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LIPOVETSKY: UNA TEORÍA HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD POSTMODERNA (y 2)

Artículo por Alejandro Romero*

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[ Las imágenes que ilustran este ensayo son todas ellas © José Luis López Rubiño. Haga clic para ampliar la que se halla a la derecha de este texto ]


De cómo el tren del progreso avanza a golpe de carcajada

¿Es el humor un instrumento de coerción social? Ya dijimos que cuando se trata del humor o la risa en una obra sociológica, el fenómeno al que se suele atender (casi exclusivamente) es al control social por medio del ridículo. Se restringe, pues, el estudio al humor aristotélico, a la risa de superioridad, a la carcajada que señala una situación de desigualdad. Hay, sin embargo, otras formas de humor que pueden limar los bordes más afilados de las estructuras sociales y hacerlas tolerables a quienes tienen que vivir dentro de ellas:

«Por el relajamiento o distensión de los mensajes que engendra, el código humorístico forma parte del amplio dispositivo polimorfo que, en todas las esferas, tiende a personalizar las estructuras rígidas y las obligaciones. En vez de las conminaciones coercitivas, de la distancia jerárquica y de la austeridad ideológica, se dan la proximidad y desenfado humorísticos, lenguaje de una sociedad flexible y abierta» (Op. Cit.: 156).

Algo más arriba, veíamos que Lipovetsky percibe el humor de las sociedades postmodernas ausente de pathos. ¿Quiere eso decir que en tales sociedades ya no hay lugar para la angustia? En absoluto:

«Hay tantas más representaciones alegres cuanto más monótono y pobre es lo real; la hipertrofia lúdica compensa y disimula la angustia real cotidiana. En realidad el código humorístico aspira al relajamiento de los signos y a despojarlos de cualquier gravedad; dicho código resulta el verdadero vector de democratización de los discursos mediante una desubstancialización y neutralización lúdicas» (Op. Cit.: 158).

A fin de cuentas, no parece plausible el nihilismo sin un mínimo de desesperación; la sociedad postmoderna padece males característicos y le aplica remedios característicos, pues «el sense of humor consiste en subrayar el aspecto cómico de las cosas sobre todo en los momentos difíciles de la vida» (Op. Cit.: 158). Tal vez por eso, en una sociedad particularmente caída en desgracia de los dioses y sus certezas, «el humor se convierte en una cualidad exigida al otro» (Op. Cit.: 160), y esa omnipresencia de lo festivo no indique felicidad, sino una implacable ocultación de su antítesis.

La pérdida de la fe salpica, como hemos señalado antes, también a las ideologías. La política de una sociedad humorística tiene, por obligación, que adoptar formas nuevas, desconocidas hasta la fecha:

«Después de la fase de afirmación gloriosa y heroica de las democracias en que los signos ideológicos han rivalizado en énfasis (la nación, la igualdad, el socialismo, el arte por el arte) con los discursos jerárquicos destronados, entramos en la era democrática posmoderna que se identifica con la desubstancialización humorística de los principales criterios sociales» (Op. Cit.: 162).

La política se convierte casi explícitamente en circo de entretenimiento. Lipovetsky cita el caso del cómico francés Coluche, que llegó a ser candidato presidencial en su país después de una flamante carrera artística construida las más de las veces a base de patochadas y sal gruesa. Lipovetsky, cuyo texto es contemporáneo del suceso, afirma que  «todo el mundo está contento de que un payaso profesional ocupe la escena política, puesto que ésta se ha convertido ya en un espectáculo burlesco» (Op. Cit.: 163).

Una vez alcanzada la mayoría de grandes reivindicaciones sociales del pasado, las banderas comunes que podían convocar tras de sí considerables movimientos colectivos, las aspiraciones políticas del presente se acercan gradualmente a lo esperpéntico, al particularismo exacerbado propio de una sociedad hedonista donde todos exigen carta de naturaleza para sus rasgos personales y construyen comunidades minúsculas partiendo de criterios que bordean el capricho:

«Más directamente aún, con el desmembramiento de los particularismos y la sobrepuja minoritaria de las redes y asociaciones (padres solteros, lesbianas toxicómanas, asociaciones de agorafobos o de claustrofobos, de obesos, calvos, feos y feas, lo que Roszak llama la ‘red situacional’), el propio espacio de la reivindicación social toma una coloración humorística. Comicidad debida a la desmultiplicación, a la miniaturización interminable del derecho a las diferencias; a la manera de la broma de las cajitas que esconden otras cajitas cada vez más pequeñas, el derecho a la diferencia no cesa de desengastar los grupos, de afirmar microsolidaridades, de emancipar nuevas singularidades en la frontera de lo infinitesimal. La representación humorística viene con el exceso pletórico de las ramificaciones y subdivisiones capilares de lo social» (Op. Cit.: 164).

