21 de mayo de 1982. Una sala de cine de Estados Unidos.
La cara de Steve Tompkins estaba radiante. Llevaba casi hora y
media haciendo cola pero todos los poros de su cuerpo exudaban
felicidad. ¿Por qué? ¡Crom, iba a asistir al estreno de una gran
superproducción de Hollywood protagonizada por su bárbaro
favorito!!
Se dice que el primer intento de llevar a Conan al cine data de
1934. Entonces aún vivía Robert E. Howard, el creador del
personaje, y dice la leyenda que inició una sinopsis para el
guión de la película a instancias de Willis O’Brien, el jefe de
producción de la mítica King Kong. El proyecto no maduró
y los estudiosos de la obra de Howard nunca se hicieron eco del
asunto desconfiados como eran de la autoría de aquel esbozo.
Durante los años setenta el género fantástico cosechó bastante
éxito en el cine, y la adaptación de Conan a la pantalla cada
día parecía más probable al ritmo que aumentaba el interés de
los estudios de producción por sacar tajada de un fenómeno de
masas como era Conan the Barbarian y sus publicaciones
hermanas y primas. Máxime cuando se estaba preparando el rodaje
de Superman, un superhéroe que ya había visitado la gran
pantalla muchas veces pero que ahora se arropaba con un
presupuesto digno de una superproducción.
En 1976, en mayo, cuando la cosa ya pintaba bien, los
productores asociados Edward Summer (amigo de Roy Thomas, por
cierto, y que había cedido una idea suya para una historieta de
Red Sonja) y Edward R. Pressman maduraron la idea. Le encargaron
a Thomas el guión basal del proyecto, los efectos especiales
eran para el gran Ray Harrihausen y la parte artística, de
diseño conceptual y tal, correría a cargo de Frank Frazetta y de
los Hildebrandt (estos hermanos dibujaron un buen montón de
diseños de ciudades hyborias espléndidos). Y ya está. Lo demás
no lo tenían claro.
Pero finalmente los planes se torcieron y se utilizaron otros
guiones, otros diseñadores y otros especialistas. Frazetta sólo
daría permiso para utilizar una de sus ilustraciones para las
cubiertas de los libros de Conan para ser usado como cartel de
la película en algunos países europeos. En el resto, salimos
ganando, bien es cierto. Y al final, mira, Neal Adams realizó un
storyboard para la película que, aunque no llegó a ser
utilizado sí que fue publicado en The Savage Sword of Conan
núm. 60.
Conan the Barbarian,
la película, fue un éxito. Su buena acogida propició el
relanzamiento de las publicaciones protagonizadas por el
cimmerio por todo el orbe. En España, aparte de que ya había una
afición glotona alimentada por las ediciones del personaje que
hiciera Vértice y por varios fanzines que se venían preocupando
por el bárbaro (Marginalia, Tránsito, Fan de Fantasía),
la editorial Planeta adquirió los derechos de edición de sus
andanzas en cómic y publicaría una versión de Conan que luego
sería la envidia de Roy Thomas, sobre todo los Súper Conan.
En los Estados Unidos también las ventas experimentaron un
fuerte impulso a raíz del éxito del filme. Aquel impulso, visto
desde el hoy, puede decirse que fue mal aprovechado. Los
guionistas y editores del personaje invirtieron esfuerzos más en
la cantidad que en la calidad y no fraguó la pretendida segunda
era dorada del personaje. Quizá fuera el cambio: ya no eran los
estilemas de John Romita o de John Buscema los que primaban en
los primeros ochenta, eran los del más estilizado John Byrne,
los del más rotundo Frank Miller, los de más innovador Bill
Sienkiewicz, los del más robusto Walter Simonson... Cambiaban
los gustos estéticos de los lectores y por fuerza debían cambiar
las aproximaciones al personaje.
Conan the Barbarian
se mantuvo en sus canónicos, sin embargo: John Buscema, clásico
por antonomasia, le tomó el relevo a Gil Kane, otro de los
clásicos, a la altura del núm. 136. Conan seguía entonces por el
remoto norte viviendo experiencias autoconclusivas, sin formar
sagas, y hastiando al personal por haberse acomodado en una
suerte de uniforme que quedó impostado en el imaginario popular
como la imagen “reconocida” de Conan: cota de malla azul sobre
su pecho, calzonas de piel cubriendo las partes nobles. Este
esquema simple marcó los límites de originalidad que se
alcanzarían en números sucesivos, donde guionistas como Fleisher
se lucieron hasta el punto de plagiarse a sí mismos (para el
núm. 152 de Conan the Barbarian, fechado en noviembre de
1983, “canibalizó” su guión escrito para Ghost Rider, 53,
por poner un ejemplo).
