansa y canta, y de pronto el mundo es un lugar mejor, un sitio feliz, y por qué no, pues tal es la magia del amor y así será siempre». No quiero pasar por alto que en la parte inferior de la mayoría de los capítulos y ocupando casi el mismo espacio que la historieta, Jackie presentaba un complemento, Torchy’s Togs (Los trapitos de Torchy), un recortable con modelos para fiestas de noche, andar por casa, ir a la playa, etc., y en cada uno la figura de la chica, de tacón alto aunque vaya en ropa interior, se presenta en mayor o menor grado de desnudez —en uno o dos casos solo dos flores abiertas cubren sus pezones— para ser vestida por los lectores, lo que, como indica Goldstein con alguna ironía, compensa las veces que por razones de guion la protagonista no tenía más remedio que ataviarse con el blanco uniforme de su trabajo. Sin duda la idea procedía de otra de las escasas mujeres en el mundo del cómic, Gladys Parker, que añadía a la página dominical de su personaje Mopsy una muñequita de papel con modelos recortables, como recordarán las lectoras españolas de Florita, que las publicaba saltándose las más provocativas según el ñoño criterio del franquismo.

   
La serie con forma de viñeta Dark Laughter, por Harrington.     Un recopilatorio de Bootsie, título que adoptaría luego la serie.

            Patty-Jo 'n' Ginger, que se exiliaban a las páginas de opinión cuando el mensaje político era demasiado obvio, en la sección de cómics tenían de vecino a Bootsie, de Ollie (Oliver) Harrington, y la niña de Ormes se refiere a él en más de un panel, como en marzo de 1951: «Como te dije —le relata a su hermana—, el reverendo Holy dirigía nuestras oraciones y nos condujo hasta un maravilloso coro a favor de la paz cuando el tío Bootsie gritó: ¡La tendrá que dar el Señor pero el presidente Truman también! ... entonces una comadre saltó de golpe y exclamó: “Amén”. En ese momento el predicador se quedó helado y dijo: Hermano Bootsie, vamos a dejarlo claro, estamos en Pascua y no deseamos al FBI con nosotros». No era una broma de mal gusto, Harrington colaboraba en el semanario radical People’s Voice, que se hallaba bajo el escrutinio del comité de actividades antiamericanas y, de hecho, ese mismo año, alertado de la citación a declarar, huyó a París. El dibujante, el favorito de los de su raza, según el poeta Langston Hughes, no divorciaba su obra en los cómics del activismo contra la segregación. Había creado un panel humorístico para el diario New York Amsterdam News en 1935, titulado Dark Laughter, que era una crónica de la cotidianidad en Harlem con creciente tono crítico ante los abusos del poder; otros periódicos negros adquirieron la serie debido a su enorme popularidad, a la que no era ajena la simpatía de un personaje que va ganando protagonismo, Bootsie, y que terminará por dar nombre a la strip, y por supuesto la fascinación de un trazo exuberante, al carboncillo, con hábil uso de las sombras y con especial atención a los detalles, incluidos los fondos, de manera que cada viñeta regala un festín para la mirada. Bootsie es un negro de mediana edad, calvo, barrigón, bigotudo, mujeriego y positivo, que recuerda al Simple de los relatos cortos de Hughes; el humor tiene al principio tintes suaves, pero la “risa oscura” va con los años profundizando en terribles oscuridades sociales, hasta alcanzar la categoría de testimonios del horror. En la exposición que The Ohio State University organizó en marzo de 2022, Dark Laughter Revisited, una de las historietas mudas promocionales da una pista de lo corrosivo que Harrington podía ser, evocando el lado tenebroso de los triunfos deportivos afroamericanos; se titula La perfección llega con la práctica y consta de cinco viñetas: en la primera, un niño negro, que vive en una chabola, huye de una rata; en la segunda, ese niño corre perseguido por otros chavales blancos; en la tercera, vuela delante de un policía; lo vemos en la cuarta a toda velocidad con miembros del Ku Klux Klan a su espalda, y por fin en la quinta es un atleta que gana una carrera en una competición atlética. En un ¿chiste?, un par de soldados nazis han atropellado con su coche a unos niños, se supone que judíos, y sonríen satisfechos; un americano blanco, a su izquierda, arrastra por el polvo a unos negros y comenta: «Vosotros sois muy eficaces pero en Texas no os vamos a la zaga». Tras diez años en París, la muerte del novelista y amigo suyo Richard Wright[5] — Harrington no dudó que había sido asesinado— lo puso en guardia contra el alcance de las garras de la derecha de su país y se marchó al Berlín Oriental, donde moriría en 1995. Desde su exilio siguió al tanto de las atrocidades contra los negros en Estados Unidos y enviando sus viñetas a la prensa de color; así, el asesinato de cuatro niñas negras por una bomba en una iglesia de Birmingham, Alabama, en 1964, dio lugar a un panel de Bootsie en el semanario Northwest Defender, de Portland; un policía achulado se dirige a un par de blancos de tipo cateto sureño en un jeep: «Bueno, chicos, no nos importa que os carguéis a unas pocas niñas negratas, solo que esto proporciona a esos malditos rojos ateos una oportunidad de seguir difundiendo por ahí mentiras sobre nosotros».

