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HYBORIA EN VIÑETAS


21- DE CUANDO CONAN CONQUISTA LA GRAN PANTALLA Y SE REAVIVA EL PANORAMA COMIQUERO

Imagen de cabecera: ALGO DE CINEMATOGRÁFICO, BOCETOS DE HILDEBRANDT O ALGO, H?. © 2006 Barry xxx xxxx


21 de mayo de 1982. Una sala de cine de Estados Unidos.

 

La cara de Steve Tompkins estaba radiante. Llevaba casi hora y media haciendo cola pero todos los poros de su cuerpo exudaban felicidad. ¿Por qué? ¡Crom, iba a asistir al estreno de una gran superproducción de Hollywood protagonizada por su bárbaro favorito!!

 

Se dice que el primer intento de llevar a Conan al cine data de 1934. Entonces aún vivía Robert E. Howard, el creador del personaje, y dice la leyenda que inició una sinopsis para el guión de la película a instancias de Willis O’Brien, el jefe de producción de la mítica King Kong. El proyecto no maduró y los estudiosos de la obra de Howard nunca se hicieron eco del asunto desconfiados como eran de la autoría de aquel esbozo.

 

Durante los años setenta el género fantástico cosechó bastante éxito en el cine, y la adaptación de Conan a la pantalla cada día parecía más probable al ritmo que aumentaba el interés de los estudios de producción por sacar tajada de un fenómeno de masas como era Conan the Barbarian y sus publicaciones hermanas y primas. Máxime cuando se estaba preparando el rodaje de Superman, un superhéroe que ya había visitado la gran pantalla muchas veces pero que ahora se arropaba con un presupuesto digno de una superproducción.

 

En 1976, en mayo, cuando la cosa ya pintaba bien, los productores asociados Edward Summer (amigo de Roy Thomas, por cierto, y que había cedido una idea suya para una historieta de Red Sonja) y Edward R. Pressman maduraron la idea. Le encargaron a Thomas el guión basal del proyecto, los efectos especiales eran para el gran Ray Harrihausen y la parte artística, de diseño conceptual y tal, correría a cargo de Frank Frazetta y de los Hildebrandt (estos hermanos dibujaron un buen montón de diseños de ciudades hyborias espléndidos). Y ya está. Lo demás no lo tenían claro.

 

Pero finalmente los planes se torcieron y se utilizaron otros guiones, otros diseñadores y otros especialistas. Frazetta sólo daría permiso para utilizar una de sus ilustraciones para las cubiertas de los libros de Conan para ser usado como cartel de la película en algunos países europeos. En el resto, salimos ganando, bien es cierto. Y al final, mira, Neal Adams realizó un storyboard para la película que, aunque no llegó a ser utilizado sí que fue publicado en The Savage Sword of Conan núm. 60.1

 

Conan the Barbarian, la película, fue un éxito. Su buena acogida propició el relanzamiento de las publicaciones protagonizadas por el cimmerio por todo el orbe. En España, aparte de que ya había una afición glotona alimentada por las ediciones del personaje que hiciera Vértice y por varios fanzines que se venían preocupando por el bárbaro (Marginalia, Tránsito, Fan de Fantasía), la editorial Planeta adquirió los derechos de edición de sus andanzas en cómic y publicaría una versión de Conan que luego sería la envidia de Roy Thomas, sobre todo los Súper Conan.

 

En los Estados Unidos también las ventas experimentaron un fuerte impulso a raíz del éxito del filme. Aquel impulso, visto desde el hoy, puede decirse que fue mal aprovechado. Los guionistas y editores del personaje invirtieron esfuerzos más en la cantidad que en la calidad y no fraguó la pretendida segunda era dorada del personaje. Quizá fuera el cambio: ya no eran los estilemas de John Romita o de John Buscema los que primaban en los primeros ochenta, eran los del más estilizado John Byrne, los del más rotundo Frank Miller, los de más innovador Bill Sienkiewicz, los del más robusto Walter Simonson... Cambiaban los gustos estéticos de los lectores y por fuerza debían cambiar las aproximaciones al personaje.

 

Conan the Barbarian se mantuvo en sus canónicos, sin embargo: John Buscema, clásico por antonomasia, le tomó el relevo a Gil Kane, otro de los clásicos, a la altura del núm. 136. Conan seguía entonces por el remoto norte viviendo experiencias autoconclusivas, sin formar sagas, y hastiando al personal por haberse acomodado en una suerte de uniforme que quedó impostado en el imaginario popular como la imagen “reconocida” de Conan: cota de malla azul sobre su pecho, calzonas de piel cubriendo las partes nobles. Este esquema simple marcó los límites de originalidad que se alcanzarían en números sucesivos, donde guionistas como Fleisher se lucieron hasta el punto de plagiarse a sí mismos (para el núm. 152 de Conan the Barbarian, fechado en noviembre de 1983, “canibalizó” su guión escrito para Ghost Rider, 53, por poner un ejemplo).