The Savage Sword of Conan
sobrevivía con otro equipo, con Joe Jusko como nuevo ilustrador
de cubiertas, apreciado acaso por entonar una vuelta a la moda
del body building, de nuevo en auge. A sus páginas se
llegaron a acercar autores generalmente lejanos de ellas, acaso
a socaire de su presencia en los cines. Fue el caso de Chris
Claremont, que escribió el núm. 74. Del resto se ocupó el
mediocre Fleisher, que conjugó algunas historietas salvables con
gigantescos errores (como aquel vagabundeo por los reinos del
Híbori al que obligó al cimmerio, desempeñando el oficio de
mercenario en la inopia, sin mostrar respeto alguno por las
esforzadas cronologías elaboradas sobre las aventuras del
personaje). Creó por entonces a algunos villanos de opereta,
como Bor Aq Saraq y Wrarrl, más propios de la facción enemiga de
un tebeo de superhéroes en horas bajas. Y llegó a colmar el vaso
de la ineptitud al crear un grupo de delincuentes que
persiguieron a Conan por todo el mundo, la Hermandad Halcón, al
mismo tiempo que inventó un mundo paralelo a Hyboria en el que
gobernaba un émulo de Conan. Intentos, innecesarios, de acercar
la cosmología Conan a los panteones superheroicos de los
ochenta, plagados de dudas dimensionales y de villanos
colectivos ligados a exóticas procedencias.
En la parte artística de estos cómics siguieron alternándose
Alcalá y Chan, con alguna entrada triunfal de Gil Kane (The
Savage Sword of Conan, 85 y 86, donde quedó su trazo
absolutamente desvirtuado) y con invitados ilustres y
resultones, como Néstor Redondo, Rudy Nebres, Val Mayerik... y
en esta tónica hasta alcanzar el centenar de ejemplares de la
colección, cifra fetiche a la que se llegó en junio de 1984.
Durante todo este tiempo de “inercia cinematográfica” se volvió
a las nuevas Némesis una y otra vez, con cansinas resurrecciones
de Wrarrl y de Bor Aq Saraq resueltas con poca gracia en los
guiones y sitas en escenarios pobres, los cuales –bien es
verdad- fueron evolucionando según la serie caminaba hacia el
centenar de números. Responsable de la mejora, tanto como
culpable de su pobreza y esterilidad de fondos, fue la
constancia incombustible de John Buscema, que se reincorporó a
esta revista y dibujó algunas historietas a vuela pluma según se
acercaba el número de aniversario. Y lo sorprendente es que
aquel núm. 100, con la historieta “El dios resucitado”, fue
inopinadamente fresco, casi nos retrotrajo hacia historias
clásicas, casi hasta la gloria de antaño.
La misma trayectoria desorientada había seguido el personaje en
su serie como monarca. King Conan se había tornado
bimestral desde el núm. 10 y había negociado el regocijo de los
lectores sobre un contrato en el que intervenían Paul Kupperberg,
Ricardo Villamonte y Denis Mitchell. Pero no aportaron gran
cosa. Empero, a la altura del núm. 21 (III-1984) tuvo lugar un
cambio radical. Había que dejarse de gazmoñerías y construir
otra saga, que para eso Conan era rey de Aquilonia, caramba. A
partir de ahí, todo cambió:
las cubiertas fueron encargadas al artista Michael William
Kaluta, los guiones al buen conocedor de la cosmología de Conan
Alan Zelenetz y, el dibujo, a Mark Silvestri y Geoff Isherwood.
Y se reclamó la atención del lector con el morbo que suponía la
muerte del hijo mayor del rey Conan. Se rechazó el esquema de
sucesión episodios
cerrados en
favor del
sistema de
serial, que era
también el modelo que estaba triunfando en la televisión, por
añadidura. Todo ello fue arropado por Marvel con un cambio de
logo sutil pero importante: antes King Conan, ahora
Conan the King. Fácil. Respondía a colocar la serie en las
listas de promoción y ventas junto al resto de productos
situados en la “C” de Conan y así facilitar al lector su
identificación y señalar su aparición en relación al resto de
productos de la familia.
A la altura del número 28 de esta
serie hubo un revuelo de equipos creativos y la trama que habían
urdido los guionistas quedó en suspenso dejando a los
aficionados algo turulatos. Eran años de agotamiento de ideas,
de esquemas estilísticos en decadencia. Incluso de las reservas.
En estas fechas fue cuando vio la luz el último guión de Thomas
que aún quedaba en los cajones, el que destinaron al núm. 7 de
Conan the Barbarian Annual, consistente en la primera
parte de la adaptación de la novela Conan of the Isles.