     
La historieta de Harrington y, a la derecha, la viñeta del mismo autor, ambas mencionadas en el texto.  

            Dark Laughter no llevaba burbujas sino didascalias a pie de ilustración. En 1941 Harrington se sintió tentado de probar algo muy distinto, el relato de aventuras, como lo practicaba el maestro Milton Caniff en Terry and the Pirates, sin duda el ejemplo que Ollie tenía en mente cuando creó para el periódico Afro American en 1941 Jive Gray, un periodista negro que además era un excelente piloto de avión, talento aéreo que favorecerá su alistamiento en 1943, tras una breve pausa sin su presencia en las viñetas, en la compañía de pilotos de color Tuskegee Airmen, aventuras bélicas que ahora se traspasan al Pittsburgh Courier hasta su final el 16 de junio de 1951. Por desgracia, Jive Gray no ha encontrado editor que reimprima sus diez años de vuelos en las tiras, seguramente por los huecos en la conservación de las sundays de la prensa negra, que no afectan a la comprensión de las tiras humorísticas, pero sí a las narrativas con su eterno “continuará”. Por reproducciones en blogs de la web, como Stripper’s Guide, de Allan Holtz, o la Comicopledia, de Lambiek, entre otros, accedemos a varios episodios en los que cualquier admirador de Caniff reconoce la huella en la técnica cinematográfica del encuadre combinada con la densidad gráfica que confería a Bootsie su sello particular. Quienes han leído en hemerotecas los capítulos que se conservan cuentan que el género de acción no fue óbice para que el autor introdujera en los guiones su reivindicación de la negritud (no olvidemos lo que ha costado a la historia oficial de Estados Unidos destacar las acciones de las compañías militares afroamericanas en las dos guerras mundiales) y el recuerdo de las desigualdades y del racismo consentido en el ejército[6]. Jive Gray es un piloto articulado verbalmente, civilizado y heroico cuando lo exigen las circunstancias, en oposición a algunos militares blancos zafios, incultos y no especialmente valerosos; derribado su aparato y caído en líneas enemigas, Gray se tropieza con individuos fascistas del Sur americano que colaboran con los nazis, una situación improbable, pero de un simbolismo que no se escaparía al avisado lector. También se ha subrayado, y lo aceptamos en un acto de fe, que las mujeres de la serie son independientes, libres y de armas tomar, amén de hermosas y de un erotismo desinhibido. Esperemos que los rescates de la historia cultural negra por parte de los departamentos universitarios afroamericanos, que ya han dado lugar a estudios imprescindibles sobre sus cómics, permitan una edición lo más completa posible de la obra narrativa de Harrington. Porque de Laughter in the Dark se han editado al menos cinco antologías, dos de ellas todavía en vida del autor y tres de reciente publicación[7].

Tira de Harrington Jive Gray.

