H.G. OESTERHELD: MAESTRO DE LOS SUEÑOS 8. UN VIAJE EN EL BARCO DE LA AVENTURA
ANDRÉS FERREIRO, FERNANDO ARIEL GARCÍA, HERNAN OSTUNI, JORGE CLAUDIO MORHAIN, LUIS ROSALES, NORBERTO RODRÍGUEZ VAN ROUSSELT

Resumen / Abstract:
Es en Editorial Récord donde Oesterheld termina veinticinco años de una profusa producción historietística que lo convierte, al decir de algunos, en el mayor escritor de aventuras de Argentina en todos los tiempos. Que su elección haya sido la historieta lo aleja del reconocimiento que habría tenido de haber incursionado en la literatura convencional. Que su elección haya sido ser consecuente con sus ideas en la época más turbulenta de la vida argentina de los últimos cien años nos priva de conocer todo lo que aún le faltaba contar, en esa que fue su profesión: contador de historias. / It is in Editorial Récord where Oesterheld finishes twenty-five years of a profuse comics production that converts him, as someone says, in the biggest adventures writer of Argentina in all the times. The fact that his election has been the comic takes him away from the recognition that would have had if he had intruded in the conventional literature. The fact that his election has been to be consequent with his ideas in the most turbulent time in the Argentinean life of the last a hundred years deprives us of knowing all that he lacked still to count, in that that was its profession: narrator of histories.
Notas: Artículo publicado en 2006 en el número 23 de la `Revista Latinoamericana de Estudios sobre la Historieta´.

H.G. OESTERHELD: MAESTRO DE LOS SUEÑOS 8

Un viaje en el barco de la aventura

 

El 5 de julio de 1974 aparece en el mercado Skorpio, revista de historietas de la Editorial Récord, dirigida por Alfredo Scutti; aporta lo mejor del cómic internacional reintegrando al medio local a un histórico como Hugo Pratt, dando a conocer aquí su gran «Corto Maltés», pero sumando grandes nombres del mercado argentino: Ray Collins, Arturo del Castillo, Juan Zanotto, Carlos Trillo, Alberto y Enrique Breccia, Guillermo Saccomanno, Lucho Olivera, Mandrafina, Lalia, Casalla, Solano López, Barreiro, Ernesto García Seijas, Moliterni y un injusto etc.: juntos, en este verdadero dream team, crean lo mejor del cómic nacional de ese entonces.

Además, las revistas de Récord incluyen rediciones de clásicos de la historieta internacional y nacional («Dick Tracy», «Terry y los piratas», «Casey Ruggles», novelas de aventuras del maestro José Luis Salinas), que junto a los libros recopilatorios y ediciones especiales conforman sin duda el movimiento más claro en renovación y concepto de la historieta local de ese momento; tal vez el espíritu de esas publicaciones se refleje en las propias palabras de su director: «La historieta resume una dorada edad de cada hombre, preside el escapismo del adulto y forma parte de ese melancólico anecdotario que uno recuerda de como era su tiempo [...]. Sabemos lo que cuesta mantener y regalar a los lectores –que saben mucho de historietas– haciéndoles el mayor homenaje: la mejor revista para darle acceso al Mundo de la Gran Historieta».

En este contexto es que se suma HGO, como verdadero broche de oro de la Editorial. Oesterheld viene de pasar por diversas editoriales (Atlántida, Columba), donde consigue algunos tibios éxitos; pero aquí encuentra terreno fértil para desplegar todo su compromiso personal y profesional al servicio de la historieta.

Comienza HGO su labor en la Editorial a fines de 1975, presentando para Skorpio «Loco Sexton», western con dibujos de Arturo del Castillo; para la misma revista, a inicios del año siguiente se aventura en un género en el que todavía no ha incursionado: el terror. Con dibujos de Horacio Laliada a conocer «Nekrodamus», demonio rebelde de su casta, acompañado por Igor, su horrible partenaire: juntos viven extrañas aventuras en las que HGO demuestra que maneja el tema como ninguno. Para otra revista –Tit-Bits– resucita a «Watami», con dibujos de Jorge Moliterni. También en 1976 comienza, con Solano López, la segunda parte de «El Eternauta» y con el mismo dibujante realiza un solo episodio de «Ernie Pike», ambas para Skorpio.

Para Tit-Bits (1977) relanza el que fuera su primer éxito: «Bull Rockett», con dibujos de Lito Fernández. Al año siguiente–ya desaparecido– la editorial da a conocer «Shannon», en Corto Maltés –con dibujos de Gil– y «Shunka», en Pif-Paf, con dibujos de Garibaldi.

De «Patria vieja», «Sherlock Time», «Mort Cinder», «Watami», «Ernie Pike», «Sargento Kirk» y «Ticonderoga» se reditan en Pif-Paf y Corto Maltés varios episodios publicados originalmente en Fronteray Yago. También se edita en un solo volumen «El Eternauta», con gran  éxito  de  venta.  Finalmente  en1978 se publica «Galac Master», utilizando el material que originalmente se viera a fines de la década del sesentaen «El astrón de la Plata», con pequeñas variantes en el guión y los dibujos de Oswal, que rehace el comienzo que había estado a cargo de Lito Fernández en la serie del diario Gaceta de la Tarde, de La Plata. El nombre del guionista desaparece de los créditos luego de las primeras entregas; tal vez la Editorial haya querido salvaguardar su integridad realizando este acto.

En un artículo el dibujante Crist reflexionaba: «Por esa época yo pensaba que los malos eran como en las historietas. Después nos pasaron muchas cosas. Sobre el país se presionó otra glándula del terror que se llevó a mucha gente, entre ellas a Héctor Germán Oesterheld».

 

Oesterheld y la historieta política por Roberto Baschetti

Hay una faceta poco conocida de Héctor Germán Oesterheld y es la que combina su profesión de guionista de historietas con la militancia política. Si bien casi todos los textosde sus trabajos apuntan a lo social y los dejan impregnados con aquellos principios humano más elementales bien en alto (solidaridad, justicia, lealtad, libertad, etc.), es solamente en dos de ellos que estos principios se muestran en todo su esplendor. Ocurre cuando adscribe personalmente a una opción política que es parte del campo nacional, popular y revolucionario: la tendencia revolucionaria del peronismo. Cuando Mempo Giardinelli le pregunta por qué sigue militando a su edad  y  con  su  fama, Héctor  le  contesta:  «¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Acaso no somos todos responsables de la misma tarea de mejorar la vida? Yo solo sé que el peronismo es un trabajo y que hay que hacerlo».

