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LIPOVETSKY: UNA TEORÍA HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD POSTMODERNA

Artículo en dos partes por Alejandro Romero*

[ Las imágenes que ilustran este ensayo son todas ellas © José Luis López Rubiño. En el texto de la que se halla a la derecha reza: «Que dicen en la cocina que de qué queréis el aceite hiviendo ¿de oliva o de girasol?» ]


«... no sólo nadie se reiría viendo quemar gatos como era normal en el siglo XVI por las fiestas de San Juan, sino que ni siquiera los niños encuentran divertido martirizar a los animales, como hacían en todas las civilizaciones anteriores.»

LIPOVETSKY

La era del vacío

            Si acudimos a un sociólogo para que nos cuente algo sobre el humor, nos hablará, muy probablemente, de la burla y el ridículo como mencanismos de control social. Poco (o nada) más. No se ha escrito gran cosa, y lo que se ha hecho acaba a menudo limitándose a una nueva disección (autopsia o vivisección, según el parecer de cada quien) de los clásicos: Bergson, claro, y Freud, y a veces Baudelaire. Queda Peter Berger y su Risa redentora como notabilísima excepción aunque el libro, en lugar de un trabajo sociológico, sea otro de esos deliciosos ensayos multidisciplinares de inspiración filosófica cristiana con los que el pensador alemán salpimenta su producción habitualmente (véanse también Pirámides de sacrificio o Un rumor de ángeles).

                En cuanto a los autores postmodernos, diríase que la mayoría ha preferido practicar el humor en lugar de analizarlo. Y un humor, por cierto, a veces bordeando la broma pesada, como en el caso de Baudrillard y aquella Guerra del Golfo inexistente. Aunque Baudrillard, precisamente, sí trata con cierta atención el fenómeno humorístico y su relación a las especiales circunstancias de la cultura postmoderna, al referirse a las que él llama estrategias irónicas. La risa, como ya sabemos, era una de las respuestas que proponía el Zaratustra nietzscheano ante el nihilismo y el eterno retorno de lo idéntico.

                Por nuestra parte, nos vamos a centrar en otro pensador, Gilles Lipovetsky, y en particular en uno de los capítulos de su libro La era del vacío, donde se permite un estudio algo más pormenorizado del humor y su lugar en la sociedad contemporánea, sea esta tardío-moderna, postmoderna o postpostmoderna.

                ¿Qué utilidad tiene ese estudio? ¿Qué interés, para el lector casual o habitual de Tebeosfera? Cualquiera que haya leído a uno o dos autores postmodernos estará ya más que advertido del espíritu caprichoso y saltarín, orgullosamente antiacadémico, con el que acometen la labor filosófica. Ya lo decía Foucault (puede que en las primeras páginas de La arqueología del saber): que no nos pidan una postura coherente, una continuidad de argumento que se mantenga de libro en libro. Que nos dejen en paz a la hora de escribir. No acudimos a los postmodernos buscando rigor académico sino ideas salvajes, intuiciones brillantes, teorías imaginativas (lo cual no quiere decir que tales ideas, intuiciones y teorías no sean compatibles con el rigor académico). Así pues, lo que sigue es un comentario de la visión de Lipovetsky sobre la sociedad humorística: una visión especulativa, juguetona y contradictoria. Un manojo de hipótesis a menudo extravagantes, basadas en una interpretación muy subjetiva de la realidad sociocultural. Quizá haya algo de verdad en ellas. Y quizá haya quien se atreva a investigarlo.

Antes de nada... ¿qué es la postmodernidad?

En uno de sus múltiples trabajos de síntesis, Postmodern Social Theory, George Ritzer afirma que «hay muchas formas de caracterizar la diferencia entre los mundos moderno y postmoderno, pero, como ejemplo, una de las mejores es la diferencia en puntos de vista sobre si es posible encontrar soluciones racionales (...) a los problemas de la sociedad» (1997: 6). En otras palabras, la época postmoderna, la postmodernidad, desespera de la razón, pierde la fe en la razón.

                ¿Qué rasgos caracterizan la cultura postmoderna (la cultura de un mundo, recordemos, que ha dejado de fiarse de la razón)? A juicio de Ritzer (1997: 8 – 9):

1)      La crítica de la sociedad moderna y su fracaso en cumplir las promesas que teóricamente legitimaban el orden de las cosas. De nuevo, el fracaso de la razón, en tanto la razón ha sido el gran instrumento (o se supone que lo ha sido) con el que la sociedad moderna pretendía cumplir esas promesas.