La aventura se dejó inconclusa, sin que los editores
atinaran a justificar a sus lectores el porqué.
Aquellas no eran maneras. Por más
que la película de Conan habían impulsado fuertemente las ventas
de los tebeos del personaje y afines. Daba la sensación de que
las nueva políticas editoriales de Marvel se orientaban antes
hacia la explotación de marcas que a la creación de buenos
relatos narrados mediante dibujos. Sí, esta teoría queda
refutada por el esfuerzo invertido por los autores de graphic
novels, dirigidos hacia el mercado exclusivo, el de
librerías especializadas; pero también los editores debieron
exigirse el mismo nivel de calidad en los comic books.
Entre los seis primeros libros de
cómics que publicó Marvel hubo uno de fantasía heroica, el que
recopilaba los capítulos de Elric previamente vistos en Epic
Illustrated. El creador de este personaje, Michael Moorcock,
estaba recogiendo lentamente el aprecio del público lector de
cómics estadounidense, aunque aún le faltaba mucho al escritor
británico para alcanzar las cotas de popularidad cosechadas por
Robert E. Howard, por entonces el escritor más adaptado a los
cómics –con mayor porcentaje de su obra literaria llevada a la
historieta-, honor compartido junto a Edgar Rice Burroughs.
Todo aquello iba a cambiar. El
monolitismo de Howard en Conan, así como de otros esquemas
argumentales, modelos narrativos y líneas plásticas en el comic
book estadounidense estaba entrando en una nueva etapa,
promediada por una transformación del tejido industrial. A
finales de 1982 coexistían variedad de géneros, desde el bélico
(como G.I. Joe) al infantil (como Denis the Menace),
pero estos comenzaban a mostrarse al público con formatos
diferenciados. Los conejillos de indias de esos formatos, como
casi siempre, fueron tebeos de fantasía.
He aquí que DC decidió publicar una
nueva versión del mítico ciclo artúrico creando para ello una
serie que ya indicaba dónde y cuándo iba a concluir desde su
mismo comienzo, una serie limitada a una docena de
números. Fue Camelot 3000, fundadora de un modelo de
publicación y de cierto estilo de hacer cómics que medraría
antes en DC que en otras editoriales. Además, incorporó el
distintivo “For mature readers”, para significar que estas
historietas eran para cierto público más talludito, no sólo para
niños. En la misma editorial DC, Thomas seguía haciendo fantasía
heroica, al mismo tiempo que en la casa Pacific, donde estaba
construyendo en viñetas la saga de Elric ayudado por P.C.
Russell y M.T. Gilbert. En DC dio rienda suelta a sus extraños
gustos de fan fatal de los cómics de la Golden Age, lo cual
volcó en series tan variopintas como Captain Carrot and his
Amazing Zoo Crew y en la de fantasía histórica / épica /
heroica Arak, Son of Thunder.
En Pacific, ese otro sello
“independiente” de los anteriores, más bien alternativo en el
contexto del mercado, no sólo se publicaban aventuras de espada
y brujería protagonizadas por Elric, también blandía aceros
Groo. Éste consistía en una parodia caricaturesca en extremo que
desplegó toda su inutilidad y calidad de gafe por un mundo de
fábula que en su estructura sociocultural se asemejaba mucho a
la Era Hyboria de Conan. Fue otro español el creador de este
“héroe” de fantasía heroica, el tarraconense Sergio Aragonés, un
experto en el tratamiento de masas y del gag rápido e
inteligente –como lo venía demostrando desde mucho tiempo atrás
en MAD-. Su serie alcanzó en el sello Pacific 14
números (luego, Marvel absorbería Groo) guiados en su
lenguaje por el también cachondo Mark Evanier, su insustituible
mano derecha.
También era espada y brujería,
aunque virada hacia la space opera, la obra Starslayer.
The Log of the Jolly Roger, de Mike Grell, que disfrutó de
34 salidas hasta noviembre de 1985.
Otra obra de fantasía heroica que mostraba diferentes tintes, en
este caso de comedia psicológica al uso de los dramillas
adolescentes que salpicaban las parrillas televisivas de los
primeros ochenta, fue la aventura vivida por una Valeria niña y
una Red Sonja juvenil y más tapada –más conservadora- en la
serie limitada Red Sonja Vol. 2. También de tono más
conservador, casi reaccionario, hasta es posible que tiránico,
fue el Kull que reapareció sorpresivamente entre 1982 y 1983, en
aquellos dos ejemplares inolvidables de Kull the Conqueror
Vol. 2, publicados en papel de calidad Baxter.