                Naturalmente, esa primacía de lo particular impregna también nuestra forma de percibir a los demás y, por tanto, la interacción social en su escala más básica. La muerte de la razón como instancia legitimadora de las acciones individuales da paso al hedonismo, al principio de placer, a la primacía de las preferencias personales. Por necesidad, esa sucesión de funciones tiene que hacerse patente en todo el cuerpo social:

«Así como la dispersión polimorfa de los grupos humoriza la diferenciación social, también el hiperindividualismo de nuestro tiempo tiende a suscitar una aprehensión del prójimo con tonalidades cómicas. A fuerza de personalización, cada uno se convierte para sus semejantes en un animal curioso vagamente extraño y no obstante desprovisto de misterio inquietante: el otro como teatro absurdo» (Op. Cit.: 165).

Y a partir de los niveles más simples de interacción podemos ascender a estadios más complejos, en los que se define la concepción misma de la ciudadanía y la comunidad sociopolítica, pues: «...el modo de aprehensión del otro no es ni la igualdad ni la desigualdad, es la curiosidad divertida, de manera que cada uno de nosotros se ve condenado a parecer a corto o largo plazo extraño, excéntrico ante los otros» (Op. Cit.: 166).

De esta forma, la convivencia acaba por fundamentarse en la disimilitud y en la extravagancia del prójimo. Una extravagancia que es en sus manifestaciones diferente a la nuestra, pero en su principio, idéntica, pues se basa en la presunción a priori de respetabilidad para todo comportamiento que produzca placer y bienestar a su agente. Insiste Lipovetsky:

«... la sociedad que estaba abocada gracias a la igualdad a armonizarse sin heterogeneidad ni desemejanza, está en vías de transformar al otro en extranjero, en un verdadero y estrambótico mutante; la sociedad basada en el principio del valor absoluto de cada persona es la misma en que los seres tienden a volverse zombis inconsistentes o cómicos» (Op. Cit.: 167).

¿Es esa la sombra del ciudadano postmoderno? Perdidos los lenguajes comunes del pasado (mitos, religión, razón), ¿está condenado el individuo a no poder comunicar el contenido de sus actos, a ser eternamente incomprendido salvo por aquellas otras escasas almas perdidas que comparten su placer? ¿Está condenado a no comprender a sus semejantes? La respuesta de Lipovetsky no puede estar más alejada de la de, pongamos, un McIntyre: la base común es ese vago ideario hedonista-democrático, para el cual toda ocupación placentera es legítima en tanto no interfiera en la libre elección ajena; a partir de ahí, los lenguajes se dispersan y se hacen tanto más incompatibles cuanto más lejos se lleva el principio de partida.

¿Qué lenguaje común reconcilia todas esas diferencias? ¿Qué lenguaje común evita la dispersión absoluta, la desintegración de lo social en un hervidero de “nacionalidades” extravagantes? Principalmente, el comentario humorístico autorreflexivo que, por su propia naturaleza lúdica, recuerda el principio personal hedonista común a toda la variedad:

«A mayor reconocimiento igualitario, mayor diferenciación minoritaria y más el encuentro interhumano se hace extrañamente chusco. Estamos destinados a afirmar cada vez más una igualdad ‘ideológica’ y simultáneamente a sentir unos (sic) heterogeneidades psicológicas crecientes. Después de la fase heroica y universalista de la igualdad, aunque estuviera evidentemente limitada por grandes diferencias de clase, llega la fase humorística y particularista de las democracias en las que la igualdad se burla de la igualdad» (Op. Cit.: 167).

¿Hay un humor postmoderno?

          La teoría de Lipovetsky sería significativa y más que digna de atención para todo estudioso del humor aunque sólo fuera por la seguridad con la que postula dos afirmaciones:

1)                 Que la sociedad postmoderna es específicamente humorística. Esto es, hay una serie de rasgos variados que caracterizan lo que se conoce como sociedad postmoderna, y uno de ellos, y no uno de los menos importantes, es su carácter humorístico.

2)                 Que hay un humor específico de la sociedad postmoderna. Esto es, que el humor propio de la sociedad postmoderna y que, tal como se afirma en el punto anterior, define en cierta medida dicha sociedad, es esencialmente diferente a las formas de humor que pueden encontrarse en otras sociedades, en otros espacios, en otros tiempos.