 

The Savage Sword of Conan sobrevivía con otro equipo, con Joe Jusko como nuevo ilustrador de cubiertas, apreciado acaso por entonar una vuelta a la moda del body building, de nuevo en auge. A sus páginas se llegaron a acercar autores generalmente lejanos de ellas, acaso a socaire de su presencia en los cines. Fue el caso de Chris Claremont, que escribió el núm. 74. Del resto se ocupó el mediocre Fleisher, que conjugó algunas historietas salvables con gigantescos errores (como aquel vagabundeo por los reinos del Híbori al que obligó al cimmerio, desempeñando el oficio de mercenario en la inopia, sin mostrar respeto alguno por las esforzadas cronologías elaboradas sobre las aventuras del personaje). Creó por entonces a algunos villanos de opereta, como Bor Aq Saraq y Wrarrl, más propios de la facción enemiga de un tebeo de superhéroes en horas bajas. Y llegó a colmar el vaso de la ineptitud al crear un grupo de delincuentes que persiguieron a Conan por todo el mundo, la Hermandad Halcón, al mismo tiempo que inventó un mundo paralelo a Hyboria en el que gobernaba un émulo de Conan. Intentos, innecesarios, de acercar la cosmología Conan a los panteones superheroicos de los ochenta, plagados de dudas dimensionales y de villanos colectivos ligados a exóticas procedencias.

 

En la parte artística de estos cómics siguieron alternándose Alcalá y Chan, con alguna entrada triunfal de Gil Kane (The Savage Sword of Conan, 85 y 86, donde quedó su trazo absolutamente desvirtuado) y con invitados ilustres y resultones, como Néstor Redondo, Rudy Nebres, Val Mayerik... y en esta tónica hasta alcanzar el centenar de ejemplares de la colección, cifra fetiche a la que se llegó en junio de 1984. Durante todo este tiempo de “inercia cinematográfica” se volvió a las nuevas Némesis una y otra vez, con cansinas resurrecciones de Wrarrl y de Bor Aq Saraq resueltas con poca gracia en los guiones y sitas en escenarios pobres, los cuales –bien es verdad- fueron evolucionando según la serie caminaba hacia el centenar de números. Responsable de la mejora, tanto como culpable de su pobreza y esterilidad de fondos, fue la constancia incombustible de John Buscema, que se reincorporó a esta revista y dibujó algunas historietas a vuela pluma según se acercaba el número de aniversario. Y lo sorprendente es que aquel núm. 100, con la historieta “El dios resucitado”, fue inopinadamente fresco, casi nos retrotrajo hacia historias clásicas, casi hasta la gloria de antaño.

 

La misma trayectoria desorientada había seguido el personaje en su serie como monarca. King Conan se había tornado bimestral desde el núm. 10 y había negociado el regocijo de los lectores sobre un contrato en el que intervenían Paul Kupperberg, Ricardo Villamonte y Denis Mitchell. Pero no aportaron gran cosa. Empero, a la altura del núm. 21 (III-1984) tuvo lugar un cambio radical. Había que dejarse de gazmoñerías y construir otra saga, que para eso Conan era rey de Aquilonia, caramba. A partir de ahí, todo cambió: las cubiertas fueron encargadas al artista Michael William Kaluta, los guiones al buen conocedor de la cosmología de Conan Alan Zelenetz y, el dibujo, a Mark Silvestri y Geoff Isherwood. Y se reclamó la atención del lector con el morbo que suponía la muerte del hijo mayor del rey Conan. Se rechazó el esquema de sucesión episodios cerrados en favor del sistema de serial, que era también el modelo que estaba triunfando en la televisión, por añadidura. Todo ello fue arropado por Marvel con un cambio de logo sutil pero importante: antes King Conan, ahora Conan the King. Fácil. Respondía a colocar la serie en las listas de promoción y ventas junto al resto de productos situados en la “C” de Conan y así facilitar al lector su identificación y señalar su aparición en relación al resto de productos de la familia.

 

A la altura del número 28 de esta serie hubo un revuelo de equipos creativos y la trama que habían urdido los guionistas quedó en suspenso dejando a los aficionados algo turulatos. Eran años de agotamiento de ideas, de esquemas estilísticos en decadencia. Incluso de las reservas. En estas fechas fue cuando vio la luz el último guión de Thomas que aún quedaba en los cajones, el que destinaron al núm. 7 de Conan the Barbarian Annual, consistente en la primera parte de la adaptación de la novela Conan of the Isles. La aventura se dejó inconclusa, sin que los editores atinaran a justificar a sus lectores el porqué.