            De los artistas que distribuyeron su obra por varias cabeceras de la prensa afroamericana, el más prolífico, a pesar de que un infarto lo llevó a la tumba a los cuarenta y ocho años, en 1954, fue Jay Jackson; se le atribuyen más de veinte comic strips de todos los estilos, incluidas algunas de publicidad comercial, véase Fan Tan Anne, que entre marzo y julio de 1935 edulcoró viñetas sentimentales para difundir los maravillosos efectos de una crema suavizante para damas negras. De muchas no se han conservado ejemplos, o no los he encontrado yo, citaremos Society Sue, Bibsy o Memphis Blue; de algunas, como The Adventures of Billy, una tira de boxeo en la línea de Joe Palooka, en colaboración con su hermana Mabel, y que en el Defender se prolongó desde marzo de 1934 hasta el 17 de septiembre de ese año, se han rescatado unas pocas tiras de trazo torpe, aunque atractivas por su realismo naif, si se permite el oxímoron. Jackson se incorporó a la plantilla del Defender en 1933 y al año siguiente comenzó As Others See Us en la actitud moderada impuesta por el director del rotativo, Robert S. Abbot, un seguidor del escritor y líder negro Booker T. Washington, que sin aceptar, por supuesto, los linchamientos y la segregación, condenaba las posturas más combativas, por juzgarlas contraproducentes, de teóricos como Du Bois, Walter White y los escritores y artistas del Courier. Otro colaborador del Defender, Daniel Day, con strip propia desde su adolescencia, Spotty, había resumido en una página, Folks We Can Get Along Without (Tipos de los que podríamos prescindir), la política del periódico, acusando los defectos de los negros (hoy de una ingenuidad notable) que perjudicaban a la raza: los vagos que no pretenden trabajar, los frívolos que «no piensan en nada que no sea el brillo de las luces, los clubs de jazz y el alegre tintineo de las copas», las amas de casa que van a la compra vestidas de manera descuidada, los inútiles que callejean sin nada que hacer, incívicos que acomodan sus pies fuera de las ventanas y las mujeres que se asoman a ellas ligeras de ropa para chismorrear. Para As Others See Us Jackson había recibido la consigna de insistir en los tres enemigos principales del negro que llegaba al Norte huyendo de los peligros sureños: el juego, la flaqueza de simular ser blancos los de piel clara —el passing que se ha mencionado a propósito de Herriman— y la falta de responsabilidad financiera que les empobrecía por derroches imprudentes. El carácter didáctico de la serie, en la que colaboró con pequeñas aleluyas chistosas Eleanor K. Poston, su secretaria y luego segunda esposa (Jackson era viudo), se aligeraba por el lado risueño en una sola plancha que, ya sin ningún mensaje moralizante, repetiría veinte años después en la serie Home Folks, que estaba publicando en el momento de su muerte, un auténtico modelo de horror vacui, con hombres, mujeres, niños y animales de la comunidad afroamericana conviviendo en la playa, el supermercado, la calle, la carretera, el circo, etc., escenas de humor costumbrista que mostraban a un Jackson en pleno domino de su oficio.


Obras de Jay Jackson. Arriba: As Others See Us, bajo estas líneas: Fan Tan Anne.

            Pero la serie por la que Jackson es mejor recordado y de la que se han reimpreso suficientes capítulos[8] es Bungleton Green, la de mayor duración de las strips negras —cuarenta y ocho años- y que Jackson escribió y dibujó entre octubre de 1934 y principios de los cincuenta. El personaje nació en el Defender en noviembre de 1920 del ingenio de Leslie Rogers. Bung (Tapón), como le llamaban sus amigos, era un negro bajito de extraña nariz con forma de palitroque fino y alargado, un estrafalario sombrero de copa sobre la cabeza y en los pies los zapatones típicos de las historietas caricaturescas; carecía de oficio concreto, pero en sus peregrinajes asciende y desciende socialmente —de albañil a potentado y vuelta a la pobreza— según los caprichos imaginativos de Rogers, que fue sustituido en 1931 por la mente menos calenturienta de Henry Brown. Jackson se hizo cargo del personaje, entonces a la deriva, en 1934, y paulatinamente va transformando al antihéroe y su atmósfera, reconduciendo todo hacia la aventura y por fin a la ciencia ficción. El hijo que Rogers le había concedido a su dúctil vagabundo —Cabbage (Coliflor), fruto de un matrimonio rápidamente olvidado— se convierte en sobrina, Bung pierde su connotación grotesca y deviene el más tierno Bun (Bollo), la nariz se reduce y, como veremos, al cabo de los años adquiere el aspecto noble de las napias de un galán de cine[9].