Recordemos que muchos jóvenes de la década del setenta y otros más adultos aun, ponen sus estudios, profesiones y habilidades al servicio de una causa. Así es cómo los maestros dan clases en lugares carenciados, los futuros médicos vacunan en las villas, los arquitectos diseñan casas para todos, los abogados defienden presos políticos, los sicólogos brindan contención a los torturados y encarcelados. En ese contexto Oesterheld, bastante mayor en edad que la media, escribe historietas para todos. Un medio de divulgación masivo que encuentra por entonces muchos lectores y adeptos.

Tres días antes que asuma la primera magistratura el doctor Héctor José Cámpora, el 22 de mayo de 1973, sale a la calle el primer número de una revista que reflejará el sentir y el pensar de la Juventud Peronista que responde a Montoneros. Su nombre es El Descamisado, pero en la militancia política se la conoce simplemente como El Desca. Tiene un formato grande: 27,5 cm de ancho por 38 cm de largo y se caracteriza por sus editoriales y la calidad de las fotografías que reúne en su interior. Salen 46 números (el último el 2 de abril de 1974), hasta que es clausurada el 8 de abril de 1974 (Decreto 1100/74) por el ministro de Interior Benito Llambí, argumentando que en el semanario en cuestión «según se advierte en sus últimos números, se pretende promover un caos conceptual e ideológico mediante la deformación de la realidad y la destrucción de las instituciones políticas y sociales».

Pues bien, en esta revista de tirada masiva, que se vende como pan caliente entre la juventud, trabaja Oesterheld a partir del no. 10 (24 de julio de 1973) y hasta su clausura (el ya mencionado no. 46).

Cuando presentan la historieta aclaran que «vamos a contar la historia de cómo nos robó el imperialismo» y de ahí en más el copete de la historieta en cada número será «450 años de guerra al imperialismo».

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En las primeras diez entregas la historieta ocupa cuatro carillas de la revista; a partir de ahí y hasta el final, tres. Se caracteriza por dibujos y textos que relacionan el pasado histórico con el presente político, por lo que no es nada raro ver en sus dibujos, conviviendo, personajes históricos de ayer –Dorrego, Rosas. Güemes– y políticos de ese momento –Frigerio, Perón, Alsogaray–. Evidentemente se trata de un proyecto de largo alcance que queda trunco al clausurarse la revista.

En la tabla siguiente ofrezco un listado completo de la obra de Oesterheld como guionista en El Descamisado.

No.
Fecha
Título
10
24/7/1973
La España imperialista
11
31/7/1973
La rebelión de Tupac Amaru
12
7/8/1973
Los ingleses preparan la dominación
13
14/8/1973
Las invasiones inglesas
14
21/8/1973
El pueblo echa al invasor inglés
15
28/8/1973
La «tercera» invasión inglesa
16
4/9/1973
El «17» de los orilleros
17
11/9/1973
Rivadavia, garantía para los ingleses
18
18/9/1973
La rebelión de Patricios y la antipatria fusiladora
19
26/9/1973
Artigas: la patria grande
20
2/10/1973
Artigas: la patria grande -2da. parte
21
9/10/1973
Artigas: la patria grande -3ra. parte
22
16/10/1973
La entrega del Uruguay
23
23/10/1973
Las montoneras
24
30/10/1973
El ejército de la patria grande
25
6/11/1973
La oligarquía portuaria
26
13/11/1973
(no aparece la historieta)
27
20/11/1973
La entrega del Uruguay (repetición)
28
27/11/1973
Dorrego
29
4/12/1973
Rosas
30
11/12/1973
Rosas - II
31
18/12/1973
Rosas - III
32
24/12/1973
Rosas - IV
33
31/12/1973
Las invasiones realistas
34
8/1/1974
Negro
35
15/1/1974
Güemes
36
22/1/1974
La muerte de Quiroga
37
29/1/1974
Ramírez
38
5/2/1974
La frontera
39
12/2/1974
La frontera - II
40
19/2/1974
Las soldaderas
41
26/2/1974
Los que despoblaron el campo
42
5/3/1974
Chilavert
43
12/3/1974
(no aparece la historieta)
44
19/3/1974
La traición de Urquiza*
45
26/3/1974
Urquiza también perdió*
46
2/4/1974
Los fusilamientos de Villamayor*
* En estos tres últimos títulos, el guión corresponde a Jorge Morhain y el dibujo a Rubén Sosa

Dejo por escrito una inquietud para la cual no tengo por ahora respuesta. Antes de comenzar a editarse esta historieta en la revista, aparecen otras dos producciones unitarias del mismo género. Una se llama «La historia de los villeros: de la miseria hacia la liberación»; aparece en el no. 4 (12 de junio de 1973) y ocupa dos páginas. La otra se titula «Perón: la reconquista del gobierno», y apareció en el número siguiente (19 de junio de 1973) y se despliega en cinco páginas. ¿Serán ambas, también, obra de Oesterheld?

La segunda historieta también trunca de Oesterheld aparece en la revista oficial de la organización político-militar Montoneros, que lleva por nombre Evita Montonera y es conocida por sus militantes como La Evita Montonera. Allí se publica «Camote», solamente durante seis números de la revista: del no. 5 (junio-julio de 1975) al no. 10 (diciembre de 1975). Es un momento muy difícil signado por López Rega y la Triple A, los secuestros y asesinatos masivos de militantes populares. Agoniza el gobierno de Isabel Martínez; se preparan los militares para dar el zarpazo final.

Por todas estas razones es que el no. 5 tiene un formato de 19,5 x 28 cm, y los restantes 16,5 x 22 cm: una manera de poder manipular y ocultar con mayores probabilidades de éxito la revista prohibida y clandestina por el terrorismo de estado, cuya sola portación podía originar la tortura y muerte del propietario.

El guión que ideó Oesterheld para esta historieta es el siguiente: Camote, por cuestiones de la militancia, se tiene que encontrar en una esquina de barrio con otro compañero (Mario) que le debe pasar un documento. Este compañero es seguido por las fuerzas represivas en forma sigilosa para secuestrarlo. Camote ve toda la escena e interviene para frustrar el rapto, disparando con un pequeño revolver marca Rubí. En la confusión que se origina Mario escapa y él también, pero en su retirada pierde la billetera con sus documentos y el recibo de la quincena de la fábrica donde trabaja. Queda irremediablemente clandestino. Su responsable le da una cita con una compañera que le dará alojamiento provisorio. Deben encontrarse en el bar Estrella, y para ser reconocida, ella irá con una campera blanca con rayas negras. Se llama Celina y lo lleva a su casa, en un barrio obrero, en donde le hará un lugar para que se guarde. Al llegar le presenta a su familia: a su papá (Anselmo), de profesión tornero en una fábrica; a su mamá (doña Rosa), ama de casa, ex obrera textil, y a sus dos hermanitos menores. Se trata de una clásica familia peronista.