 

Aquellas no eran maneras. Por más que la película de Conan habían impulsado fuertemente las ventas de los tebeos del personaje y afines. Daba la sensación de que las nueva políticas editoriales de Marvel se orientaban antes hacia la explotación de marcas que a la creación de buenos relatos narrados mediante dibujos. Sí, esta teoría queda refutada por el esfuerzo invertido por los autores de graphic novels, dirigidos hacia el mercado exclusivo, el de librerías especializadas; pero también los editores debieron exigirse el mismo nivel de calidad en los comic books.

 

Entre los seis primeros libros de cómics que publicó Marvel hubo uno de fantasía heroica, el que recopilaba los capítulos de Elric previamente vistos en Epic Illustrated. El creador de este personaje, Michael Moorcock, estaba recogiendo lentamente el aprecio del público lector de cómics estadounidense, aunque aún le faltaba mucho al escritor británico para alcanzar las cotas de popularidad cosechadas por Robert E. Howard, por entonces el escritor más adaptado a los cómics –con mayor porcentaje de su obra literaria llevada a la historieta-, honor compartido junto a Edgar Rice Burroughs.

 

Todo aquello iba a cambiar. El monolitismo de Howard en Conan, así como de otros esquemas argumentales, modelos narrativos y líneas plásticas en el comic book estadounidense estaba entrando en una nueva etapa, promediada por una transformación del tejido industrial. A finales de 1982 coexistían variedad de géneros, desde el bélico (como G.I. Joe) al infantil (como Denis the Menace), pero estos comenzaban a mostrarse al público con formatos diferenciados. Los conejillos de indias de esos formatos, como casi siempre, fueron tebeos de fantasía.

 

He aquí que DC decidió publicar una nueva versión del mítico ciclo artúrico creando para ello una serie que ya indicaba dónde y cuándo iba a concluir desde su mismo comienzo, una serie limitada a una docena de números. Fue Camelot 3000, fundadora de un modelo de publicación y de cierto estilo de hacer cómics que medraría antes en DC que en otras editoriales. Además, incorporó el distintivo “For mature readers”, para significar que estas historietas eran para cierto público más talludito, no sólo para niños. En la misma editorial DC, Thomas seguía haciendo fantasía heroica, al mismo tiempo que en la casa Pacific, donde estaba construyendo en viñetas la saga de Elric ayudado por P.C. Russell y M.T. Gilbert. En DC dio rienda suelta a sus extraños gustos de fan fatal de los cómics de la Golden Age, lo cual volcó en series tan variopintas como Captain Carrot and his Amazing Zoo Crew y en la de fantasía histórica / épica / heroica Arak, Son of Thunder.

 

En Pacific, ese otro sello “independiente” de los anteriores, más bien alternativo en el contexto del mercado, no sólo se publicaban aventuras de espada y brujería protagonizadas por Elric, también blandía aceros Groo. Éste consistía en una parodia caricaturesca en extremo que desplegó toda su inutilidad y calidad de gafe por un mundo de fábula que en su estructura sociocultural se asemejaba mucho a la Era Hyboria de Conan. Fue otro español el creador de este “héroe” de fantasía heroica, el tarraconense Sergio Aragonés, un experto en el tratamiento de masas y del gag rápido e inteligente –como lo venía demostrando desde mucho tiempo atrás en MAD-. Su serie alcanzó en el sello Pacific 14 números (luego, Marvel absorbería Groo) guiados en su lenguaje por el también cachondo Mark Evanier, su insustituible mano derecha.

 

También era espada y brujería, aunque virada hacia la space opera, la obra Starslayer. The Log of the Jolly Roger, de Mike Grell, que disfrutó de 34 salidas hasta noviembre de 1985. Otra obra de fantasía heroica que mostraba diferentes tintes, en este caso de comedia psicológica al uso de los dramillas adolescentes que salpicaban las parrillas televisivas de los primeros ochenta, fue la aventura vivida por una Valeria niña y una Red Sonja juvenil y más tapada –más conservadora- en la serie limitada Red Sonja Vol. 2. También de tono más conservador, casi reaccionario, hasta es posible que tiránico, fue el Kull que reapareció sorpresivamente entre 1982 y 1983, en aquellos dos ejemplares inolvidables de Kull the Conqueror Vol. 2, publicados en papel de calidad Baxter.

