Marzo de 1990. Barcelona. Roy Thomas se pasea por las Ramblas
con su mujer Dannete.
Mira hacia uno de los colmatados quioscos y, asombrado, adquiere
un libro de cómics de Conan lujosamente encuadernado y que
contiene ciclos aventureros completos recogidos en volúmenes
unitarios. Los Súper Conan.
«¡Mira esto, Dann, es un sueño hecho realidad!!» -Exclamó.
En EE UU había libros de cómics, pero raramente editados con
mimo compilatorio. Lo que abundaban eran los comic books. Y, en
ellos, violencia exudada. Esta era la nueva norma. Y lo
oriental, que ya se filtraba.
El Ronin de Frank Miller, por ejemplo, denotaba una clara
influencia del modo de hacer historieta en Japón, de los
manga. Miller y otros autores ya leían cómics japoneses en
los ochenta. En 1987, desembarcaron en EE UU las primeras
ediciones traducidas de Lone Wolf & Cub y de la obra de
Otomo Akira. Lo nipón iba a dominar, como quedaría
demostrado en la amalgama inexplicable Teenage Mutant Ninja
Turtles, que Mirage lanzó a mediados de los ochenta y con
cuya presencia aumentó inesperadamente la onda expansiva del
boom de las editoriales mal llamadas “independientes”.
En realidad, la influencia de lo oriental nunca se había ido. El
género de
artes marciales
se había instalado en los setenta
y terminó amalgamado con otros géneros en los noventa. En Conan,
sin ir más lejos. En el núm. 179 de Conan the Barbarian
se inició una saga coral con un equipo creativo que se
estabilizó en la terna Owsley / Semeiks / Isherwood. Estos
alcanzaron la cumbre de su creatividad con la llegada de Kobe y
sus huestes khitanas. Samuráis, vamos. En The Savage Sword of
Conan se produjo también cierta contaminación nipona, en los
episodios escritos por el guionista con raíces orientales Larry
Yakata y a los que daba el visto bueno el editor Larry Hama,
también un tipo interesado en las culturas de más allá del
meridiano 90 (Hama era editor en 1986 de la revista de Conan, de
Conan the King, Conan the Barbarian, Savage Tales, Peter
Parker y Dakota North… ejem).
Yakata era más malo que una salmonelosis, al decir de la
afición, pero contaba con el beneplácito de su editor y tiró
para adelante con obras espeluznantes, quizá las peores de toda
la trayectoria de la revista. En 1986 se rumoreó que para
arreglar la situación volvería Thomas a escribir los cómics de
Conan y otros de Marvel, todo ello condicionado por un nuevo
contrato. No nos cayó aquella breva. Y otro guionista, Don
Kraar, fue quien contribuyó a que más tipos de ojos rasgados
cruzaran su camino con Conan y a que los guiones, en general, se
resintieran.
No miréis ahora, pero Conan se cayó el Top ten y no
volvió a encaramarse a él, superado por los mutantes. Incluso la
serie The Sword of Solomon Kane, plena de calidad, pasó
por completo desapercibida. Eran momentos de renovación, y la
renovación no iba con los hyborios. Byrne, otro que discutió con
Shooter, se montó en el dólar con su remozado Superman,
que también aupó en prestigio a la historieta cuando fue él
quien lo dibujó para la portada del TIME (en 1988). Frank
Miller, también saltó a DC para hacer The Dark Knight
Returns, experimento ucrónico con el que revitalizó las
ventas de Batman, algo adormecidas desde los finales setenta. Y
Alan Moore y Dave Gibbons, también para DC, se sacaron de la
manga Watchmen, tebeo con el que estuvo satisfecha hasta
la crítica.
Poco de esto se produjo en el ámbito de la fantasía heroica,
donde hubo algunos lanzamientos olvidables como Swords of
Swashbucklers, el pastiche The Book of Red Fox, o la
parodia Equine the Uncivilized. Marvel pasaba un poquito
de los bárbaros ahora. Sí, Thomas volvió en verano de 1986 a
hacer historietas para Marvel, pero no para las colecciones de
Conan sino para hagiografiar a Sub-Mariner. Los sellos
pequeños insistieron en el género, sin embargo: como Michel
Tibodeaux (que sacó The Last of the Viking Heroes), como
Sirius (Greylore), como Aircel (Elfrod) o como
First, que siguió con Elric y pasó luego a publicar el
ciclo fantástico de Corum, adaptación de Mike Baron y
Mike Mignola. Tampoco DC soltó la presa a la fantasía heroica y
en 1987 lanzó la colección Amethyst, con Giffen, Newell y
Maroto a las riendas, y Talos of the Wilderness Sea,
número único y magnífico de Jan Strnad y Gil Kane que parecía
una mezcla entre BlackMark y Ka-zar pero que en realidad
consistía en la transcripción del libro bíblico del Éxodo a una
era posholocausto. Esta obra se la habían ofrecido a Thomas y
también la había rechazado. Que listo el Roy, cómo sabía lo que
estaba y lo que no de moda…
Conan, único personaje de fantasía heroica de Marvel (con la
salvedad de Groo) mantenía una tendencia inercial y poco
interesante, aspecto que no lograron enmascarar los editores con
el sellito de for mature readers que le endilgaron a
The Savage Sword of Conan a la altura del núm. 133. Y no fue
gratuita esta advertencia, ojo, que seguíamos en la época
Reagan, que el presidente actor había revalidado en 1984 su
cetro defensor del orgullo nacional, los valores tradicionales,
la familia y el patriotismo.