Camote comienza a ayudar en las tareas hogareñas más pesadas en tanto perdura su exilio forzado. Y se da cuenta que le empieza a gustar Celina. Don Anselmo, que en la fábrica donde trabaja enfrenta a la burocracia sindical y al vandorismo, es sorprendido una noche por una patota enviada por aquellos que lo golpea salvajemente, pero igual persiste en su actitud de lucha y enfrentamiento a los sindicalistas vendidos. Estos terminan secuestrándolo y lo acribillan  a  balazos  en  un  descampado. Muere gritando: «¡Viva Perón, carajo!».

Camote y dos compañeros de trabajo de don Anselmo preparan una respuesta contundente y eliminan también a tiros en una emboscada al burócrata de la fábrica, de nombre Fugazetti.

Luego Camote se encuentra en otro café con Celina y se despide de ella. Los ojos de ambos indican que algo más se está gestando entre ellos. Un «Hasta pronto» los despide en la calle.

Hasta aquí el guión. Lamentablemente la tira no sigue saliendo en los números posteriores de la revista. Héctor Germán Oesterheld es secuestrado y desaparecido en abril de 1977, presumiblemente el día 27, por un grupo de tareas que primero lo lleva a Campo de Mayo, luego al chupadero llamado El Vesubio (La Tablada) y después a otro llamado Sheraton (Villa Insuperable). Mantiene su entereza hasta último momento, es torturado, pero no entrega a nadie.

 

PALABRA DE OESTERHELD

Como nace un personaje de historieta, por Héctor Germán Oesterheld*

*Reproducción de una nota aparecida en la revista Dibujantes no. 27 (7/57)

Un personaje de historieta no es, contra lo que comúnmente se cree, creación del dibujante, ni tampoco resultado de las directivas de los editores o de los directores de las revistas. Un personaje de historieta, en nuestro medio al menos, que es el que conozco, es creación de un obrero intelectual cuyo nombre por lo común suele mantenerse en la penumbra, oculto por el esplendor más romántico que rodea la labor del dibujante. Este obrero intelectual es el argumentista, o guionista, como quiera llamársele, pues entre nosotros ambas actividades se confunden.

Como se ve, el peso de la creación de un personaje reside enteramente en el argumentista. El peso, y también, hay que decirlo, gran parte del mérito, cuando la historieta resulta un éxito. Porque, y esto debe recordarse siempre, no hay historietas buenas con argumentos malos. El dibujo de una historieta podrá ser perfecto; pero si el personaje no tiene vida, si el argumentista no ha sabido darle ni fuerza ni originalidad, la historieta estará perdida de antemano. En cambio, si el dibujo es pobre, mediocre, pero el personaje tiene valor de tal, la historieta toda puede salvarse. Estos enunciados parecerán dogmáticos, pero piense el lector en las historietas de éxito, y verá que todas tienen el denominador común de un personaje central, vivo, bien llevado. Piense también en historietas que fracasaron, y se sorprenderá al recordar que más de una estaba bien dibujada: fue la pobreza del personaje lo que las perdió.

Por esto casi todos los dibujantes consagrados cometen verdaderas injurias cuando, interrogados sobre sus creaciones, olvidan mencionar a quien hizo posible el éxito: el argumentista (Digo esto porque aquí mismo, en Dibujantes, varios profesionales consagrados fueron preguntados sobre cómo habían surgido sus creaciones; salvo alguna excepción, todos olvidaron al argumentista, llevando al lector a la falsa idea de que es el dibujante quien crea los personajes, y que la tarea del guionista se limita a seguir más o menos sus indicaciones).

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Para ejemplificar todo esto, y para que el lector tenga una idea cabal de cómo nace en nuestro medio un personaje de historieta, narraré unos cuantos casos tomados de mi propia experiencia.

El editor de Misterix me pidió un día una historieta moderna, «con un piloto de pruebas como personaje central»; aunque se me ocurrieron varios episodios, advertí en seguida que un piloto de pruebas era un personaje limitado, que no daba para mucho. Traté de ampliarlo, de enriquecer sus posibilidades, y de simple piloto entendido en motores lo llevé a ser un supertécnico conocedor de cuanto secreto técnico o científico puede haber: el resultado fue «Bull Rockett». Los personajes secundarios (Bob Gordon, Pic, el Club de la Aventura, el fabricante Melvielle, Mamá Picmy, etc.) fueron en su totalidad creación mía. El editor, muy elogiablemente, por cierto, me felicitó calurosamente, pero su intervención en la creación del personaje no fue más allá. Y en cuanto, al dibujante –Campani– no lo conocí nunca: reside en Italia, y jamás cambiamos ni siquiera una línea de correspondencia.

En otra ocasión el pedido fue «una aventura con indios, en el desierto norteamericano, a mediados del siglo pasado ». El «Sargento Kirk» fue mi respuesta al pedido. También aquí la ayuda del editor no fue más allá del aplauso. Al revés del caso de «Bull Rockett», aquí sí conocí, y mucho, al dibujante: Hugo Pratt. Se entusiasmó de entrada con la historia, y contribuyó al éxito del personaje, no solo por la calidad fuera de serie de su dibujo, sino también por las muchas sugerencias que aportó al avanzar la historieta. Pero, y esto hay que recalcarlo, Hugo Pratt conoció al «Sargento Kirk» cuando ya había nacido como personaje (bien lo destacó él mismo en una aclaración que publicó Dibujantes. No reza con él, pues, el reproche señalado más arriba).

La intervención de la parte editorial en «El indio Suárez» fue más activa: un alto empleado de la Editorial –Portas– supo ayudarme a llegar a la definitiva imposición del personaje. El dibujante –Freixas– era amigo mío, pero cada uno andaba por su lado y nunca llegamos a hablar del Indio Suárez.

No todas las historietas, desde luego, nacen a impulso del pedido de un editor. A veces el argumentista, sin encargo alguno crea un personaje que después presentará al editor; si gusta, y si coincide con las necesidades de este, el chance de la compra es grande, pues siempre hacen falta buenos argumentos.

Ejemplo de historias nacidas espontáneamente, no por encargo, son las que me publican Hora Cero y Frontera.