Una tira de Bungleton Green, obra de Jay Jackson, con su primer aspecto.

            Jackson se tomó con parsimonia la evolución de su sunday, verdaderamente extrema y encaminada a una sátira a lo Jonathan Swift (aunque más blanda) en los episodios, que no han envejecido, de 1944. Primero Bun hace amistad con un grupo de chavales que se llaman a sí mismos the Mystic Commandos, a continuación los chicos se enfrentan a una conspiración nazi liderada por un sabio que ha construido una máquina del tiempo, el perfecto recurso para la fantasía desbordada, y en efecto, gracias a ese invento se trasladan a 1788, donde se les toma por esclavos fugitivos, pero como el siglo XVIII no daba tanto juego, Jackson envía a sus muchachos al siglo XXI, concretamente al año 2044. No se topan con la presumible distopía, al contrario, Estados Unidos es un país de democracia plena, con absoluta igualdad entre las razas y sin brechas sociales. Pero, ay, un terremoto ha hecho surgir del mar una isla regentada por una misteriosa civilización de hombres verdes —la ausencia de color del suplemento impide distinguir su piel verdosa, por lo demás el aspecto es idéntico al de los terrestres salvo por dos cuernecillos pilosos en la frente—, y el presidente americano, con el fin de establecer relaciones pacíficas con ellos, envía a la isla a Lotta, la alcaldesa negra de Memphis, y a su amigo Bud, de los Comandos Místicos, a un joven oriental y al blanco Jon —Bun permanece en su país y desaparecerá durante doce meses de la serie—. Con la llegada del grupo a su destino —una ciudad moderna, muy similar a Nueva York—, Jon detiene un taxi y el chófer lo rechaza: «Lo siento, tío, no aceptamos blancos», a lo que Jon se revuelve, «pero no me pueden hacer esto, yo soy blanco» y el taxista añade «ese es precisamente el problema, tío, venga, muévete». Los cuatro optan por el transporte público y en el autobús el cobrador manda a Jon a los asientos de atrás, «¿no sabes leer?», le recrimina, y es que hay un cartel conspicuo que ordena a los blancos retirarse al fondo del vehículo, «pero este es un país libre», protesta Jon y le replican «sí, pero solo si eres una persona verde, jajajaja», y el negro Bud piensa que esas palabras le suenan, con una leve variante. Desde ese momento cada entrega dominical consiste en la constatación de las injusticias de los verdes hacia los blancos: Jon no puede registrarse en un hotel ni comer en un restaurante, y es obvio para los amigos —y para el lector— que en el país de los verdes existe una fuerte discriminación contra los caucásicos, que habitan en el extrarradio, en el “cinturón blanco”. Lotta llama a la Embajada americana y le comunican que el presidente ya está al tanto de las leyes fascistas (sic) de Verdelandia y que Jon debe volver a Estados Unidos, un cohete les estará esperando en el aeropuerto; pero el bólido es solo para viajeros de color, Jon tendrá que esperar que haya suficientes pasajeros blancos para que fleten un vuelo que respete las leyes Jim Crow, términos literales que denotan el nulo deseo de Jackson de camuflar sus intenciones antirracistas, pues Jim Crow era la legislación con que los blancos discriminaban a las demás razas y en particular a la negra en el Sur. Los otros tres emisarios de la democracia deciden solidarizarse con el blanco de la misión, de forma que serán testigos de las numerosas ocasiones en que lo humillan ofreciéndole solo trabajos de bajísimo nivel y mal pagados, amenazan con lincharlo, desprecian sus conocimientos aun siendo superiores a los de los verdes. Cuando un político verde manifiesta su extrañeza de que Bud, un negro, apoye a un blanco, a pesar de lo mucho que sufrieron en siglos anteriores por parte de los racistas, el negro bueno responde: «Me odiaría a mí mismo si yo fuera con él tan cruel como sus antepasados lo fueron conmigo». El mensaje es tan evidente que casi produce un poco de rubor, pero hay que situarse en el momento que se publica y lamentar que los únicos receptores de esta apelación a la tolerancia, la igualdad y el sentido democrático fueran precisamente quienes padecían los vicios opuestos a esas virtudes. Una vez establecida la verdad palmaria del fascismo segregacionista de los verdes, la intriga de las estrategias de equipos clandestinos se apodera de la historia, que se aproxima a los argumentos pulp, con la aparición de una enigmática y poco vestida mujer negra, Dark Mistery, que resulta ser una capitana de la oposición contra el poder. La viñeta más poderosa de la serie se produce el 8 de julio dentro de los pasajes donde interviene esta singular damisela: para medir la ausencia de prejuicios de Jon, la implacable señora lo somete a una prueba, contemplar unas imágenes proyectadas en una gran pantalla mientras una pulsera magnética ajustada a su muñeca detecta sus reacciones; si son las de un racista, la pulsera le provocará la muerte inmediata. Bud, que ha garantizado el total progresismo de su amigo blanco, va observando desde atrás, con la directora del experimento, el programa que visiona Jon y en una inteligente secuencia la película va ocupando el centro de la viñeta —un chalecito de clase media suburbana— hasta llenarla por completo un ama de casa rubia que sale a la puerta de casa, vemos que se acerca la pierna de un hombre que porta la maleta de ejecutivo/oficinista y una niña (igualmente rubia) se ha sumado al recibimiento, y lo siguiente es un primer plano del hombre que es negro, y la blanquísima esposa, besándose tiernamente en los labios. Se trata, sin duda, del primer beso interracial de los cómics. Bueno, Jon no se inmuta y Bud afirma que es natural, su amigo es americano y en América hay una auténtica democracia… ahora, añade —y recordemos que estamos en 2047. Eventualmente, el tirano verde se ve forzado a renunciar a sus políticas inhumanas, y Bun regresa a las duras condiciones del siglo XX (la dichosa existencia en tiempo venidero había sido un sueño) en tiras que no he tenido ocasión de leer, abre despacho como detective privado y, de acuerdo a los pocos que conocen esta etapa de la strip, deviene una especie de superhombre, el primero de raza negra.