Justamente entre 1986 y 1989 fue cuando brotaron de nuevo
ataques provenientes de grupos conservadores y religiosos
dirigidos a moderar la carga de promiscuidad y desviación sexual
de los comic books. También denunciaban la violencia. Algunos
tebeos comenzaron a llevar la etiquetita aquella de explicit
sexuality incluso. Era lo propio, las indies
permitían a los autores expresarse como les viniera en gana, y
las majors también dejaban que se colase alguna teta o
alguna palabrota, qué coño. Algunos analistas coinciden en
señalar que entre Miller, Sienkiewicz, McKean y otros se forzó
un viraje hacia la abstracción gráfica en los cómics por haberse
agotado la iconicidad pop de Kirby que habían convertido
en escuela John Romita y John Buscema. La cosa también afectaría
a los guionistas (Moore, entre ellos), que dejaron de generar
personajes tan planos, tan remarcado, para introducirse en
mundos más complejos, ahora posibles gracias al más rico
universo perceptivo del lector.
Conan, ni caso. Entre Dixon, Kwapisz, Kraar, Docherty, Yakata,
Bator y otros piezas, sus cómics habían acabado por convertirse
en la antítesis de lo antedicho. Dixon potenciaba lo canalla y
lo marcial en busca del lector excitado por la política
exterior. Tonto no era: los mutantes copaban los puestos de
venta más altos, pero en el verano de 1987 cuatro de los títulos
que más vendían eran los de los G.I Joe, de los cuales
estaba orgullosísimo Larry Hama. Pero el hecho es que Conan
the King, la cole que se hacía más eco de las ansias
expansionistas e imperiales, vendía bien poquito (220.000
ejemplares de difusión en julio de 1988) y terminó por ser
cancelada.
Lo único en los Conan de este tiempo que se salió un poco de la
norma fue Conan Saga, serie de recuperación que apareció
en junio de 1987 y que nos traía de vuelta a Barry Smith en
blanco y negro. Conan Saga no aportaba nada nuevo salvo
el dato de que el personaje aguantaba el tirón, hasta el punto
de que se preparaban nuevas graphic novels como Conan
the Reaver, que fue todo un desacierto, tanto por las
meteduras de gamba de Kraar como por el poco adecuado Severin
que la ilustró.
Otra cosa buena de este tiempo fue que Kull reapareció
complementando a Conan (núm. 145 y ss.), con Dixon escribiendo
algunas buenas historias, aunque mostrasen a un monarca de
métodos expeditivos, y con la llegada de algún dibujante
extraordinario e injustamente considerado, como Dale Eaglesham.
También se dio la bienvenida a algunos autores jóvenes que no
llegaron a más posteriormente, como Armando Gil o Tony Salmons,
o que llegaron a mucho, como John Romita hijo (una de sus obras
primeras fue una historieta ambientada en la era Hyboria que
apareció en Conan Saga 14 y que jamás fue traducida en
España).
The Killing Joke, Wolverine, Punisher
o ‘Nam o marcaron nuevas tendencias en los cómics y las
sagas que concitaban a mogollón de héroes no dejaban de llamar
la atención del lector fiel (Evolutionary War, Inferno…).
A Conan o Kull, claro, no había manera de encajarlos en esos
arcos argumentales y el único tebeo inspirado en R.E. Howard que
por aquel tiempo podría entenderse dentro de la línea de
vanguardia sería el publicado por Eclipse Pigeons from Hell,
libro de cómics de Scott Hampton arriesgado en lo gráfico y
terrorífico –como no- en correspondencia con el relato que
adaptaba.
Desde los finales ochenta se operó un giro hacia propuestas más
simplistas y esquemas que frisaban la tendencia fascistoide en
algunos comic books. No en los de Conan. Ahora era The Punisher
uno de los personajes de moda: héroe vengativo, soldado
acostumbrado y homicida justificado. En octubre de 1988 era el
cuarto comic book más vendido de EE UU... Wolverine (Lobezno) le
superaba. El de las garras en los dorsos de las manos era ahora
el “bárbaro” de moda. Y las series de mutantes ya oscilaban
entre las 6 y 8 al mes.