«Ernie Pike» es una muestra a donde puede llegar la colaboración estrecha de argumentista y dibujante: el personaje y las aventuras las creo yo, es cierto, pero también es verdad que en el proceso de creación tengo en todo momento presente lo que Hugo Pratt hará después: pienso en un guerrillero italiano y no pienso en un guerrillero cualquiera: pienso en un guerrillero que Hugo Pratt pueda llegar a dibujar. De esta identidad espiritual surgió «Ernie Pike» y también «Ticonderoga».

De Hugo Pratt fue la idea de hacer una saga histórica en los bosques norteamericanos en los años previos a las luchas por la independencia, pero todos los personajes son creación mía. Desde luego, como en el caso del «Sargento Kirk», Hugo Pratt pone tanta pasión en su dibujo. A tal punto recrea él los personajes que llega un momento en que ninguno de los dos sabe de quién es tal o cual cosa: cada uno, posiblemente, termina por creerse el creador del total, que es, desde luego, el mejor accidente que puede ocurrirle a un dibujante y a un argumentista.

«Patria vieja» nació del deseo largamente acariciado, y que nunca había podido realizar, de hacer una historieta con nuestro pasado; siempre creí que lo nuestro puede ser por lo menos tan aventuroso como lo exótico. Aquí también el dibujante –Roume– sabe agregar lo suyo: pone alma en el dibujo, y la historieta toda cobra una humanidad que desde ya obliga y espolea al autor. La misma inclinación a lo nuestro originó el «Rolo», Joe Zonda y Lucky Piedras: nacieron de un deseo de ver a personajes de aquí viviendo aventuras fuertes, serias o alegres. ¿Acaso el vigor, la alegría aventurera, son solo patrimonio sajón? Solano López y Cruz, los dibujantes, captaron la idea, y los personajes creados por mí, pero interpretados por ellos, me están empujando a pensar en las aventuras tal como las dibujan Solano López o Cruz. Algo análogo a esto último ocurre con el «Verdugo Ranch». Ivo Pavone se apodera del esqueleto de personaje que le da el guionista, y sabe darle la encarnadura humana necesaria. «Hueso Clavado», en preparación, tampoco surgió de un pedido: nació simplemente del deseo de dar rienda suelta a unas cuantas ideas tan frescas y disparatadas que no podían ir en una historieta más seria; por suerte Ivo Pavone raya aquí a mayor altura que nunca, y ha hecho de cada uno de los personajes una verdadera creación; en esto el mérito es todo suyo.

Si me he extendido tanto en narrar experiencias propias ha sido para dejar bien demostrado, con ejemplos que conozco perfectamente, que los personajes de historietas, en la gran mayoría de los casos, nacen pura y exclusivamente en el cerebro del argumentista. Del argumentista es la culpa si el personaje nace enclenque, poco original o lleno de limitaciones; pero también del argumentista es el mérito si sabe dar vida a un personaje capaz de retener la atención y la simpatía de los lectores.

Desde luego, esto es válido con la colaboración del dibujante, sin la cual no cristalizaría la obra de creación del argumentista.

 
TESTIMONIOS

Oesterheld: yo compartí su celda

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El no. 5 del quincenario Feriado Nacional (27 de octubre de 1983), tiene dos tapas. En una, la convencional, en un espejo redondo que cubre la entrepierna de un medio desnudo femenino –parodia de otra tapa, de la revista Perfil– se refleja el rostro de Herminio Iglesias, con el rótulo «Espejito, espejito: ¿quién es el candidato más bonito?».

La contratapa se transforma en tapa alternativa, acompañada por las últimas nueve páginas que invierten su impresión; en ella se reproduce la ilustración de un póster que se encuentra inserto entre las páginas centrales de la revista.

El dibujo es de Saborido, y reproduce los rostros de personajes de HGO, taciturnos, portando una pancarta: «¿Dónde está Oesterheld?». Al pie se anuncia un reportaje exclusivo a Eduardo Arias: «Yo estuve en la cárcel con Oesterheld».

Juan Sasturain, jefe de redacción, hace la introducción a esa sección homenaje:

«Hemos puesto la revista patas para arriba porque antes alguien o algunos pusieron la realidad así: lo que debía estar arriba, abajo; lo que andaba a la luz, escondido; el desorden de la vida tumultuosa, ordenado por la violencia y la revancha. Y hemos puesto la revista patas para arriba porque en Feriado Nacional no solemos hablar de lo que estas páginas siguientes hablan y debemos marcarlo con énfasis: esto es otra cosa, acá no hay joda.

»Y no hay joda porque estamos hablando de un caso espantosamente ejemplar de lo que ha sido nuestro clima de vida en estos duros y oscuros años de muerte y miedo: la desaparición por secuestro de Héctor Germán Oesterheld, alguien que –más allá o más acá de cualquier otro tipo de consideración política– es para todos los que amamos la historieta y la cultura popular argentina, un maestro excepcional.

»No hace mucho, escribiendo a propósito de la redición de «El Eternauta II » , una de sus últimas obras (1976-1977), sostuve que Oesterheld era “uno más en la lista de los desaparecidos durante la guerra sucia que lo arrebató junto a sus hijas, víctimas de un guión espantoso tipeado por la Muerte”. Nada menos que eso».

En otra página de la publicación Miguel Repiso (Rep), cadete en la Editorial Récord, bajo el título de «Otoño del 77», brinda este testimonio:

«–Tomá una Rhodesia, Miguelito.

»El viejo extrajo dos paquetes amarillos de su bolso maltratado y le entregó uno al chico, sin mirarlo.

»–Gracias... ¿Tiene mucho trabajo?

»–Por hoy terminé. Ahora estoy esperando para hablar con Scutti.

»–¿Por qué hace esa letra?

»–Esto es taquigrafía; son guiones. Primero los hablo frente al grabador, luego los escribo así y de ahí los pasa en limpio la chica. Se hace más rápido.

»–¿Por qué hizo la segunda parte de “El Eternauta”?

»–Para aprovechar el momento y porque lo pidieron de Italia. Anduvo muy bien la primera parte allá... ¿Por qué tenés esa cara? ¿No dormiste anoche?

»–¿Tengo ojeras, no? Es que hubo tiros cerca de casa anoche. También gritos. Me di un julepe bárbaro y no pude pegar un ojo en tres horas, por lo menos. Mi viejo dice que son asaltos...

»–Sí, asaltos... Ah, Miguelito, ya no hay asaltos en Buenos Aires. ¿Cuántos años tenés?

»–Dieciséis.

»–Muy pibe. Igual andá con cuidado de noche porque éstos no perdonan a nadie. ¿Trajiste ese libro de Salvat que me mostraste el otro día?