La transformación de Bungleton Green: en la tira superior, de 9-XII-1944, el personaje se traslada al siglo XXI pero mantiene su aspecto. Nótese que la viñeta final incorpora a un afrodescendiente célebre. En la tira inferior, de 27-I-1945, Bungleton Green ha obtenido el estatus de superhéroe.
 

              A principios de los cincuenta Jackson abandona Bungleton Green en manos de Chester Commodore —autor de otra tira del Defender, The Sparks, en torno a una familia negra de clase media—, que retrocede a los orígenes, o sea, páginas de humor autoconclusivas. El dibujo de Jackson, que sin premuras podía ser excelente, delataba apresuramiento y descuidos en su expedición al futuro —no importaba tanto: el gancho de la fantasía borraba los defectos—, y es que entre noviembre de 1942 y 1947 el artista, con el seudónimo de Pol Curi, se hacía cargo de otra aventura, su aportación a las hazañas de pilotos afroamericanos en la contienda, Speed Jaxon, todavía sin reeditar, y del que en la nube podemos seguir a saltos algunas de sus peripecias. Apartado de la estética de Caniff, se asemeja al Jive Gray de Harrington en el recuerdo de la aportación negra al esfuerzo bélico, pero a Jackson le gustaba más el delirio utópico: cuando está a punto de terminar la contienda, Speed es derribado en territorio africano y descubre allí el reino olvidado de Lostoni, una sociedad pacífica, justa y armónica, gobernada por una reina de gran belleza, muy parecida, incluida la escasa vestimenta, a la Dark Mistery que había ubicado el autor en el siglo XXI; ni que decir tiene que esta sociedad impecable era absolutamente negra. Entre las viñetas que se conservan también repite Jackson un apasionado beso del héroe a una blonda italiana; un crítico sugiere que el ser extranjera restaba gravedad a la prohibidísima miscegenación, pero de cualquier modo era indudable la apología a favor de una igualdad que no se restringía en el terreno sexual. La capacidad de Jackson para adaptarse a estilos y géneros muy distinto es asombrosa. Dibujó una serie romántica —Tish Mingo (1937)—, una educativa —Ravings of Professor Doodle (1947)— e inició el panel de opinión política So What (1939), de contundente mordacidad, como en el que aparece un explorador blanco, con gafas, salakof y pantalón corto, redactando en máquina de escribir sus reportajes en medio de un asentamiento africano; una nativa lee por encima su texto y le corrige: «Perdone, pero en la frase Salvajes ignorantes hay varias faltas de ortografía».