2)      Rechazo de las grandes explicaciones unitarias y coherentes, llámense cosmovisiones, metarrelatos, grandes relatos, totalizaciones... La época moderna ha querido explicar el mundo con grandes teorías de ambición universal que diesen cuenta, partiendo de unas pocas premisas clave, de la inabarcable diversidad del mundo empírico. Esas mismas teorías, de discutible validez explicativa, además de ofuscar una visión más realista de las cosas, han llegado a tiranizar a quienes las sostenían, en el momento en que, por inevitables deficiencias, han cambiado la ambición explicativa por la pretensión normativa. Ritzer apunta que semejante rechazo, por parte de los postmodernos, hacia los grandes relatos, no ha obstado para que ellos mismos propusieran grandes relatos de su cosecha; tal vez la empresa de explicación del mundo gravita, por naturaleza, hacia la construcción de grandes relatos que expliquen la mayor cantidad de fenómenos con la menor cantidad de elementos de partida (véase, a ese respecto, la interpretación de la historia de la filosofía que plantea Matthew Stewart, 2002; humorista, autor de un único libro y partícipe de muchos de los planteamientos postmodernos aunque critique a más de un padre fundador postmoderno por defender sus propios grandes relatos).

3)      Énfasis en fenómenos premodernos: emoción, sentimientos, intuición, especulación, metafísica, hábitos y costumbres, experiencia personal, tradición, cosmología, magia, mito... En última instancia, se trata de una labor de rescate de elementos de la experiencia humana que la sociedad moderna había desestimado por cuanto entraban en contradicción con las bases sobre las que se asentaba su proyecto.

4)      Desafío a los límites modernos. En otras palabras, crítica del sistema de categorías que ordenaba la sociedad moderna. Se rechazan definiciones, barreras entre disciplinas (académicas y no académicas), se pone en tela de juicio la diferencia entre realidad y ficción. No es simplemente un ataque al vocabulario moderno; es un ataque a una forma de ordenar el mundo.

5)      Atención a la periferia de la sociedad, no a su centro, considerando el centro como aquellas instancias más eminentes y visibles que hipotéticamente tienen mayor importancia en una sociedad. Es decir, observar y estudiar, por ejemplo, las prácticas cotidianas de un grupo marginal en lugar del gobierno de una nación.

Este puede ser, pues, el universo cultural en el que se inscribiría el peculiar género de humor que quiere caracterizar Lipovetsky.

La sociedad humorística

Cómo la muerte de Dios se convierte en comedia negra

                Desde el principio, Lipovetsky afirma, con ese entusiasmo monocromo que embarga a todos los que alguna vez han creído encontrar una clave esencial para comprender el mundo, que la sociedad contemporánea puede ser definida como fundamentalmente humorística, que el humor es un componente de máxima importancia en dicha sociedad:

«... el fenómeno no puede circunscribirse ya a la producción expresa de los signos humorísticos, aunque sea al nivel de una producción de masa; el fenómeno designa simultáneamente el devenir ineluctable de todos nuestros significados y valores, desde el sexo al prójimo, desde la cultura hasta lo político, queramos o no. La ausencia de fe posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando no es atea (sic) ni mortífera, se ha vuelto humoristica» (Lipovetsky, 1986: 136-137).

                Por de pronto encontramos ecos de Nietzsche y su Zaratustra; volvemos a escuchar el derrumbarse de la razón como último gran objeto de fe, en tanto la fe religiosa está sencillamente fuera de consideración (“la ausencia de fe postmoderna no es atea”). La incredulidad de nuestros tiempos, ese estar de vuelta de todo que supone desesperar de la capacidad humana para influir en la solución de los problemas de la especie (ya sea rezando y obedeciendo los mandamientos del Creador, ya sea valiéndose de las armas de la razón, analizando situaciones, diagnosticando errores y planificando vías de acción), y que lo impregna todo hasta el punto de ser característica sustantiva de la cultura contemporánea, favorece antes una expresión humorística que el despliegue de dramatismo desesperado.

                El humor ha existido siempre, naturalmente, bajo una forma u otra, pero es únicamente en la sociedad occidental contemporánea que toma constante posición de primera fila. En el pasado, lo humorístico hacía acto de presencia en momentos aislados, ocupaba su nicho específico, mayor o menor según los particulares empíricos de cada caso, en el espacio y el tiempo. Ahora, de la misma forma que el proceso de des-diferenciación cuya importancia privilegia Lash (1990) supone la omnipresencia de la cultura, el humor impregna muchos ámbitos de lo social que antes le estaban vedados:

«... si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística, pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la égida de un proceso que tiende a disolver la oposición, hasta entonces estricta, de lo serio y lo no serio; como las otras grandes divisiones, la de lo cómico y lo ceremonial se difumina, en beneficio de un clima ampliamente humorístico. Mientras que a partir de las sociedades estatales, el cómico se opone a las normas serias, al Estado, representando para ello otro mundo, un mundo carnavalesco popular en la Edad Media, mundo de la libertad satírica del espíritu objetivo desde la edad clásica, en la actualidad esa dualidad tiende a difuminarse bajo el empuje invasor del fenómeno humorístico que incorpora todas las esferas de la vida social, mal que nos pese» (Lipovetsky, 1986: 137).