»–Sí. “Literatura en imágenes”...

»El chico corrió hasta su mesa y buscó en una carpeta color café con leche. Volvió con un libro pequeño y cuadrado. Se lo mostró al viejo.

»–Ese mismo. ¿Ya lo leíste?

»–No, pero se lo presto, si quiere.

»–No. Léelo tranquilo.

»–Pero si ya casi lo termino...

»–Traémelo mañana nomás.

»El timbrazo del interno tapó dos palabras de Miguel. Oesterheld se levantó y fue al despacho del director. Dejó tras de sí huellas de barro seco traídos de Beccar. En el pasillo, encerado, la tierra quedó marcando el itinerario de ese viejo blanco y cansado. La reunión fue hasta tarde, hasta que ya no quedaba nadie en la Editorial Récord.

»Al otro día, y durante una semana, Miguel llevó religiosamente el libro para prestárselo a su admirado guionista. Buenos Aires ya era otoño y silencio.

»Oesterheld no volvió ni siquiera para pedir el libro de Salvat».

Finalmente reproducimos el testimonio del reportaje anunciado en tapa:

«Me llamo Eduardo Arias, soy sicólogo y tengo treinta y ocho años. Fui una de las últimas personas que vio vivo a Héctor Oesterheld. En noviembre de 1977 fui secuestrado y permanecí desaparecido hasta enero de 1978. Todo ese tiempo estuve en un chupadero (prisión clandestina) situado en el Camino de Cintura y avenida Richieri. Hoy funciona allí un campo de salto a caballo de la policía de la provincia. Cuando llegué, Oesterheld estaba hacía ya tiempo. Su estado era terrible. Permanecimos juntos mucho tiempo. Nos encadenaron espalda contra espalda. Estábamos ambos prácticamente desnudos. Él solo tenía un pantalón, yo un calzoncillo. Las cabezas cubiertas por capuchas. Oesterheld –como yo y como todos los que estábamos allí– fuimos torturados salvajemente. Él unía a ese tormento su dolor ante la suerte de tres de sus hijas, que también habían sufrido secuestro. La cuarta era buscada junto con el marido y esa búsqueda motivaba, por lo que pude presumir, la captura de Héctor. Durante las largas horas que permanecimos en aquella inmovilidad forzosa nos ayudábamos para poder descansar un poco, tirados en el suelo, acomodando nuestras cadenas para aliviar un poco el dolor, entre interrogatorio e interrogatorio. Al principio no me di cuenta de que era él. Lo descubrí cuando se levantó la capucha y pude ver su cara: era ni más ni menos que Ernie Pike, cuyas aventuras yo leía desde chico. Claro que un Ernie Pike mucho más flaco. Durante las pocas oportunidades en que no éramos vigilados, conversábamos en susurros. Él me hablaba un poco de sus historietas, de su trabajo, y a veces jugábamos mentalmente al ajedrez, cantando las jugadas. Uno de los momentos más terribles fue cuando trajeron al pequeño nieto de Héctor, de tres años (14 de diciembre de 1977). Esa criatura fue recogida tras la captura y muerte de la cuarta hija y el yerno de Héctor y la llevaron a aquel infierno.

»Con nosotros había un pibe de unos diecisiete años que acostumbraba hacer figuritas con miga de pan. Al final todos le entregábamos la miga de nuestros panes. En Nochebuena, el viejo cantó con ese pibe la canción “Fiesta” de Serrat. Chaplin murió cuando estábamos presos, el último día de 1977. Me enteré porque un guardia un poco más bueno me dejó ir al baño debido a una gran diarrea que tenía. Ahí afané unas hojas de diarios que había y me las llevé escondidas. Leyéndolas me enteré de la muerte de Chaplin y lo comenté. El viejo se conmovió. Dijo que quería mucho a Chaplin. Uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de Héctor se refiere a la Nochebuena de 1977. Los guardianes nos dieron permiso para quitarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. También nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos. Entonces Héctor dijo que por ser el más viejo de todos los presos, quería saludar uno por uno a los que allí estábamos. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Héctor Oesterheld tenía unos sesenta años cuando sucedieron estos hechos.

»Su estado físico era muy, muy penoso. Ignoro cuál pudo haber sido su suerte. Yo fui liberado en enero de 1978.

»Él permanecía en aquel lugar. Nunca más supe de él».

 

HOMENAJES

El viejo Héctor

por Mempo Giardinelli*

Transcripto del libro «Campana de Palo» de Roberto Baschetti, con el beneplácito expreso de Mempo Giardinelli, periodista y escritor argentino.

Para Héctor G.Oesterheld, guionista de historietas, hombre sabio, compañero, si está vivo.

A la memoria de Héctor G. Oesterheld si está muerto.

Relato esto, hoy, 1 de febrero de 1979, sabiendo que lo que escribo puede tener dos destinos: o alguna vez el viejo Héctor lo leerá, con su mirada clara y acaso sonriendo, para reconvenirme que estuve mal informado, que me equivoqué en ciertos detalles, o no lo sabrá jamás porque está muerto. Me aferraré a la primera posibilidad. Es necesario que mantenga izada la esperanza, que las ilusiones sean capaces de horadar cualquier desaliento, que yo inaugure a cada palabra una fe nueva para imaginarlo vivo, entero, jodón como siempre. Porque las versiones son contradictorias hace dos años, los primeros informes que tuve fueron duros de asimilar. Lo declaraban muerto y hubo quien dijo que en un enfrentamiento; otra versión aseguró que lo había entregado un delator; una tercera no especificaba detalles, pero lo daba como desaparecido: «nunca más se supo», y uno ya está advertido de que esa fórmula, en mi país, quiere decir que se sabe perfectamente. No podría afirmar que he llorado, porque nosotros ya no lloramos a los muertos. Tampoco se los remplaza como jurábamos en las viejas consignas, simplemente se los guarda en la memoria, se los acumula en la cuenta que algún día nos pagarán y se sigue adelante. Pero sí lo evoqué largamente. Su imagen bonachona pareció revivir entonces, y sus ojos grises, sus mofletes gordos y hasta sus enormes manos de carpintero jubilado se me hicieron tangibles como en cada reunión política, cuando las cruzaba sobre la mesa, escuchando atentamente, y solo las separaba si alguno le preguntaba sus opiniones, porque nunca hablaba si no para responder preguntas. Jamás nadie se lo dijo, pero no entendíamos esa actitud suya, que no era de recelo ni de desconfianza, sino de hombre sabio. Solo que nosotros, jóvenes e impetuosos entonces, no éramos capaces de comprender la sabiduría. Y así nos fue...