 

Fue Buscema el elegido para celebrar la vuelta de Kull a las series a color en los Estados Unidos allá por 1982. La historieta “The Power and the Kingdom” fue la que inauguró el segundo volumen de la serie Kull the Conqueror, serie que había estado hibernada casi exactamente cuatro años: con fecha de noviembre de 1978 apareció el último número, el 29, del volumen uno de la serie, y con la de diciembre de 1982 salió el número 1 del volumen dos. Pero Kull no había sido olvidado totalmente por Marvel durante esos cuatro años. El personaje había visitado tímidamente alguna de las publicaciones en blanco y negro de Marvel en el ínterin y fue la filia por los tebeos de fantasía heroica potenciada por la película de Conan la que impulsó a los editores a replantearse la vuelta de Kull a los quioscos en color. ¿Y quién mejor para llamar la atención del público que John Buscema? Nadie, evidentemente. Le ayudaron en la empresa Daniel Bulanadi, entintador filipino, y Zelenetz, el escritor que estaba aunando criterios tanto aquí como en las cabeceras Conan the Barbarian y King Conan. Su conocimiento de los universos bárbaros no era tan académico, vasto o enfervorizado como el de Thomas, pero cumplió su cometido con estimable profesionalidad.

 

El valor de los contenidos de estos tebeos de Kull fue suficiente para planear la salida de un tercer volumen. El núm. 2 del volumen segundo de Kull the Conqueror fue íntegramente ilustrado por el genial John Bolton para ver la luz en marzo de 1983, con una presencia imponente y un guionista adecuado: Doug Moench. Algo más llamaba la atención aparte de la imponente presencia de sombras y fuerza de Bolton: el papel de mayor gramaje, el color blanco y su textura satinada, y la ausencia de publicidad en el interior del tebeo, que además era de larga extensión. Este tebeo era una nueva apuesta que ponía de relieve la bonanza comercial que vivía entonces Marvel, empresa que había mejorado la distribución de sus tebeos gracias a la venta exclusiva de algunos de sus productos a las tiendas especializadas y que estaba arriesgando nuevas políticas editoriales al considerar los derechos de los autores y cederles más libertad creativa. Se pensaba que la fórmula funcionaría, no sólo en la arena comercial –generando más dividendos para Marvel- también elevando la “categoría” de los comic books en el seno de la cultura americana.

 

Aquel Kull de John Bolton, fuera de todas estas consideraciones de índole crematística o formal, fue el que más se acercó al genuino de Robert E. Howard. De sus páginas emanaba un aire entre arcano y romántico. El estilo de Bolton, ligado a lo pictórico, y su sentido realista del dibujo aportaron a la obra un planteamiento naturalista que, a fuerza de tildarlo con elementos fantásticos, despertaba con una asombrosa facilidad la morbidez de lo tenebroso y la suspensión de la credulidad. Su mirada romántica viraba hacia las sombras con avidez y se sumergía de lleno en lo gótico. Su bárbaro seguía apareciendo noble pero con un grado de embrutecimiento peculiar. Bolton bruñía el alma del personaje con el tormento a la vez que destituía a la luz de su mundo y lo describía lóbrego, amenazador... El mejor Kull, como digo. Lástima que fuera una joya en el lodazal. A continuación se siguió con el Vol. 3, con un formato similar al anterior, pero ya con otra presencia, la omnipresente y ortodoxa de John Buscema. En mayo de 1983 vio la luz “Eye of the Tigress”, tebeo con cubierta de Joe Jusko (uno de los pocos trabajos no pictóricos de este autor), publicado justo dos meses después. Kull the Conqueror vol. 3 mantuvo esa periodicidad con algún alto en el camino hasta el núm. 10 y último de la serie.

 

Jim Shooter, jefe de editores, era quien más chasqueaba el látigo para olisquear el mercado y prospectarlo en busca de nuevos modelos de edición y de nueva clientela. Como consecuencia se publicó una primera novela gráfica donde moría el Capitán Marvel, se arriesgaron formatos de luxe para una línea de miniseries cuyo presupuesto de partida era la calidad y el respeto hacia los derechos de autor (las cuales se agruparon bajo el sello “Epic Comics”), y también se retornó desde el mercadeo a los cómics en proyectos fallidos como The Saga of Crystar Warrior, un tebeo de fantasía más bien mística dibujado por Bret Blevins y Vince Colletta.

 

Marvel, en aquel entonces, todavía vendía el doble que cualquier otra empresa productora de cómics en los Estados Unidos. Mas, ¿se aplicaba esa regla a los personajes bárbaros?

 

Puede que no, pero Steve Tompkins, a estas alturas de la película, había visto el Conan the Barbarian de Milius seis veces.

 

1 Para saberlo todo sobre las películas de fantasía heroica producidas para cine y TV consúltese el artículo R.E. HOward en el cine y la televisión.


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