He aquí, resumidos y ordenados, los rasgos característicos del humor postmoderno, tal como él lo define:

1)       Omnipresencia. El humor postmoderno lo impregna todo, se adentra en terrenos hasta ahora vedados para el discurso de su género. En épocas anteriores, el humor era una explosión episódica (tal que la fiesta medieval) o una herramienta identificada y claramente ubicada en el almacén de recursos de la razón (tal que el humor ilustrado). Si nos atenemos al ámbito de los productos de consumo cultural, observamos como la ironía penetra en géneros que dejan de tomarse del todo en serio a sí mismos y que sólo son aceptados por el público cuando hacen un guiño a su inteligencia por medio de comentarios autorreflexivos (como ejemplos, Jackson, 1995, Sclavi, 1991, 1994, 1997, 2002, Shaffer, 1972, 1983, Stewart, 2002, y Wilson, 1998;  o en el cine, la serie Scream).

2)       Hedonismo. El humor, aunque, como ya hemos visto, sirva a propósitos diversos, sólo se justifica explícitamente por sí mismo. Se tiene por un fin en sí mismo. No se considera un humor instrumental, no es algo que necesite excusas; toda la razón de ser que necesita es el placer, la diversión, el gozo que proporciona.

3)       Ausencia superficial de angustia. El humor postmoderno, por razón del principio hedonista expuesto en el punto anterior, renuncia de partida a mostrar en primer plano los aspectos oscuros o desagradables de la realidad. Le interesa lo lúdico, lo brillante, lo festivo, lo espectacular, lo estrafalario, lo llamativo.

4)       Habilidad social. El humor, en la sociedad postmoderna, se convierte en lenguaje universal y, por tanto, en una habilidad social más que hay que dominar para desenvolverse exitosamente en el entorno. El humor se hace componente necesario en la comunicación interpersonal y deviene arma de seducción, quizá no suficiente por sí sola para conseguir un objetivo dado, pero sí necesaria.

5)       Igualitarismo. Aristóteles afirmó que, mientras la tragedia es el espectáculo de las desgracias que acontecen a personajes superiores al espectador (y que, por ello, tiene un efecto conmovedor), la comedia es el espectáculo de las desgracias que acontecen a personajes inferiores al espectador (y, por ello, tiene un efecto hilarante). Si en todo humor existiese un componente de desigualdad, en el humor postmoderno, opina Lipovetsky, dicho componente está reducido al mínimo: el humor nace del espectáculo de la diversidad, y aunque la propia diversidad sea objeto de comedia (pues, como dice Lipovetsky, la igualdad se ríe de la igualdad), en última instancia hay, por necesidad, un respeto esencial a dicha diversidad. Cabe suponer, no obstante, que el humor postmoderno no es tan suave cuando toma por objeto comportamientos ajenos a la sociedad postmoderna y que, por tanto, sí son susceptibles de observación desde una perspectiva superior.

6)       Presencia soterrada de angustia. El humor postmoderno es, después de todo, el humor de una época que ha perdido las certezas. Si bien, como hemos dicho, en su superficie todo es color, fiesta y alegría irresponsable, persiste un fondo de nihilismo angustiado. La fiesta postmoderna no puede presumir del abandono dionisíaco de la fiesta medieval; lo lúdico postmoderno es necesariamente tenso, pues oculta un abismo existencial y, por su propia proliferación (por esa omnipresencia que hemos señalado en el primer punto), el efecto cómico se diluye, se dispersa.

7)       Variedad y novedad. La superficie colorida y dicharachera del humor postmoderno implica, además, la necesidad de una sensación constante de diversidad, de cambio, de novedad interminable. No vale la repetición monótona de un mismo recurso humorístico. Para funcionar, el humor postmoderno tiene que ser, cuando menos en apariencia, proteico.

8)       Individualismo. El hedonismo postmoderno es un hedonismo individual, basado en el placer individual, que deriva de la obtención de los objetos de deseo personales. El humor postmoderno es comunitario en tanto sirve de lenguaje común para comunicar todas esas individualidades diferentes, inmersa cada una en su propia empresa de placer, pero el punto de partida para el diálogo es el reconocimiento respetuoso de la realidad de esas diferencias.

9)       Autorreferencia. El humor postmoderno tiene por objeto privilegiado al propio humorista, sea profesional o no. Incluso cuando comenta el comportamiento de un individuo distinto del comentarista, el fondo de la cuestión es la relación con la propia opción personal de quien habla. Uno de los grandes problemas con que se encuentra una sociedad que ha desechado los grandes relatos, repetimos, es el vacío que genera en la legitimación de acciones, en las herramientas de valoración y los criterios para la toma de decisiones sobre la propia existencia. Comentando el absurdo de las decisiones ajenas (que son absurdas en cuanto carecen de una razón última que las justifique), comentamos el absurdo de las nuestras.