La vez que se incorporó al grupo, todos lo miramos con prevenciones. En primer lugar porque nos triplicaba en edad. Ana juraba que debía tener más de sesenta años. Luis, más benévolo, lo hacía cincuentón. Y Rosita fue la que expresó lo que todos sentíamos: esa desconfianza por la fama que traía, porque todos lo conocíamos desde niños, todos habíamos leído infinidad de veces el nombre y apellido del viejo Héctor en las revistas de historietas. Todos habíamos sido atrapados por la fantástica odisea de «El Eternauta», habíamos luchado junto al «Sargento Kirk» alguna vez o compartido las aventuras de «Ticonderoga», de la «Brigada Madelaine», o entusiasmado con las narraciones de «Ernie Pike», el corresponsal de guerra o sufrido con el patético relato de «Mort Cinder». Éramos, ciertamente, una generación hija de las revistas Fantasía, D’Artagnan, Intervalo, El Tony. Y además él era el primero y único tipo famoso que se incorporaba al grupo. Y la fama resulta sospechosa para los jóvenes que se sienten revolucionarios. Por cierto, yo no puedo hacer su biografía, que por otra parte, solo conozco en porciones. Diré, nomás, que no me gustó al comienzo su apellido alemán, quizás porque le atribuí una injusta connotación nazi. Y porque yo siempre desconfiaba de los alemanes, pero enseguida me cautivó su modo de ser tan italiano, tan afectivo, tan cálido y firme como una luna de enero sobre Buenos Aires. Y al cabo de tres o cuatro reuniones, supe por qué lo quería: porque encarnaba la imagen de mi padre, ese sujeto también mofletudo y de ojos grises que casi no conocí y que, por entonces, hubiera tenido aproximadamente la edad del viejo Héctor. Aunque él jamás lo hubiese admitido, sospecho que sabía que llegó a ser una mascota para el grupo; que representaba una especie de símbolo, de espejo que todos deseábamos conservar para cuando tuviéramos su edad. Era un afecto que él nos retribuía gentilmente, cuando nos comparaba con sus hijas, de quienes hablaba con orgullo, porque las cuatro –como sus cuatro yernos– eran militantes. ¡Cuántas fantasías elaboramos alrededor del pobre viejo! Que su silencio, que era apenas perceptible, suave como una brisa suave, discreto como el respirar de un niño que duerme, ni alentaba ni desalentaba. Su empecinada modestia y ese cierto fastidio que le provocaba hablar de sí mismo, nos impulsaban a hacer averiguaciones. Y así supimos que venía del pecé, que era militante desde hacía un montón de años y que lo había seducido la furia revolucionaria de la juventud peronista, quizás porque, como una vez declaró, bajando la vista, acaso ruborizado, finalmente veía, a sus años, una revolución posible, cercana, casi palpable. Esa vez lo acusamos de triunfalista y nos reímos porque estaba de moda hablar de la guerra prolongada y el Inglés, nuestro responsable, dijo que después de todo no sería tan prolongada para que él no la viese. Pobre Inglés.

Yo guardo para mí pocas fortunas, pero una de ellas es la de haber conocido su casa –cuya dirección daba a muy poca gente– y haber tomado unos mates una tarde de septiembre, escuchando el paso del tren suburbano cada tanto, cuyo transitar nos obligaba a pausas en el diálogo, como hacen los viejos, solo que entonces yo era demasiado joven. Recuerdo que yo insistí para que me hablara de él, y me contó cómo  trabajaba, describió su manera de andar siempre hablándole a esa pequeña grabadora portátil en la que parloteaba sus ideas, delineaba los personajes de las historietas, proponía imágenes para que los mejores dibujantes del país las plasmaran sobre los cuadritos de las revistas. Recuerdo que reconocí un cierto rencor cuando me habló de ese italiano famoso que le robó la paternidad del «Sargento Kirk», así como compartí su aprecio por Alberto Breccia, o por Ongaro, por quienes él llamaba los muchachos, esa pléyade de dibujantes que había llevado de Abril a su editorial en la década del cincuenta, cuando fue el iniciador de la época de oro de la historieta en Argentina. Creo que en algún momento le pregunté la edad. ¿Tenía entonces sesenta y dos años, como me parece? No lo sé bien, pero sé que le pregunté por qué militaba a su edad y con su fama. Me miró como pidiéndome disculpas; cebó un mate. Y dijo, con una naturalidad que ahora me emociona evocar: «Y que otra cosa puedo hacer? ¿Acaso no somos todos responsables de la misma tarea de mejorar la vida? Yo solo se que el peronismo es un trabajo y que hay que hacerlo». Y se dio vuelta y me mostró unos viejos ejemplares de Hora Cero y luego empezó a hablar de cómo se le ocurría ambientar a Juan Salvo en una casa de Béccar, que era exactamente la misma en que estábamos y que él habitaba desde hacía mucho tiempo. Y me llevó a su patio, de malezas crecidas, con esos rosales que daban pena de tan mustios y enseguida se justificó diciendo que no tenía tiempo para ocuparse de ciertas cosas, que era muy desordenado. Y cebó otro mate.

Sé que la nostalgia, después de varios años, me lleva a sublimar algunos detalles, y que no hay que  onfiar demasiado en este tipo de recuerdos, pues uno está muy expuesto a que el amor traicione a la memoria. Pero todavía puedo mencionar pequeños, difusos paisajes, datos sueltos que retengo, como su puntualidad admirable que garantizaba que ninguna reunión comenzara sin su presencia. Era una manera del respeto, una responsabilidad que nos imponía sin querer (o acaso era un estilo de demanda, quién sabe). Y así, el más mínimo retraso suyo nos alarmaba, porque –debo decirlo– en el fondo ninguno de nosotros confiaba demasiado en su silencio si caía. Había una especie de endeblez que se imponía a su corpachón de viejo carpintero, y que nos hacía temer que si lo detenían no resistiría la tortura. Éramos todos tan jóvenes entonces, y no sabíamos que el valor es también una cuestión de madurez.