Fue Buscema
el elegido para
celebrar la vuelta de Kull a las series a color en los
Estados Unidos allá por 1982. La historieta “The Power and the
Kingdom” fue la que inauguró el segundo volumen de la serie
Kull the Conqueror, serie que había estado hibernada casi
exactamente cuatro años: con fecha de noviembre de 1978 apareció
el último número, el 29, del volumen uno de la serie, y con la
de diciembre de 1982 salió el número 1 del volumen dos. Pero
Kull no había sido olvidado totalmente por Marvel durante esos
cuatro años. El personaje había visitado tímidamente alguna de
las publicaciones en blanco y negro de Marvel en el ínterin y
fue la filia por los tebeos de fantasía heroica potenciada por
la película de Conan la que impulsó a los editores a
replantearse la vuelta de Kull a los quioscos en color. ¿Y quién
mejor para llamar la atención del público que John Buscema?
Nadie, evidentemente. Le ayudaron en la empresa Daniel Bulanadi,
entintador filipino, y Zelenetz, el escritor que estaba aunando
criterios tanto aquí como en las cabeceras Conan the
Barbarian y King Conan. Su conocimiento de los
universos bárbaros no era tan académico, vasto o enfervorizado
como el de Thomas, pero cumplió su cometido con estimable
profesionalidad.
El valor de los contenidos de estos tebeos de Kull fue
suficiente para planear la salida de un tercer volumen. El núm.
2 del volumen segundo de Kull the Conqueror fue
íntegramente ilustrado por el genial John Bolton para ver la luz
en marzo de 1983, con una presencia imponente y un guionista
adecuado: Doug Moench. Algo más llamaba la atención aparte de la
imponente presencia de sombras y fuerza de Bolton: el papel de
mayor gramaje, el color blanco y su textura satinada, y la
ausencia de publicidad en el interior del tebeo, que además era
de larga extensión. Este tebeo era una nueva apuesta que ponía
de relieve la bonanza comercial que vivía entonces Marvel,
empresa que había mejorado la distribución de sus tebeos gracias
a la venta exclusiva de algunos de sus productos a las tiendas
especializadas y que estaba arriesgando nuevas políticas
editoriales al considerar los derechos de los autores y cederles
más libertad creativa. Se pensaba que la fórmula funcionaría, no
sólo en la arena comercial –generando más dividendos para Marvel-
también elevando la “categoría” de los comic books en el seno de
la cultura americana.
Aquel Kull de John Bolton, fuera de todas estas consideraciones
de índole crematística o formal, fue el que más se acercó al
genuino de Robert E. Howard. De sus páginas emanaba un aire
entre arcano y romántico. El estilo de Bolton, ligado a lo
pictórico, y su sentido realista del dibujo aportaron a la obra
un planteamiento naturalista que, a fuerza de tildarlo con
elementos fantásticos, despertaba con una asombrosa facilidad la
morbidez de lo tenebroso y la suspensión de la credulidad. Su
mirada romántica viraba hacia las sombras con avidez y se
sumergía de lleno en lo gótico. Su bárbaro seguía apareciendo
noble pero con un grado de embrutecimiento peculiar. Bolton
bruñía el alma del personaje con el tormento a la vez que
destituía a la luz de su mundo y lo describía lóbrego,
amenazador... El mejor Kull, como digo. Lástima que fuera una
joya en el lodazal. A continuación se siguió con el Vol. 3, con
un formato similar al anterior, pero ya con otra presencia, la
omnipresente y ortodoxa de John Buscema. En mayo de 1983 vio la
luz “Eye of the Tigress”, tebeo con cubierta de Joe Jusko (uno
de los pocos trabajos no pictóricos de este autor), publicado
justo dos meses después. Kull the Conqueror vol. 3
mantuvo esa periodicidad con algún alto en el camino hasta el
núm. 10 y último de la serie.
Jim Shooter, jefe de editores, era quien más chasqueaba el
látigo para olisquear el mercado y prospectarlo en busca de
nuevos modelos de edición y de nueva clientela. Como
consecuencia se publicó una primera novela gráfica donde
moría el Capitán Marvel, se arriesgaron formatos de luxe
para una línea de miniseries cuyo presupuesto de partida era la
calidad y el respeto hacia los derechos de autor (las cuales se
agruparon bajo el sello “Epic Comics”), y también se retornó
desde el mercadeo a los cómics en proyectos fallidos como The
Saga of Crystar Warrior, un tebeo de fantasía más bien
mística dibujado por Bret Blevins y Vince Colletta.
Marvel, en aquel entonces, todavía vendía el doble que cualquier
otra empresa productora de cómics en los Estados Unidos. Mas,
¿se aplicaba esa regla a los personajes bárbaros?
Puede que no, pero Steve Tompkins, a estas alturas de la
película, había visto el Conan the Barbarian de Milius
seis veces.
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