                Como se ha señalado, esto no siempre ha sido así; es un desarrollo característico de nuestro tiempo y por eso puede emplearse para definirlo y distinguirlo de épocas pasadas, llamando a la nuestra “sociedad humorística”. Lipovetsky identifica una serie de etapas en el devenir que conduce al actual orden de cosas. Perpetuando la muy extendida costumbre de articular la historia en trípticos, marca tres fases:

                1) Edad Media: aquí «la cultura cómica popular está profundamente ligada a las fiestas, a las celebraciones de tipo carnavalesco que, dicho sea de paso, llegaban a ocupar tres meses al año. En ese contexto, lo cómico está unificado por la categoría de ‘realismo grotesco’ basado en el principio del rebajamiento de lo sublime, del poder, de lo sagrado, por medio de imágenes hipertrofiadas de la vida material y corporal» (Op. Cit: 138).

La comicidad medieval confirma la estructura social haciendo mofa episódica de sus posiciones más altas. Es un humor en el que prima la escatología, en su sentido más físico:

«Toda la comicidad medieval se vuelve imaginación grotesca que no debe confundirse con la parodia moderna, de alguna manera desocializada, formal o ‘estetizada’. La transformación cómica por el rebajamiento es una simbología por la que la muerte es condición de un nuevo nacimiento. Al invertir lo de arriba y lo de abajo, al precipitar todo lo que es sublime y digno en los abismos de la materialidad se prepara la resurrección, un nuevo comienzo desde la muerte. Lo cómico medieval es ‘ambivalente’, siempre se trata de dar muerte (rebajar, ridiculizar, injuriar, blasfemar) para insuflar una nueva juventud, para iniciar la renovación» (Op. Cit.: 138-139).

Semejante festival escatológico se pone en marcha, en realidad, para hacer material lo inmaterial. Las ideas platónicas se encarnan por un día en la corrupción del mundo fluido de Heráclito, se marchitan y mueren en un festival de carcajadas, para renacer tan poderosas como siempre al día siguiente. La comicidad medieval es, en última instancia, confirmación de la metafísica, confirmación de la fe. Recordando al Juan de Mairena machadiano, sólo está viva la fe de un pueblo que blasfema; los demás no se toman la molestia de rebajar una divinidad en la que no creen realmente.

2) En la Edad Clásica el humor comienza a especializarse, pues «el proceso de descomposición de la risa de la fiesta popular está ya engranado mientras se forman los nuevos géneros de la literatura cómica, satírica y divertida alejándose cada vez más de la tradición grotesca. La risa, desprovista de sus elementos alegres, de sus groserías y excesos bufos, de su base obscena y escatológica, tiende a reducirse a la agudeza, a la ironía pura ejerciéndose a costa de las costumbres e individualidades típicas. Lo cómico ya no es simbólico, es crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira, la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil» (Op. Cit.: 139).

El humor ya no es patrimonio popular, generalizado, impersonal como lo era antes. Una invención de la modernidad entra en escena para apropiarse del humor y ponerlo a su servicio: el individuo. A partir de ahora, el humor servirá tanto para satisfacer las necesidades nuevas de esta criatura inédita como para reafirmar su realidad:

«...lo cómico entra en su fase de desocialización, se privatiza y se vuelve ‘civilizado’ y aleatorio. Con el proceso de empobrecimiento del mundo carnavalesco, lo cómico pierde su carácter público y colectivo, se metamorfosea en placer subjetivo ante tal o cual hecho cómico aislado, y el individuo permanece fuera del objeto de sarcasmo, en las antípodas de la fiesta popular que ignoraba cualquier distinción entre actores y espectadores, que implicaba al conjunto del pueblo mientras duraban los festejos» (Op. Cit.: 139).