Fue una tarde de abril cuando lo vi por última vez. Había llovido y se hacía difícil conseguir taxi, de modo que llegué demorado a la cita. Él se había cambiado de esquina, por si acaso, y estaba como refugiado detrás de un buzón Nos miramos sin saludarnos y yo entré a ese bar de Sarmiento y Río Bamba; él me siguió diez minutos después. Le entregué unos documentos y tomamos un café; hablamos de lo bella que es Buenos Aires cuando llueve, y nos despedimos, sin efusividad, como siempre. Y nunca más lo vi. Cuando me fui del país, dejé saludos para él; no sé si se los dieron. Más tarde, en alguna carta, algún compañero me dijo que lo habían visto, que estaba bien. Dadas las circunstancias, no era una pobre noticia. Y eso fue todo. Hasta que llegaron los comentarios de su desaparición, que trajeron un dolor intenso, profundo, nunca expresado (porque uno siempre se las ingenia para no exteriorizar los dolores intensos, profundos). Lo imaginé entonces soportando un calvario, resistiendo un poquito y –lo deseé con todas mis fuerzas– muriéndose rápido gracias al cansancio de su corazón. Y hasta pensé: «Qué bueno, al viejo Héctor le habrá servido de algo tener tantos años: para sufrir menos y no cantar a nadie». Y, desde entonces, casi no hubo historieta que no me hiciera recordarlo, no hubo mención a las palabras derechos humanos que no estuviera ligada a la evocación de su cara bonachona, sus ojos grises, sus mofletes. Pero sucede que esta misma tarde, este primero de febrero de 1979, hace apenas algunas horas me encontré con un par de amigos que acababan de llegar de Buenos Aires con noticias frescas, de esas que literalmente devoramos, exigimos con avidez porque sirven para modificar criterios, para reubicarnos en la realidad perdida, aunque a veces los que llegan nos matan a los vivos, como también, a veces resucitan algunos muertos. No pude creerlo cuando me dijeron: «Héctor está vivo, parece que está vivo»; debo pedir disculpas por la duda, pero de pronto es demasiado absurdo que cuatro palabras sean capaces de resucitar a un muerto. Es tan difícil asimilar la idea de la muerte que, años después, resulta casi imposible asimilar la certeza de la vida. Me contaron además algunos detalles que ratificaron su estatura, su calidad humana, la solidez maravillosa de su madera. Dicen que estos compañeros que lo detuvieron en una casa que estaba cantada, en la que habría una reunión importante y que los demás habían sido alertados, excepto él, por esas cosas tremendas del destino, por una inconveniencia, por esas maneras caprichosas de la tragedia. Dicen que le salieron al encuentro un montón de milicos, que lo golpearon mucho y se lo llevaron, de prisa, como siempre tienen ellos, para que hablara lo que sabía, acaso confiados en la debilidad de sus años. Dicen que cundió cierto pánico y que costó un día levantar lo levantable, cambiar citas, movilizar casas, hacer mudanzas apresuradas, esconder gente, porque –aseguran– realmente nadie creía en su fortaleza, en su silencio. Pero pasó ese día y otro, y otro, y una semana y no sucedió absolutamente nada. Todo siguió igual, y esa fue la prueba de su aguante –que era lo que importaba, parece– aunque también –dicen– hubo quienes imaginaron lo que le hacían, el horror que padecía. Y a mí se me hace, ahora, que muchos lo habrán querido más que nunca, que en muchos sitios de Buenos Aires se habrán producido silencios respetuosos, apenas quebrados, quizá, por el canto de los gorriones, por el entrechocar de las hojas de las casuarinas, por el lento paso del sol, acariciando las riberas, por alguna paloma que se extraviaba rumbo a Montevideo. Y se me ocurre, también, que acaso ahí nació la certeza de su muerte, una certeza que hoy, 1 de febrero de 1979 parece afortunadamente quebradiza. Y que aunque mete esta confusión, que de alguna manera sobrecoge y aplaca –ya que hay que reconocer que es posible que Héctor jamás lea esta carta–, no impide que en este momento yo lo sueñe con su sonrisa cálida y su mirada clara dispuesto a reconvenirme que estuve mal informado, que estos imperfectos datos bibliográficos no son correctos.


HOMENAJES

Recordando a Héctor G. Oesterheld

por Eugenio Zoppi

Acerca de Héctor Germán Oesterheld se ha escrito tanto y, a menudo tan acertadamente, destacando sus virtudes como creador de personajes y situaciones, e innovador en la forma de desarrollar y resolver las historias en guiones para historietas que, cuando a uno le piden que redacte una nota acerca de él, la primera tentación es decir no, gracias. Y lo dice.

Entonces nos sugieren que recurramos a nuestros recuerdos personales.Desde ese punto de vista podría ser. Así que intentaré exprimir la memoria.

Debo decir ante todo que no nos unía una amistad profunda, pero sí una buena relación personal. Profesionalmente, entre tantos trabajos en común, los más mencionables son dos, porque están vinculados entre sí por casualidades equivalentes, aunque separadas ambas por varios lustros.

Aquí conviene memorar que en los primeros años de la década del cuarenta la Editorial Abril nacía publicando libros de divulgación científica e históricas para adolescentes, y de cuentos infantiles. Entre sus autores aparecía uno que firmaba como Héctor Sánchez Puyol. A mediados de esa misma década Abril comenzó a editar revistas de historietas cuyo primer título fue El Pato Donald, seguida luego por otras de aventuras.

Finalizando esos años yo estaba haciendo mis primeros trabajos en la Editorial y un día el director me entrega un guión y me expresa su especial interés en su realización. Lo firmaba un señor Héctor G. Oesterheld cuyos antecedentes eran absolutamente desconocidos para mí. Días después él mismo se me presenta estando ambos en la vereda de la Editorial en la calle Piedras 113. Se muestra muy interesado, diría que más bien ansioso por la marcha de nuestra tarea en común. Caminamos charlando hasta la Avenida de Mayo. Eso fue todo. De ese modo nació una relación laboral y afectiva que se prolongaría treinta años. Hasta su cruel final. Pero pronto supe que este Héctor de apellido alemán y el reconocido Héctor de doble apellido español eran la misma persona.

Lo que yo también ignoraba en aquel momento era que se trataba del primer guión de historieta que Oesterheld hacía. De este detalle me enteraría un tiempo después. Para ser preciso, más de treinta años más tarde, durante una conversación mantenida con Juan Sasturain.

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  Dcha.
Esa primera historieta se llamaba «Cargamento negro», y trataba el tema de la esclavitud en África y, si bien aún no estaba definido el estilo Oesterheld, ya se insinuaba una tendencia a hacer de los personajes sujetos creíbles, quienes habían logrado superar un pasado que ellos mismos calificaban como de actitudes reprochables trocándolas por gestos solidarios, ante la evidencia del maltrato y el padecimiento sufrido por otros.