10)   Utilidad. Ya hemos señalado que el humor es, en la sociedad postmoderna, una habilidad social y una herramienta de seducción. Esto quiere decir que, en última instancia, es un instrumento que puede ser utilizado para obtener fines diversos (partiendo de que, aunque se produzca un vacío en el sistema de ideas a la hora de justificar los fines, dichos fines siguen existiendo). Lipovetsky propone el ejemplo bastante obvio de la publicidad: el humor sirve para vender productos, haciendo mofa de la propia noción de la promoción y venta de productos. Sabemos que dicha actividad no tiene un sentido último, como tampoco lo tiene la existencia (o que no somos capaces de ponernos de acuerdo respecto a un sentido último; a efectos sociológicos, eso es lo que cuenta); la publicidad persiste en esa actividad carente de sentido último, pero indica que es consciente de que carece de sentido último.

11)   ¿Función? El punto anterior señala una posibilidad de alcance un tanto superior. En la medida en que el humor es útil, o, cuando menos, utilizable... ¿es posible que cumpla una función social (o varias) reconocible(s)? Nuestra hipótesis: sí, aunque no exclusivamente. El humor oficia de sistema ideológico de legitimación subsidiario (¿y transitorio?) y ayuda a mantener la cohesión social en una época en la que el vínculo comunitario, en su sentido espiritual, se presenta especialmente débil. En otras palabras, el humor viene a suavizar y a hacer aceptable el vacío que han dejado los grandes relatos al desmoronarse (recordemos a Lyotard). No es, evidentemente, el único elemento que cumple dicha función; para empezar, cabe la duda de que los grandes relatos hayan desaparecido por completo. Pese a todo, hay esa percepción de vacío, de debilidad, de nihilismo y el humor contribuye a hacerla tolerable. Las construcciones ideológicas que sustentaban la práctica cotidiana de las sociedades occidentales se han demostrado insuficientes; el humor colabora para que, pese a todo, tal práctica cotidiana se mantenga, comentando su absurdo esencial y convirtiéndolo en placer cómico.

Estas son, pues, las intuiciones nada metódicas de Lipovetsky, expuestas hace cerca de veinte años. ¿Se atreverá algún científico riguroso a poner a prueba estas hipótesis o quedarán olvidadas como tantos otros caprichos intelectuales del ensayismo postmoderno?

Por arbitrarias que sean sus clasificaciones, por desmesurada que sea la ambición explicativa de sus páginas, en ellas encontramos herramientas de cierta utilidad analítica. En su propuesta de desarrollo histórico del humor en tres estadios (medieval, ilustrado y postmoderno) nos ofrece tres tipos ideales válidos para el estudio de la realidad contemporánea. Véase, a tal efecto, lo escrito por Chumy Chúmez (1998) como epitafio para La Codorniz (y, de camino, para su propia Hermano Lobo) en un reciente volumen recopilatorio: el viejo semanario humorístico murió comido por las polillas cuando los lectores empezaron a encontrar insuficiente la crítica tibia de La Cárcel de Papel de Acevedo y otros atrevimientos menores de Álvaro de Laiglesia. La partida la ganó Hermano Lobo, pero sólo para reinar durante un tiempo y morir más adelante, establecida la democracia y, por así decirlo, logrado el objetivo ansiado por la mayoría. Bastantes años atrás, Miguel Mihura (fundador de La Codorniz, genio con todas las de la ley y partidario de un humor que se podría catalogar perfectamente como postmoderno ateniéndonos a los criterios de Lipovetsky) discutía agriamente con el nuevo director de su revista, De Laiglesia, porque encontraba desagradable e innecesaria la timidísima atención a la realidad social que empezaba a prestar la revista. El humor “moderno” o “ilustrado” necesita un blanco contra el que cargar, y sólo es comercial cuando hay una proporción suficiente del público que está de acuerdo con la pertinencia de dicho blanco. Cuanto mayor es el desencanto político, cuanta menos fe tenemos en nuestra capacidad de cambiar las cosas (para mejor, claro) haciendo uso de la razón... más se parece nuestro humor a lo que describe Lipovetsky.

                Ahora, habría que mirar el quiosco, la televisión, el cine... y preguntarnos qué humor es el que más vende. Y por qué...

 

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  * Alejandro Romero desarrolla actualmente una tesis doctoral sobre teoría del humor en la Universidad de Granada.


© 2004 Alejandro Romero, para Tebeosfera 041015  ]