Para el caso de Conan, lo más parecido a esta puesta a punto de
los superhéroes hijos del neoliberalismo del cual tomó el relevo
George Bush padre, era la tensa aproximación a Conan de Bart
Sears (el amigo de la desmesura) y las salidas de tono de Chuck
Dixon. Y seguían aferrados, los editores de bárbaros, en
mantener en estos tebeos ciertos estilemas clásicos, alejados de
las nuevas tendencias estéticas. Mal hecho. Lo nuevo era la
vertiginosa estética japonesa, la de la profusión de líneas
cinéticas –no heredaron, para nada, los montajes silentes, las
secuencias de reposo- con el fin de recolectar más adrenalina
del fan. En muchos autores, algunas sendas cinéticas se
volvieron más voraces y las líneas se volvieron más hostiles,
como le pasó a John Byrne, e incluso aserradas (como ensayaría
el inefable Rob Liefeld). De otro lado, lo nuevo también era el
picture comic, los tebeos pictóricos, elevados a superior
categoría sólo en función de la técnica. El cabeza de puente de
aquella oleada fue Arkham Assylum, libro de cómic caro
(25 pavos de los de entonces) que vendió más de 100.000
ejemplares antes de salir de la imprenta el primer ejemplar
editado gracias a una excelente estrategia publicitaria. En
total, este tebeo llegaría a vender casi tres millones de
copias. A la crítica no le interesó mucho, no obstante. Al
lector, pese a su complejidad, sí. Aparentemente.
¿Qué es lo que
vendía aquí pues?
La campaña promocional.
Y de eso andaban olvidados los editorzuelos de fantasía heroica,
porque en torno a la misma fecha que el tebeo de McKean vio la
luz (abril de 1989) lo hacía también The Vale of Shadow
(de Zelenetz y De Zúñiga), libro de cómics de Kull a modo
de graphic novel que por más que intentó parecerse a
Toppi no logró aprecio ni de público ni de comentaristas.
Wolverine and Havok: Meltdown sí que les pareció cool
a los chavales. Y, de repente, se estrenó el filme de Tim Burton
Batman, que recaudó 100 millones de dólares en sus
primeros días de proyección, algo inaudito. Fue el filme que más
rápidamente traspasó la barrera de los 300 millones de dólares
en taquilla. Todo un hito que marcaría los pasos futuros de las
productoras cinematográficas, y que condujeron a un saneamiento
y mejora de DC, en primer lugar, y a buscar nuevas adaptaciones
de personajes de cómic a la gran pantalla. La llamada
batmanía dominaría los cómics y la industria juguetera en
adelante, generando unas cifras increíbles en merchandising.
Mientras tanto, en Marvel no se les ocurre otra cosa que lavarle
la cara al cimmerio. O sea, Dixon y Chan siguen haciendo al
mismo Conan de siempre, pero
salen graphic novels como la de The Skull of Set
que pretenden aportar una imagen nueva, estilizada y madura del
personaje, cosa que en este caso no lograron ni el desorientado
Doug Moench ni el rígido Paul Gulacy. Y cuando llegó el
aniversario del bárbaro en los cómics, en 1990 (veinte años
dando espadazos de papel), Marvel lo celebra sacando una suerte
de “Conan Año Uno” en Conan the Barbarian, y pegándole un
viaje por las primitivas tierras supuestamente norteamericanas
de la Era Hyboria en The Savage Sword of Conan. Un
desplante para un personaje con solera al que no saben como
renovar a ojos de un lector que ya no sólo es estadounidense, es
mundial, puesto que al igual que otros héroes de Marvel, el
cimmerio es leído habitualmente en Benelux, Brasil, Francia,
Alemania, Grecia, Italia, México, Portugal, España (el país que
más títulos de Marvel estaba traduciendo en aquel momento),
Turquía, Yugoslavia, Suecia, Finlandia, Dinamarca… distribuidos
por los grupos editoriales Planeta, Abril, Condor, Bastei y
Semic, entre los más importantes. Al poco, la empresa italiana
de cromos Panini se haría con los derechos de distribución en la
mayor parte de Europa y en uno de los mayores consumidores de
cómics de Latinoamérica: Brasil.
En aquel momento, primavera-verano de 1990, se está produciendo
un torbellino comercial en Marvel (y en la industria de los
cómics estadounidense en general). Los impresores y editores
manejaban beneficios anuales producidos por los cómics que
sobrepasaban los 400 millones de dólares. La bola promocional
que supuso el filme Batman había resultado muy rentable,
las nuevas políticas de distribución estaban generando nuevos
dividendos inesperados, y la génesis de una suerte de nuevo
star system en la historieta también estaba vendiendo mucho.