El humor, en realidad, está al servicio de una nueva fe, la fe ilustrada, la fe en la razón; el humor es herramienta para atacar los residuos del pasado que amenazan con poner freno al reluciente vehículo del progreso (lo cómico ya no es simbólico, es crítico). La luz de la ilustración alcanza también el humor, lo limpia, lo despoja de vulgaridades, le saca brillo, lo ordena y lo empaqueta en su correspondiente clasificación etiquetada:

«Simultáneamente a esa privatización, la risa se disciplina: debe comprenderse el desarrollo de esas formas modernas de la risa que son el humor, la ironía, el sarcasmo, como un tipo de control tenue e infinitesimal ejercido sobre las manifestaciones del cuerpo, análogo al adiestramiento disciplinario que analizó Foucault (...). En las sociedades disciplinarias, la risa, con sus excesos y exuberancias, está ineluctablemente desvalorizada, precisamente la risa, que no exige ningún aprendizaje: en el siglo XVIII, la risa alegre se convierte en un acto despreciable y vil y hasta el siglo XIX es considerada baja e indecorosa, tan peligrosa como tonta, es acusada de superficialidad e incluso de obscenidad» (Op. Cit.: 139-140).

3) Y, naturalmente, una última etapa de postmodernidad, donde desaparece la comicidad instrumental a favor de un humor hedonista e irresponsable que tiene al placer por todo principio de utilidad.

«Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad irrespetuosa. A través de la publicidad, de la moda, de los gadgets, de los programas de animación, de los comics, ¿quién no ve que la tonalidad dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica sino lúdica? El humor actual evacúa lo negativo característico de la fase satírica o caricaturesca. La denuncia burlona correlativa de una sociedad basada en valores reconocidos es sustituida por un humor positivo y desenvuelto, un cómico teen-ager a base de absurdidad gratuita y sin pretensión» (Op. Cit.: 140).

El paradigma de cómico profesional de la etapa postmoderna muy bien puede ser Steve Martin (para muestra de su producción literaria, notablemente postmoderna, véase Martin, 1997, 1998 y 2001): el humorista que representa el absurdo de la era de la abundancia, que caricaturiza sin saña (¿para qué?) al americano blanco y su obsesión con el sexo y el dinero. Es digno de destacar que cuando Lash (1990), en las primeras páginas de su estudio sobre sociología del postmodernismo, quiere distanciarse de las proclamas más apocalípticas del pensamiento que está analizando, se describe a sí mismo como un americano normal al que le gusta reírse con Steve Martin. Curiosamente, para Lipovetsky es característico de la sociedad postmoderna ese humor en absoluto atormentado, que es puro gozo superficial: «El humor de masa no se fundamenta en la amargura o la melancolía: lejos de enmascarar un pesimismo y ser la ‘cortesía de la desesperación’, el humor contemporáneo se muestra insustancial y describe un universo radiante» (Op. Cit.: 140).

Un humor, para más detalles, extravagante, hiperbólico, que no finge indiferencia y desapego. Y un humor omnipresente, que se convierte en valor de cambio: «El humor, desde ahora, es lo que seduce y acerca a los individuos: Woody Allen está clasificado en el hit parade de los seductores de Play Boy» (Op. Cit.: 141). Probablemente Lipovetsky, víctima satisfecha de esa enfermedad tan común que es la megalomanía filosófica, exagera para mayor claridad expositiva: todo es humorístico porque su teoría es esa. De cualquier forma, el proceso de des-diferenciación hace del humor un recurso al alcance de cualquier fortuna, un lenguaje universal, válido allí donde haya llegado la ola de la postmodernidad: «El humor dominante ya no se acomoda a la inteligencia de las cosas y del lenguaje, a esa superioridad intelectual, es necesario (sic) una comicidad discount y pop desprovista de cualquier supereminencia o distancia jerárquica» (Op. Cit.: 141).

El humor postmoderno banaliza cuanto toca, lo desubstancializa, y en última instancia, si acaso consigue algún dominio sobre el mundo (como era la pretensión del humor en la época clásica), es ante todo para ponerlo al servicio (lúdico) de las personas. En la ficción no se admira el pathos del héroe, sino su ironía: «El ‘nuevo’ héroe no se toma en serio, desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente relajada frente a los acontecimientos» (Op. Cit.: 142).

Aparece además, a entender de Lipovetsky, una exigencia de variedad, de creatividad, de novedad constante. Pasó el tiempo en el que la gente se reía invariablemente de las mismas bromas, el humor en la época postmoderna exige espontaneidad y naturalidad. Esto (como el grueso de su teoría, para qué nos vamos a engañar) es refutable, o de lo contrario, fenómenos como el de Chiquito de la Calzada y tantos otros cómicos cuyo éxito popular radica en la repetición mecánica de consignas recurrentes tendrían que catalogarse, desde el punto de vista de Lipovetsky, como supervivencias residuales del humor medieval. Podríamos, de hecho, entender el “humor postmoderno” cual lo define Lipovetsky como un tipo ideal weberiano, pero tampoco parece necesario entrar en precisiones academicistas que ni el mismo autor, en su frenesí teórico, se toma la molestia de apuntar.