Otra obra de Jackson: Speed Jaxon.

III

            Ha llegado el momento de pedir disculpas. Es imposible cumplir, salvo con migajas, el propósito de informar sobre la abundancia y la riqueza narrativa de los cómics de la prensa negra. Hasta aquí he dedicado atención a los tres autores más relevantes y de los que se han reimpreso fragmentos suficientes para apreciar sus valores. Los departamentos universitarios de estudios afroamericanos, diversos blogs de especialistas y unas cuantas instituciones descubren constantemente obras y dibujantes de interés y desconocidos ya no para la cultura comiquera oficial —ninguno de los mencionados en estas páginas aparece en los diccionarios de cómics canónicos, los de Horn, Goulart, Walker, etc.—, pero es que ni siquiera en la Encyclopedia of Black Comics de Sheena Howard, más entregada a la actualidad que al pasado, se mencionan algunos realmente magníficos a juzgar por los ejemplos a los que hemos accedido. Hoy se investigan rotativos de menor tirada y surgen strips exóticas, como las que la profesora Angela M. Nelson, revisando la prensa negra de Toledo, Ohio, ha difundido del Bronze RavenBarry Jordan, de Jimmy Dixon, un detective privado que entre 1954 y 1955 resolvió asesinatos y corrupciones—, o Swing Papa del Toledo Sepia City Press, un saxofonista de jazz, rara avis en los cómics, por Harold Quinn y O’Wendell Shaw, que solo se entregó a la música desde abril a agosto de 1948. O el caso de Breezy, sobre un adolescente convencional —podría ser blanco—, por Melvin Tapley, que empezó a publicarse en 1943 en el Atlanta World, hasta quizá 1948, una tira de la que se sabía poco y que, antes que otras mucho más populares, alguna del mismo autor, como Jimmy Steele (en el Philadelphia Tribune de 1943 a 1947, una serie bélica más, tal vez muy derivativa de Terry and the Pirates), ha encontrado en About Comics, la editorial que ha reimpreso Bootsie de Harrington, un renacimiento inesperado. Sin embargo, no existe edición actual de Sunny Boy Sam, el segundo personaje más longevo y con más seguidores de los cómics afroamericanos, nacido en el Courier en 1928 y dibujado hasta su muerte en 1969 por Willbert Holloway, con un interesante desarrollo desde un trazo caricaturesco y diálogos en argot hasta un estilo realista y con respeto a la gramática, siempre en un registro humorístico. Recientemente, la apertura del Museum of UnCut Funk, un museo virtual dedicado a la celebración de la cultura afroamericana, nos ha dado acceso al suplemento en color, distribuido por el Smith-Mann Syndicate desde 1950, que ya mencioné a propósito de Torchy Brown. Algunos personajes procedían de la sección en blanco y negro del Courier, a la que volverían cuando cinco años después se clausuró, por exceder el presupuesto, el brillante cuaderno. Sus series eran, sin excepción, notables; me conformaré con enumerarlas: Guy Fortune, de Edd Ashe, un espía de color, el primer negro (hay varios “primeros” en esta lista) al servicio del Gobierno estadounidense; The Chisholm Kid, con las facciones de Harry Belafonte, de Carl Pfeufer, un western situado tras la Guerra de Secesión, cuando el 25% de los cowboys en el negocio del ganado eran de raza negra, lo que se evita reconocer en las muchas variantes del género, cinematográficas, literarias y por supuesto en las historietas; del mismo Pfeufer, pero amparado en un seudónimo, Neil Knight, primer (naturalmente) astronauta negro en los cómics, una mímesis de Flash Gordon con más monstruos; Don Powers, de Sam Milai, un campeón en cualquier deporte que practicara, y practica unos cuantos: boxeo, baloncesto, béisbol…; Edd Ashe repetía con un detective privado, Mark Hunt, que relata sus casos en primera persona, por lo que la strip no llevaba firma, y ha costado identificar al dibujante; y la extraordinariamente original Lohar, protagonizada por un leopardo en el norte de la India y que se prolongó, en blanco y negro, hasta 1958, firmada por un tal Tom Brady de quien no hay referencias —el único parangón que se me ocurre con las hazañas de ese felino es A Lei da Selva, del portugués E. T. Coelho, aventuras de un león desde cachorro hasta su madurez plena, publicadas en O Mosquito, 1948, y traducida al español en la tercera época de Chicos, 1954, cuando la leí yo, maravillado—.