A esto hay que sumar el efecto que tuvo sobre el mercado la
especulación sobre los números 1, recordemos que entonces vio la
luz el Spiderman de Todd McFarlane, cuyo núm. 1 –de
agosto de 1990- llevaba cuatro cubiertas distintas para fomentar
el coleccionismo y, consecuentemente, la especulación. La
globalización ya era una realidad en esta industria desde el
momento en que se constató la prisa de Marvel por lanzar a sus
personajes a la pantalla grande (la infumable peli aquella del
Capitán América se estrenó a toda mecha) y la primera fusión de
dos compañías de cómics en un solo ímpetu: First Comics y
Berkeley, que lanzaron bajo sello conjunto la serie Classic
Illustrated ese año.
En Conan el lavado de cara estuvo desembocó en un engendro
revival escrito por Michael Higgins y dibujado por Rom Lim, un
joven llegado de las indies y que había triunfado
moderadamente en una revisión de Silver Surfer. Entintaba
Dan Adkins, el primer autor que entintó al personaje, pero
aquello fue escasa garantía. Los cómics subsiguientes fueron
mediocres y en The Savage Sword of Conan tampoco hubo
muchas historietas dignas de rescate, por más que fue el
solvente Gerry Conway el guionista de muchas de ellas.
Probablemente lo más destacable de la fantasía heroica yanqui de
por entonces se refugió en Dark Horse, empresita que había ido
creciendo tímidamente pero que ya se le veía gallarda y con
ideas. Allí estaban Dann y Roy Thomas adaptando obras de Robert
E. Howard, cuya explotación de derechos no obraba en poder de
Marvel. Y es que fue por entonces que aparecieron los dos
ejemplares de Kings of the Night con cubierta de Bolton y
con un relato coprotagonizado por Kull y por Bran Mak Morn. Y
también sacaron una miniserie del goidelo Cormac Mac Art
dibujada por el filipino E.R. Cruz.
Marvel atacó entonces, contra todo pronóstico, con una de las
mejores adaptaciones habidas de espada y brujería: Fafhrd and
the Grey Mouser, directamente en formato prestige,
con lomo y sobre buen papel, y con tres grandes firmas avalando
el lanzamiento: Howard Chaykin, Mike Mignola y Al Williamson. La
calidad estaba garantizada pero el producto aparentemente no
llegó a todo el público que se pretendía, ¿Qué estaba
ocurriendo? Bueh, que la fantasía heroica vendía menos. No sólo
era Conan el que perdía popularidad, productos como éste no
constituyeron el bombazo que se esperaba. Los gustos estaban
ahora muy centrados en ciertos personajes a los que se explotaba
de manera inmisericorde para lectores cada vez de menor edad (se
estimaba que los consumidores de comic books iban de los 8 a los
18 años, pero las edades eran probablemente más bajas: de los 6
a los 12). De otro lado, el concepto de editorial de cómics ya
no podía entenderse como una estructura de tipo “familiar” para
el caso de Marvel. No cuando ya estaba funcionando como un
monopolio asociado y dependiente de otras empresas, cuando
contaba con 238 empleados fijos y casi 47.000 colaboradores por
todo el mundo, cuando venía aumentando su volumen de negocio a
pasos agigantados (51 millones de dólares en 1986, 55 millones
en 1987, 60 en 1988, 69 en 1989, 81 en 1990…) y cuando había
establecido como el canal más importante de ventas el sistema de
venta directa (le reportaba el 54% de sus ventas en 1988, el 66%
en 1989, el 73% en 1990). Esta era la Marvel que encaraba
poderosa la recta final del siglo XX, nada que ver con aquella
empresita nacida en los años treinta y remozada con entusiasmo
en los sesenta... El papel de los comic books que salían de la
Casa de las Ideas era ahora más blanco y todo relucía con otra
luz ¡Todo parecía ir viento en popa! Y eso sin tener en cuenta
sus vínculos con la industria cinematográfica…
Retrepado en su asiento en el avión, Thomas hojeaba encantado el
Super Conan español. En sus pupilas latía una llamita de
apasionamiento. Él se había ganado la vida en DC, y ahora
alternando sus labores como guionista no sujeto a contrato en
varias empresas como Dark Horse, pero es que Conan… seguía
llamándole.
«Oye Dann –dijo, volviéndose hacia su esposa- Ahora que Marvel
está tan crecida… ¿qué tal si volvemos a hacer Conan?»
No esperó su respuesta. Sabía que ella diría que sí. |