                El proceso de des-diferenciación postmoderno que desintegra la diferenciación moderna no supone una vuelta atrás al humor premoderno, a una comicidad semejante a la medieval, sino la aparición de una nueva forma carácterística de la sociedad postmoderna:

«La actitud posmoderna está menos ávida de emancipación seria que de animación desenvuelta y personalización fantasista. Ese es el secreto de este retorno relajado a lo carnavalesco: no es una recuperación de la tradición, sino un efecto típicamente narcisista, hiper-individualizado, espectacular, que da lugar a una sobrepuja de máscaras, de oropeles, de disfraces y atavíos heteróclitos. La ‘fiesta’ posmoderna: medio lúdico de una sobrediferenciación individualista y que con todo no deja de ser ansiosamente serio por la búsqueda aplicada y sofisticada que comporta» (Op. Cit.: 143).

                El humor moderno, el azote de mediocres, pierde poder corrosivo por carecer toda crítica de una alternativa sólida que ofrecer; ya no puede emplearse religión o razón para arremeter contra los vicios ajenos, y en semejante clima de relativismo, todo lo que cabe es una comicidad festiva, tan comunitaria como puede serlo partiendo de un principio personal hedonista.

                Y al tiempo que se abandona al Otro como blanco de los dardos humorísticos, aparece el Uno Mismo como materia prima para la comedia, el humor autorreflexivo; cuando ya no hay certezas absolutas, ni líneas de comportamiento correcto refrendadas por un criterio último cual la supuestamente difunta razón, todo lo que puede hacerse con el propio periplo vital es un comentario irónico.

«Correlativamente, el Yo se convierte en blanco privilegiado del humor, objeto de burla y de autodepreciación, como explicitan las películas de Woody Allen. El personaje cómico ya no recurre a lo burlesco (...), su comicidad no proviene ni de la inadaptación ni de la subversión de las lógicas, proviene de la propia reflexión, de la hiperconciencia narcisista, libidinal y corporal» (Op. Cit.: 144-145).

Esta nueva comicidad autorreflexiva es incesantemente consciente; en lugar del traspiés y la cáscara de plátano, el humor postmoderno apuesta por presentar en su protagonista una exposición de elementos risibles que, si bien no son del todo voluntarios, sí son voluntarios en su exposición.

«El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al otro, hace reír a pesar suyo, sin observarse, sin verse actuar, lo cómico son las situaciones absurdas que engendra, los gags que desencadena según un mecanismo irremediable. Por el contrario, con el humor narcisista, Woody Allen hace reír, sin cesar en ningún momento de analizarse, disecando su propio ridículo, presentando a sí mismo y al espectador el espejo de su Yo devaluado. El Ego, la conciencia de uno mismo, es lo que se ha convertido en objeto de humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas» (Op. Cit.: 145).

El humor postmoderno, en resumen, es omnipresente, festivo, hedonista, inofensivo, individualista, autorreflexivo y autoconsciente. La omnipresencia de lo cómico, sin embargo, no hace de la sociedad una orgía continua de carcajadas. Muy al contrario, la proliferación del humor, nos dice Lipovetsky, conduce progresivamente a la liquidación de la risa, disminuye la propensión a reír:

«Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente progresivamente la dificultad de ‘echarse’ a reír, de salir de sí mismo, de sentir entusiasmo, de abandonarse al buen humor. La facultad de reír mengua, ‘una cierta sonrisa’ sustituye a la risa incontenible: la ‘belle époque’ acaba de empezar, la civilización prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin exuberancia, sin risa, pero sobresaturada de signos humorísticos» (Op. Cit.: 146-147).

Tal es la tensión entre lo festivo / hedonista y lo autorreflexivo y autoconsciente; Lipovetsky subraya la dificultad para el entusiasmo, para el abandono. El humor postmoderno, provocado por la constatación de la inefectividad de los arreos del pasado para dominar el mundo (religión y razón), es, en realidad, una última herramienta, si no de dominio, de control. Una forma de mantener a raya el abismo nihilista.

Sigue en parte 2 >


  * Alejandro Romero desarrolla actualmente una tesis doctoral sobre teoría del humor en la Universidad de Granada.


© 2004 Alejandro Romero, para Tebeosfera 041015  ]