Sunny Boy Sam.

            A poco que escarbemos en textos universitarios, testimonios de coleccionistas o blogs de estudiosos encontramos referencias a muchas series potencialmente interesantes, algunas de autores ya mencionados aquí, como la misteriosa Li'l Smart Alex, una kid strip de Henry Brown, de breve duración (1950-51) y anterior a la seminal Dinky Fellows de Turner; o las dos historietas de humor de Sam Milai, Bucky y Family Sue and Family, conservadas en la biblioteca de The Ohio State University y que tanto me habría encantado consultar; el panel Spoffin, de Melvin Tapley, de raro humor escatológico en las viñetas que he visto; o la que despierta mi curiosidad por su atrevido título, The Notorious Mr. Jim Crow (1946-1951), por Garrett Whyte (1946-1951), de la que Allan Holtz informa que retrataba a un político racista sureño con un pico de cuervo en lugar de boca[10]. Uno tiene la impresión de que la antigua prensa para los ciudadanos de color es como un baúl en el desván de la abuela y cada vez que se mete la mano se extrae una pieza no documentada y llena de atractivo. Solo una visión muy parcial y condicionada he podido ofrecer aquí. Pese a la limitación, espero que algunas conclusiones sean claras para el lector: que hubo una abundante producción de cómics por autores negros y con temática negra que hasta fecha reciente era totalmente ignorada por los estudiosos de la historieta estadounidense; que no hubo género o subgénero no tratado en esas series; que la calidad fue, en muchos casos, no inferior a la de los cómics canónicos; que no se ajustaron a las censuras de todo tipo impuestas a las strips de distribución nacional por los llamados códigos éticos y se atrevieron a introducir, incisivamente, cuestiones políticas y sociales de actualidad raramente rozadas por los autores blancos coetáneos; que si bien incluyeron denuncias, reivindicaciones y rabia, fueron en general tolerantes y críticas de forma constructiva; y, en fin, que es el momento de integrar todo ese material en la historiografía del cómic, sin él lamentablemente incompleta. Estas páginas, que solo aspiran a una inicial divulgación en nuestro país, terminan como los tebeos de aventuras, con un continuará.

Una muestras de Mr. Jim Crow.

NOTAS

[1] Por un prurito  completista o de plena veracidad, quiero registrar la existencia de una kid strip, titulada Alec and Itchy, que se distinguió por dos motivos: Alec, el coprotagonista, era un niño de raza negra; y Alec se expresaba en perfecto inglés gramatical. La serie duró poco más de cuatro meses, desde octubre de 1931 a febrero de 1932. Sus autores tampoco hicieron posterior carrera en el mundo de los cómics: el guion se debía a Johnny George, tal vez afroamericano (lo que explicaría su excepcionalidad), pero no hay otras referencias sobre él; y los dibujos los firmaba Merle Mulholland, de quien Allan Holtz ha localizado algunos datos tan escasos como poco significativos para las historietas de prensa.

[2] Para un posible ávido lector, comunico que se pueden encontrar todavía en internet varias antologías de la obra de Campbell a precios razonables: Cuties in Arms (David Mackay Publications, Filadelfia, 1942); More Cuties in Arms (David MacKay Publications, Filadelfia, 1942); Chorus of Cuties (Avon Publications, Nueva York, 1952); The WWII Era Comic Art by E. Simms Cambell (Coachwhip Publications, Duke County, Ohio, 2012). Esta última recoge los dos primeros citados.