El otro episodio al que aludí es el siguiente: en la década del sesenta Oesterheld tenía un buen contacto con una importante editorial chilena. Entre las ideas ofrecidas estaba la de un personaje humorístico ubicado en la época de los hombres de las cavernas. Se la ofreció a Osvaldo Pérez D’Elías quien la rechazó. Él había dibujado historietas –y muy bien–, pero quería dedicarse a la caricatura exclusivamente. Así que, aprovechando que era testigo de la situación y ante la inclaudicable posición de Pérez D’Elías –hoy consagrado en España como caricaturista–, acometí la osadía de pedirle a Oesterheld que me permitiera intentarlo. Yo nunca había dibujado con la técnica del semi-humor que exigía el guión. Y para mi sorpresa Oesterheld, para no ser menos que yo, osadamente me dijo que sí. Hasta ese momento yo le había pegado una lectura rápida al guión; pero ya en mi estudio, al leerlo cuidadosamente, me resultó extraordinariamente gracioso y, como correspondía al talento del autor, plagado de ideas desarrolladas en forma brillante.

El trabajo final gustó mucho al editor chileno y dio lugar a que, además, hiciéramos historietas unitarias, siempre de humor. Eran los primeros guiones humorísticos de Héctor. Y aquí es donde se unen las dos historias con él: la casualidad, el azar, o como se lo quiera llamar, hizo que me tocara dibujar la primera historieta de Oesterheld de aventuras y la primera cómica.

Años después, con la debida autorización de la señora Elsa de Oesterheld, volvería a dibujar las historietas cómicas unitarias de esa época y fueron publicadas en Europa y en Buenos Aires.

Si decidí rehacerlas fue porque los primeros originales quedaron en Chile, y porque las historias eran, en 1990, tan vigentes y graciosas como lo habían sido en 1967.

Otra ocasión de trabajar intensamente con Oesterheld se produjo por mi vinculación con Dayca, filial de una editorial que se dedicaba a libros de venta directa al público en trenes, subtes y colectivos: cocina, magia, cursos y cosas así. Este antiguo editor decidió un día dedicarse también a hacer revistas de historietas. Nada original: personajes tipo Superman, Batman, series de guerra, infantiles, cómicas, etc. Once títulos en total. La cuestión es que un día me encuentro al frente de este emprendimiento. Había poca paga, pero el volumen del trabajo lo hacía atrayente, dado que en ese momento, mediados de la década del sesenta, el mercado laboral se había achicado notoriamente. Así que cité a muchos jóvenes dibujantes, llenos de méritos que apenas habían podido mostrarse, como Rubén Sosa, Horacio Lalia –que habían sido mis ayudantes–, José Muñoz, Domingo Mandrafina, Rubén Marchionne, Alberto Lito Fernández y, además, Enrique Meier, más los consagrados Osvaldo Pérez D’Elías y Alberto Breccia y otros que pudieron hacer allí los primeros pininos. Todos unidos bajo la pretenciosa marca Estudios Espartaco-Ramos Mejía, una especie de cooperativa de hecho, con sede en mi estudio de esa localidad.

Oesterheld venía del cierre de su histórica experiencia como editor y aceptó colaborar. Sus guiones no fueron capolavori ni mucho menos; casi todos eran rutinarios. Tenían un mínimo de decoro una notable atracción: su firma.

Como era habitual en él, entregaba a ultimísimo momento. Más de una vez, cuando ya desesperábamos porque el cierre se nos venía incontenible, me citaba en un bar cerca del Congreso para darme un guión. Al entrar lo veía sentado a una mesa escribiendo sin pausa, pero con su característica parsimonia. Su caligrafía era muy estirada y a primera vista impresionaba como indescifrable; sin embargo era absolutamente fácil de leer.

«¿Qué estás haciendo?» preguntaba uno, temiendo la respuesta. Mientras esta llegaba uno pensaba en el dibujante que, en ese mismo instante, aguardaba mi regreso para poder empezar su tarea. Y la respuesta llega y es, nomás, la temida: «Estoy haciendo el guión...», y uno pensaba, angustiado: «¡Pero yo no viajé una hora para verte hacerlo, sino para retirarlo ya hecho!»... Pero no le decía nada. No había forma de enojarse con él: lo impedían sus modales, su aplomo, su señorío, su risa en clave de «E».

Hechos semejantes a este que acabo de contar eran comunes de vivir por todos los que lo tratamos.

Otro episodio que recuerdo aconteció hacia finales de 1972. Teníamos programado un trabajo en común, creo que para la revista Billiken, donde colaborábamos ambos. Lo había llamado varias veces y no tenía escrito el guión. Me lo prometía para nueva fecha, y nada. Hasta que a la cuarta o quinta vez me dio una excusa insólita: «Eugenio: acabo de leer un aviso en La Opinión que una agencia de publicidad necesita un dibujante de historietas para hacer story boards». Bajé los brazos, agotada mi paciencia... y no puede menos que sonreír. Genio y figura, pensé.

Por el guión ya no insistí: de esa pesada tarea que se ocupe el Dire. Yo renunciaba.

Pero fui a la agencia que, efectivamente, era muy importante y la que más cortos publicitarios hacía en esos tiempos. Me dieron el empleo, hice los bocetos  para miles de películas, me dediqué a la publicidad de lleno y viví los cuatro o cinco años más felices profesional y de relaciones humanas.

Estos recuerdos míos intentan pintar mi experiencia con un hombre de gran personalidad, tan único en sus actitudes cotidianas como lo eran sus personajes y las aventuras que él les hacía vivir. Imposible no recordar con afectos profundos a estos por sus virtudes y pese a sus defectos. Lo mismo cabe decir del padre que los gestó.

 

TEBEOAFINES
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Creación de la ficha (2015): Andrés Ferreiro, Fernando García, Hernán Ostuni, Luis Rosales y Rodríguez Van Rousselt. Edición de Félix López. · El presente texto se recupera tal cual fue publicado originalmente, sin aplicar corrección de localismos ni revisión de estilo. Tebeosfera no comparte necesariamente la metodología ni las conclusiones de los autores de los textos publicados.
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
ANDRÉS FERREIRO, FERNANDO ARIEL GARCÍA, HERNAN OSTUNI, JORGE CLAUDIO MORHAIN, LUIS ROSALES, Norberto Rodríguez Van Rousselt (2015): "H.G. Oesterheld: Maestro de los sueños 8. Un viaje en el barco de la aventura", en REVISTA LATINOAMERICANA DE ESTUDIOS SOBRE LA HISTORIETA, 23 (1-III-2015). Asociación Cultural Tebeosfera, Ciudad de la Habana. Disponible en línea el 30/IV/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/h.g._oesterheld_maestro_de_los_suenos_8._un_viaje_en_el_barco_de_la_aventura.html