[3] Hay al menos dos series de autores negros con protagonistas adultos, ambas de 1989: Herb & Jamaal, de Stephen Bentley (aunque Herb tiene dos hijos que a veces invaden las viñetas), gags de un par de amigos que regentan una heladería; Bentley cree que ningún blanco lee su tira, tal vez por sus rasgos identitarios, con abundantes citas de poemas de Langston Hughes. Barbara Brandon-Croft, hija del creador de Luther, fue la primera mujer de color en ser aceptada en los syndicates de distribución nacional, con Where I’m Coming From, que seguía las vidas de nueve mujeres negras de diversa extracción social, con agudas observaciones sobre género, raza y clase. A pesar de su originalidad (o precisamente por eso) y de que saltó las fronteras y se publicaba en Jamaica, Canadá y Sudáfrica, perdió lectores y se clausuró en 2005.

[4] El Defender era semanal y pasó a diario en 1956 –con un pequeño cambio en la cabecera: Chicago Daily Defender—para apoyar mejor la lucha por los derechos civiles. Volvió a ser semanal en 2008 y dejó de publicarse en papel en 2019. Continúa hoy informando on line.

[5] Harrington ilustró la versión serializada en People’s Voice de la gran novela de Wright Native Son.

[6] Racismo que se cebó igualmente con los veteranos. Harrington se involucró en el caso de Isaac Woodward, que, todavía con uniforme, fue apaleado y dejado ciego por un grupo de policías blancos sin identificar. El dibujante emprendió una campaña para que se investigara quiénes habían sido los brutales agresores y consiguió que Orson Welles, un admirador de Bootsie, se uniera a él en un programa de radio que cada día denunciaba la barbarie. Al final, se descubrió el nombre de los racistas, fueron imputados y llevados a juicio…. y declarados inocentes.

[7] Se trata de: Bootsie and Others (Dodd, Mead, New York, 1958); Soul Shots Political Cartoons (Nudel Books, New York, 1972) [Es un volumen de lujo con 17 láminas de los grabados que imprimió Harrington en Berlín Oriental. Algún ejemplar alcanza un precio de 800 euros]; Dark Laughter: the Satirical Art of Oliver W. Harrington (University Press of Mississippi, Jackson, Mississippi, 1993); Bootsie’s Big ‘50s: a Dark Laughter Collection (About Comics, Camarillo, California, 2021); Bootsie’s War Years: a Dark Laughter Collection (About Comics, Camarillo, California, 2022).

[8] En el momento de escribir estas líneas, leo el anuncio de la publicación a final de 2022 de Bungleton Green and the Mystic Commandos por New York Review Books.

[9] No es la única comic strip que sufre un cambio de género radical, de humor a drama; si las series eran largas, los olvidos y las licencias con la lógica a lo largo del tiempo son variadas y contradictorias: Rick O’Shay comenzó como una parodia de las historietas del Oeste situando la acción en la época actual y sin previo aviso retrocedió cien años y se convirtió en un western tradicional; pero la más semejante a Bungleton Green por su drástica evolución es The Great Gusto, una tira de las que los niños llamábamos de risa, que devino Big Chief Yahoo y más tarde, con elementos policiacos, Steve Roper y Chief Yahoo y luego solo Steve Roper, ya totalmente encuadrada en el género detectivesco, y por fin Steve Roper y Mike Nomad, periodistas, investigadores de crímenes, de vez en cuando teñidas las viñetas de color rosa.

[10] No he mencionado las series educativas (y hubo unas cuantas) porque a menudo se reducían a textos ilustrados o estaban claramente dirigidas a un público lector de muy bajo nivel, probablemente infantil. Dejaré constancia de la biográfica Ben Franklin (1938), del fecundo Jay Jackson, y Your History, escrita por J. A. Rogers y dibujada desde 1934 hasta 1940 por George L. Lee, al que relevó Sam Milai. En 1962 cambió el título por Facts About the Negro y duró en el Courier hasta 1971. Rogers autoeditó dos libros con una selección de la tira en dos ocasiones.

Creación de la ficha (2022): Félix López
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
JOSE MARIA CONGET (2022): "Tesoros ocultos. Las comic strips de la prensa afroamericana", en Tebeosfera, tercera época, 21 (14-XI-2022). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 26/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/tesoros_ocultos._las_comic_strips_de_la_prensa_afroamericana.html